lunes, octubre 31, 2011

Fútbol para todos, Alicia Sabella



            
Cuando la hija llegó a la casa con aquel bebé debilucho y esmirriado, a la Chola se le apretujó el corazón. Lo puso en sus brazos y le pidió que lo criara.
A fuerza de leche, tapioca y cariño hizo de él un buen chico. Sin embargo, díscolo por naturaleza, no quería ir a la escuela y pasaba todo el día en el potrero gastando zapatillas con la pelota.
Una tarde le dijo que se iba, a la abuela le temblaron las piernas ¿Adónde? Le gritó. El joven, parco, huidizo, le contestó que el club lo había contratado. No satisfecha insistió,¿De qué vas a vivir? Desde la puerta le respondió. Del fútbol.                                                                                       La Chola ya conocía la soledad, viene con una congoja que se instala en el pecho y silencios inagotables, lo había aprendido con cada ausencia.                                     
Mientras freía las últimas empanadas, miró el cielo, amanecía y era domingo y los domingos acentúan su presencia con colores propios. Terminó de preparar las canastas y esperó que el vecino pasara con la camioneta y la llevara a la cancha.
La hinchada, nerviosa, esperaba para entrar. La inmovilidad forzada irritaba a los muchachos y las expectativas les despertaban hambre, entonces los bolsillos de la Chola se llenaban y las canastas quedaban vacías.                            
Una vez que el estadio se tragaba a la muchedumbre, las calles dormían la siesta arropadas por la basura. Ella nunca entendió el fútbol, cuando escuchaba los rumores, los cánticos y los silbidos intuía, desde afuera lo que pasaba adentro. Si el clamor subía al cielo, no le cabían dudas que su nieto avanzaba con la pelota y luego un espacio de silencio, apenas perceptible, como si nadie respirara, después los gritos lo empujaban al área, el gol reventaba las gargantas y la alegría hacía temblar las tribunas.
Le hubiera gustado ver al muchacho, verlo de verdad no como en las revistas o en los diarios, sentarse cerca, abrazarlo, contarle todo lo que había aprendido y que ella también vivía del fútbol.  
                    
                 
                                                                                                        
     

Bailar Tango, Irma Alvarez



Viví años trabajando en el campo, guiaba el arado que abría los surcos, esparcía las semillas, recogía los granos, y los llevaba  al molino. Con la harina, suave, blanca, lista a dejarse amasar, volvía. 
Desde niña, la música me acompañó. Escucharla alegraba mi corazón y  movía mi cuerpo una sensación de armonía.
Ya mayor  me establecí en el pueblo. Y llego el día. Yo Salomé estoy decidida, esperé años, este momento, escuchaba  y practicaba siempre sola. Hoy comienzan a bailar tango en un tablado cercano y ahí voy acompañada por los recuerdos.
Un muchacho se acerca, me invita y comenzamos a bailar. Las mejores cosas en la vida se hacen de a dos y el baile es eso, unir almas, corazones, intenciones y dejarse llevar  que la música como diosa nos domine y como el viento a los juncos nos doblegue. Apoyar el cuerpo al lado del otro y comenzar a moverse al compás de las notas, aprieto mis ojos para gozar esa magia que envuelve, sentir la mano  del compañero que guía, apoyar la mía rozando su cálida espalda, hermanar los sueños hasta ser uno. Fundirse con el otro, deseando que sea eterno ese instante.
Percibir las respiraciones en éxtasis. Girar como calesita y volver a unir nuestros pasos. Al cambiar el compás la cintura se acomoda en los brazos del compañero, alejarse es alegre y  volver a unirse en esos brazos, gozoso.
Sentirse feliz en los reencuentros. Como en la vida.

