Somos muchos los que no queremos que nos cambien nuestras palabras. Son las que expresan nuestros sentimientos, pesares, dichas, odios y amores.
Cuando llegaron relucientes, marciales en sus uniformes caqui, nos ordenaron: suprimir excesos de plurales. Hablar en forma práctica, como el resto de la gente civilizada.
Comprendimos que habíamos perdido los vocablos queridos, abundantes.
Como los malditos estaban resueltos a dominarnos, comenzaron por las escuelas, tratando de cambiar el idioma de los niños. Fracasaron. En sus genes milenarios, muchos más antiguos que sus prepotencias, estaban escritos los códigos de nuestras herencias.
Al fin terminaron por explayarse como nosotros. Ahora todos derrochamos eses y plurales por todos lados. Hasta los malos lo hacen.
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