Declaración Testimonial, Ezequiel Varela



 -¿Cómo te llamás?
-Pedro Pablo
-Bueno Pedro
-Pedro Pablo
-Bien Pedro Pablo, ¿Sabés quién soy yo?
-Sí
-..¿Quién soy?
-No sé
- Recién me dijiste que sabías quién soy
- Es que Pedro Pablo no está seguro. Usted es el comisario pero los comisario se visten de comisario y usted no está vestido de comisario.
-Pedro Pablo, yo soy el juez. ¿Sabés qué hace un juez?
-Sí, hace sonar el pito; lo escucho en la radio. El juez hace sonar el pito cuando algo está mal, como los policías.
- Bueno Pedro Pablo. ¿Te acordás lo que hiciste en la chacra antes de que te trajeran acá?
-Sí
-… ¿Podés contármelo?
-Sí, pero antes quiero decir una cosa.
-Sí, contame.
-No me gusta estar acá.
-Bueno, en un ratito terminamos; contame lo que hiciste
-Corté el pasto.
-Cortaste el pasto
-Sí, siempre corto el pasto
-Ajá
-Sí, a mi me gusta cortar el pasto. La señora dice que si no lo corto debo dormir en el galpón y sin comer.
-Bien. ¿Y después?
-…¿Después?
-Sí, después
-.. Ah, sí, después el juez tocó el pito y jugué al fútbol con Maradona
-Con Maradona.
-Sí, estaban Maradona, Kempes y Labruna. Yo soy Labruna cuando juego al fútbol. Y…Y.. el juez De La Casa es muy bueno, porque cuando le pegan a Labruna él toca el pito.
-Bueno señor fiscal, para mí es suficiente. Lo voy a declarar inimputable, y chau. Cerrado.
-¿Me permite un momento más?
-Dele pues.
-Pedro Pablo. ¿Te acordás de la escopeta?
-Sí, pero no hace fuegos artificiales.
-¿Disparaste la escopeta?
-Sí, pero no hace fuegos artificiales.
-¿Y de dónde sacaste la escopeta?
-…Me dijo que no lo dijera porque si lo hacía me iba a echar a la ruta.
-¿Quién te dijo eso?
-No quiero ir a la ruta.
-No te asustes, el juez De La Casa no va a dejar que te lastimen como a Labruna
-¿Ni que los chicos se burlen?
- Tampoco. Tranquilo Pedro Pablo, no te va a pasar nada.
-… …Hay que decir la verdad, pero si me callo no estoy mintiendo.
-¿Inimputable señor juez?
-¡¿Qué quiere, mi puesto?!... ¿Cuántas veces disparaste?
-Una vez sola, una vez sola. ¡No miento! Pedro Pablo nunca miente.
-Y después ¿qué pasó?
-No salieron fuegos artificiales así que se la devolví a la señora, pero ella no la quiso y se puso a gritarme. Yo quise hacer fuegos artificiales como ella me dijo pero no pude.
-Sargento, vaya a buscar a la mujer del muerto.
-¡No, no! Usted no es un buen juez. La señora me va a pegar con el rebenque otra vez.
-No vamos a dejar que te haga nada.
-¿Me lo jura? Porque el que jura tiene que cumplir para no irse al infierno.
-Te lo juro… Decime, cunado lo viste al patrón ¿cómo estaba él?
-Usted no es bueno, me quiere confundir.
-¿Cómo podría confundirte? Sos un chico muy inteligente.
-¡Se está burlando. Yo sé que no soy inteligente!... Pero no miento.
-Lo sabemos… Decime ¿Lo viste a tu patrón?
-… … ¡No lo sé! …El patrón no había salido a cazar porque lo escuché en su pieza con la señora. No se enoje, ya sé lo de los ruidos en la pieza ¿eh?... Pero después lo sentí llegar de los esteros como siempre. ¿Ve? No miento pero no sé lo que vi.
-Ves. Si no sos inteligente, tenés mucha imaginación ¿Qué crees que pasó?
Para mí que con la señora estaba un fantasma. Y capaz que al patrón lo maté yo no más.
-Y porqué crees que era un fantasma?
-Porque nadie lo vio y porque no usó la puerta ni para entrar ni para salir… Pedro Pablo será tonto pero no miente.

Mi calesita, Norma Laniecki

  

Leyenda del tiempo, Cristina Diez


“Cuando te regalan un reloj,  
te regalan un pequeño 
infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire”Julio  Cortázar

 
En los orígenes, en el Paraíso, el tiempo fue laxo, ilimitado, libre. Punto, curvas o recta infinita, según sus deseos y los del viento que, en aquel paraíso, fue un espíritu travieso y amistoso, por el que el tiempo se dejaba desgranar y amontonar en una danza liviana, sin prisas y con pausas elegidas.
Pero el hombre y la mujer mordieron la manzana, mirándose a los ojos, disfrutaron de la textura ligeramente áspera, de la pulpa dulce y jugosa y fueron condenados a ser mortales. El tiempo-que es justo decirlo- no había probado ni una mísera cáscara del fruto prohibido fue funcional al castigo: lo encerraron en los relojes y, desde entonces, lo custodian con celo cronologías, calendarios, agendas, péndulos, alarmas y vibraciones digitales. Vive medido y no puede demorarse ni mucho menos detenerse. La sentencia lo obliga a repetirse como un autómata y a producir el sonido más trágico de la vida: tic-tac, tic-tac, tic-tac.

viernes, octubre 21, 2011

Intercambios creativos

Desde el taller de fotografía de la BCN, coordinado por Laura Brugnoni, se produjo esta intervención artística, este diálogo entre texto e imagen. Agradecemos especialmente a Cynthia Rimoli, autora de la foto inspirada en el texto de Rodolfo Falcetti y a Laura por la propuesta.



jueves, octubre 20, 2011

Icono, María del Carmen Cerezal



La iglesia estaba en esos momentos en que la luz cenital la convierte en un ámbito perfecto para el recogimiento. Los niños habían terminado de ensayar el coro. Estaban preparando los elementos para el oficio siguiente. El sacristán encendía el incensario que iba a perfumar y sacralizar aún más la celebración.
Entró tratando de no hacer ruido para no quebrar la magia del momento. Se deslizó hacia la nave principal, buscando acercarse al altar mayor.
Fue cuando la vio. Un brillo dulce, emanado de los cirios que escoltaban el ícono de San Vladimir daba a su cabello, casi blanco de tan rubio, reflejos ebúrneos. Era la viva imagen de la pureza.
Trató de no hacer ruido que la perturbara, tan ensimismada en su oración la percibió. Raramente se encontraba sola, así que decidió aprovechar el momento para acercarse. Casi en puntas de pie. Como si pudiera espantarla.
Estaba sufriendo una conmoción tan grande que tenía miedo de estallar en llanto. Se ahogaba. Pero pidió al santo la entereza necesaria para afrontar ese momento. Con un hilo de voz, la llamó por su nombre. Ella se volvió extrañada, miró sin ver y continuó con su plegaria.
Entonces decidió rozar su mano, apenas rozar.  La sintió tibia, dulce pero ajena. En ese instante un fárrago de emociones la invadió: pasaron ante sus ojos las imágenes más dolorosas. Su llegada al país lejano y exótico de la mano de  Serguei, su amigo de la infancia  con quien  iniciarían una vida posible escapando de la guerra inmisericorde. El aprendizaje de lenguas y costumbres tan extrañas, el barrio extramuros, la contención de la colectividad que le aliviaba la angustia de la familia ausente y  en peligro, el amor prodigado por su compañero que la hicieron pensar que era retribuido por ella.
La niña llegó a esa dicha esquiva que pretendían, iluminándolos  . Vislumbraron una posible felicidad que duró un par de años. Hasta que él entró en sus vidas y Tatiana  se dio cuenta  de que la tranquilidad se esfumaba. El amor la arrasó a su pesar  y comprendió qué sentía realmente por su marido. Su mundo se volvió un infierno. Luchó denodadamente contra esta pasión que destruiría su hogar, porque sabía que Serguei no sabía perdonar, pero tenía veinte años y ninguna experiencia de la vida.
Huyó con su amante, pero tardó apenas un mes en volver. No podía con su conciencia, extrañaba a su niña desesperadamente.  Su marido, inmisericorde, ciego de despecho y rencor, cerró para siempre las puertas de su casa y de su corazón. Nunca más le permitió ver a la niña.
Tatiana lloró, rogó, suplicó, se humilló de todas las formas posibles. Nada. El odio pudo más. La pequeña jamás salía sola, y ella pasaba horas espiándola pues la acompañante tenía orden estricta de no dejarla acercar. La veía ir a misa, al jardín , a piano. Conocía todas sus actividades pero fisgando tras  de un árbol, entremezclada con otras personas, como un fantasma.
Serguei crió a la niña con todo amor y dedicación, enseñándole a rogar a San Vladimir por el descanso eterno del alma de su madre. Y  era lo que estaba haciendo en este instante. Por eso cuando la pequeña  de cinco años se volvió, esa extraña no era más que otra señora que compartía su devoción y la había rozado a modo de saludo cómplice, dejando en su manita un perfume de lavanda que le recordaba vagamente algo que no podía identificar.

martes, octubre 18, 2011

El regalo, Ruth Moguilner


Desde siempre Ramiro era cabulero, inventaba tradiciones a cumplir con exactitud. Los lunes jugaba a la lotería, los jueves a la quiniela, nunca bajó de la cama con el pie izquierdo. Por la calle, todo obedecía  a un sentido especial; si un hombre rodeaba un charco, Ramiro percibía que iba a recibir un regalo, si lo pisaba, mala suerte para toda la semana. Prohibió a su familia pasar por debajo de las escaleras; cuando hubo que reparar el frente de la casa,  nadie salió a hacer mandados durante un mes. Él limpiaba los espejos, por temor de que alguno sufriera un daño.
Un viernes trece, vio un hombre rodeando un charco; como era de esperar, su hija, al volver de un viaje, le trajo un gato de yeso comprado en Egipto. Ramiro, embelesado, guardó cuidadosamente el piolín y el diario en el que estaba envuelto; apenas vio el contenido sintió una enorme conexión con el animalito. Era negro con ojos amarillos. Michi, la mascota de la casa, se acercó corriendo, fijando la mirada. Desde entonces hubo  órdenes estrictas de que Michi se llamara Pharaón.
Ramiro estaba exultante, todos sus vecinos se enteraron del magnífico regalo, que según su dueño, curaba las enfermedades. Lo mostró con orgullo, pero no permitió que nadie lo tocara. Pharaón, al anochecer, fijaba sus ojos; se petrificaba ante la mirada amarilla.
Para festejar el cumpleaños del regalo, lo acomodaban sobre un almohadón de raso. Durante uno de estos festejos, Ramiro empezó a sentir dolores reumáticos en un pie, observó con asombro que una pata del gato se estaba despintando, y que Pharaón empezó a renguear.
Como hombre de acción envió a su esposa a comprar una pirámide, indicándole las medidas exactas. Cambió de lugar al gato y le puso la pirámide al lado. Llamativamente Pharaón no quiso comer ese día ni al día siguiente.
Ramiro, que era un hombre de recursos, compró una segunda pirámide, y abolló el plato de Pharaón para que se mantuviera en la cúspide de la misma. Como por arte de magia, Michi-Pharaón apareció como un rayo y comió con apetito ante la satisfacción de sus dueños.
Así todo estaba encadenado: la luz sobre el espejo, el reflejo sobre la pirámide, la pirámide rozando el gato, el gato sobre el almohadón, el almohadón sobre la mesita, la mesita sobre la séptima baldosa desde la entrada, y el diario en el que había venido envuelto ese gran benefactor, en un cuadrito, colgando del piolín egipcio
Con ese toque final, basado en su genialidad, Ramiro sintió que el mundo era un lugar realmente agradable y seguro.

lunes, octubre 17, 2011

El mensaje, Irma Alvarez



Memu, todo está perdonado. Te quiero. Papá.  Nota encontrada en una bolsa de nylon con  trocitos de galletas junto a los restos del avión, que llegaron a la playa después de ocurrido el accidente.  
La periodista que halla la nota, comienza la búsqueda  entre los hijos de las víctimas y lo publica en el diario. Entrevista a tres personas, que perciben que ese texto les brinda una segunda oportunidad. Ella recuerda a su padre, hace tiempo que no se ven, se enojó al enterarse de su casamiento. Lo llama. Es tiempo de reencuentros.

jueves, octubre 06, 2011

El pueblo del Gran Bonete, Bárbara Benitez



Atendí el teléfono. La voz despreocupada del otro lado no anduvo con vueltas.
- Será según lo planeado.
- ¿Cuándo?
- Cuando usted haya recibido la encomienda. Va a encontrar dos sobres. Uno con cuarenta mil euros y otro con un montón de semillas. Pero tenga cuidado, para tocarlas deberá usa guantes de látex; son muy peligrosas.
Nunca antes realicé una operación de esta extraña manera, pero el pago es bueno y aprender algo distinto me sacaría de lo rutinario. Hace años que lo hago con mucha dedicación y nada lo tomo como personal; ese enfoque objetivo me hacer ser uno de los mejores.
- Trato hecho (contesté deleitado con el desafío).
- De cualquier manera, no viaje hasta tener el envío. Eso le indicará que el momento ha llegado.
Cortamos. Yo sabía qué hacer. Sólo era cuestión de esperar. En tanto tendría tiempo para dedicarme a un trabajo solicitado y aún pendiente.
Los meses transcurrieron con rapidez. Aquel día me llamaron del correo para retirar la entrega. Tal cual lo pactado, encontré el sobre del dinero y el de las semillas.
De inmediato saqué boleto a San Juan. El bolso con lo necesario yacía preparado sobre el sofá. Esa misma noche viajaría.
Recién llegado a la provincia adquirí un pasaje a Rodeo, donde me instalé en una posada para descansar hasta la noche. Antes pasé por una fonda en la que el único tema era la minería a cielo abierto, la contaminación y el diagnóstico para muchas personas con males terminales o desconocidos.
Ya en la habitación tomé el sobre de las semillas envueltas en terciopelo rojo, las que no me atreví a tocar y que
me causaron estremecimiento; sentimiento desconocido para mí, dado que siempre debo manejarme con mucha frialdad.
Recostado pensaba en la tarea concluida, pese a haber calculado mi permanencia  ahí más por más  de dos meses.
Me levanté y al mirar por la ventana me dije:
Es un bello pueblo para vivir. Y morir también.
Noté que el relieve se parecía más a uno volcánico que a uno montañoso. Los agujeros en él daban aspecto de cráteres.
Qué pena, tanta belleza volando por el aire (lamenté con auténtico desconcierto).
Luego me acosté tranquilo hasta las veintidós. A esa hora caminaba hacia la dirección dada por la voz, según sus indicaciones.
Atravesando la tranquera alcancé el pozo de agua; habiéndome colocado primero los guantes, tiré en él una de las semillas. Nadie alrededor. El invierno los tendría a todos frente a las salamandras.
De mañana alguien en un barsucho se acercó:
- Disculpe la molestia, pero no estamos acostumbrados a ver extraños. ¿Es turista?
- No. Un escritor buscando buen sitio para la inspiración (deseé que la mentira fuese verdad).
- No creo que sea éste, don. Hay explosiones constantes. Esos bastardos hacen lo que quieren con nuestras montañas.
- Sobre eso escribo.
- Entonces cuente cómo el pueblo muere por el cianuro del agua y la tierra.
- ¿Se han registrado casos?
- De todo tipo. Los que tengamos suerte moriremos enseguida; el resto va a agonizar por años.
Como si me importara, tomé nota de lo escuchado.
- Haga saber que éste es el poblado del Gran Bonete. Acá nadie tiene la culpa.
Pobre gente; están condenados a pena de muerte (reflexioné con algo de tristeza).
Aunque inmediatamente reflexioné que al menos una familia lo estaría.
Tras algunas semanas me había ganado saludos cordiales. No pude evitar sentir cierto apego, por más que todas las noches iba a esa estancia para echar en el mismo lugar una nueva semilla. Por cábala, al amanecer, las contaba y después hacía una revisión a lo dicho por los lugareños, con fidelidad apuntado y pretendiendo ejercer el mentiroso oficio.
A los tres meses la noticia corrió por Rodeo y por los titulares de los diarios de todo el país. Los Anderson, señores del poblado, habían contraído una rara enfermedad.

                  IMPORTANTE FAMILIA SANJUANINA MUERTA POR CONTAMINACIÓN.
                                           Luego de tres meses de intensa agonía,
                                           Sus cuatro miembros fueron muriendo
                                           De a uno, junto con gente de su perso-
                                           Nal y varios de sus animales. Nadie en
                                           El pueblo se sorprende.   
                                         
Lo que no les dio  vida  para gastar las riquezas obtenidas con la destrucción (cavilé indignado).
La bronca se hizo urticaria:
Estos mierdas no hacen referencia a la gente simple que lleva en su cuerpo el mismo estigma.
Y la rabia cedió paso al sarcasmo:
Ahora resulta que soy un asesino con conciencia. El mundo está de cabeza.
Esa misma tarde la despreocupada voz llamó por teléfono.
- Hizo bien lo suyo. Le estoy enviando un sobre con un bonus. Lástima los animales y el personal doméstico. Pero todavía queda mucho para heredar.
Sin más comentario cortó y yo tiré las pocas semillas sobrantes, guardadas hasta confirmar el suceso (tal vez como fetiches de lo que fue una tarea sorprendente, incluso para mí).

Un año después el libro El Gran Bonete tiene muy buena venta. En él expongo la muerte de los Anderson y tantos otros como resultado de las explosiones.
Lo cuento todo. Menos lo de las semillas de Curare.

Como un diamante, María del Carmen Cerezal

Trató de reconocerse en el espejo mientras la cascada de pelo rubio era obligada por su peluquero a transformarse en el característico rodete. Su piel ya era un papel de arroz cubriendo azulinas venas cada vez más en primer plano.
Les pidió una pausa  a sus ayudantes y  se arrodilló sobre la silla buscando la posición que le permitiera soportar un dolor cada vez más lacerante.No era justo.Para ella que había buscado impartir justicia, se le hacía inaceptable que en su mejor momento ese intruso maligno le robara la vida. Pero no se quejó. Nunca fue tan impiadosa con nadie como consigo misma. No había tiempo para llorar. Tenía un discurso por pronunciar y la certeza absoluta - como nunca- de que iba a ser el último.

Las palabras nuestras, Rodolfo Falchetti



Somos muchos los que no queremos que nos cambien nuestras palabras. Son las que expresan nuestros sentimientos, pesares, dichas, odios y amores.
Cuando llegaron relucientes, marciales en sus uniformes caqui, nos ordenaron: suprimir excesos de plurales. Hablar en forma práctica, como el resto de la gente civilizada. 

Comprendimos que habíamos perdido los vocablos queridos, abundantes.
Como los malditos estaban resueltos a dominarnos, comenzaron por las escuelas, tratando de cambiar el idioma de los niños. Fracasaron. En sus genes milenarios, muchoss antiguos que sus prepotencias, estaban escritos los códigos de nuestras herencias.
Al fin terminaron por explayarse como nosotros. Ahora todos derrochamos eses y plurales por todos lados. Hasta los malos lo hacen.

 

Dorada niñez, Carlos Merlino


Aquella mañana pasé y lo vi. Estaba envuelto en una frazada sucia y rota y apenas denotaba seis años. Cuando lo miré saltó enseguida: con mucho odio me espetó “Qué mirás, vieja puta”. El exabrupto me golpeó, y aunque creo que no soy vieja y mucho menos puta, reconocí que dada su situación hubiera dicho algo parecido.           
Me aproximé unos pasos y mientras le extendía un billete de dos pesos junto con un caramelo que tenía en el bolsillo, pregunté “ ¿Y tu mamá? “
“Mi mamá está en mi casa, ¿por qué?”, contestó desafiante y aceptando lo que le daba. “¿Por qué no estás en el colegio?” – “No puedo, tengo que conseguir guita para comer y llevar a mi casa”. Estaba mugriento de pies a cabeza. Me di cuenta que era inútil seguir preguntando.
Aunque eran más de las nueve y media y no hacía frío se envolvió en su manta para seguir acostado. Entonces me percaté que junto a él dormía un pibe de edad similar, que no se había movido mientras hablábamos. Yo seguí mi camino.
El domingo siguiente salía de la iglesia de Pompeya luego de la misa de nueve. Entre los que pedían plata en el portal estaba él. Casi igual de sucio, en ojotas, y vistiendo un pulóver que le sobraba de talle.
Me acerqué y enseguida estiró la mano: “Una monedita para comer”, pidió. Puse en su mano cinco pesos. Apenas sonrió al verlo y no dijo un “gracias”. No me reconoció como seguramente no quiere reconocer a nadie, y se dio vuelta para seguir pidiendo.
Me llevé sus facciones infantiles en mi memoria, y por eso varios días después lo recordé al verlo junto a dos o tres más –todos mayores que él- mientras discutían con dos agentes que habían bajado de un patrullero. Estaban al costado de un autoservicio y seguramente habrían hecho de las suyas entre los clientes o los transeúntes y alguien llamó a la policía.
Llevaba la voz principal en el lío: “No nos podés tocar” le decía a un agente. “Yo no hice nada y no me podés tocar”, repetía. Y llevaba la razón: a los canas, aunque bajo un gesto autoritario, se los notaba indecisos y sin ninguna determinación de intervenir realmente. Simplemente habían respondido a la orden de presentarse, y luego de unos  pocos minutos subieron al móvil y desaparecieron.
Mi “amiguito” se sentó en el suelo de la avenida Sáenz mientras apretaba en su derecha un mazo de estampitas con la efigie de la Virgen de Luján. Luego le gritó a sus compinches: “Esta tarde vamo´ a ver al Globo”.

La mujer justa, Nadia Settecasi


(Por favor, que no llore, por favor.) Ella revolvía la taza de café mientras meneaba la cabeza con un “no” suave, triste. Los dos sentados en la mesa del bar junto a la ventana, y el mozo con cara de póker dando vueltas intentando cobrar la cuenta de una vez.
(Ahora seguro que me hace una escena.) El silencio envolvió el ambiente y la ambulancia que pasaba a toda  velocidad con gritos y gesticulaciones del conductor ni se oyó.
(Elena me va a rogar otra vez, me va a pedir explicaciones.) La mujer apuró el café de un sorbo y se levantó de la mesa sin decir ni “mu”.
Para mi sorpresa, quedé solo, enfrentado con la cara del mozo y, finalmente, pagando la cuenta.
Se terminaba la hora del almuerzo y volví a la oficina caminando rápido, mirando aquí y allá el espectáculo de siempre y la diversidad de secretarias y mujeres oficinistas con variedad de largos en sus minifaldas.
“No vendría mal observar un buen culo después del trago amargo.”
Eso mismo pensé ese mediodía y todos los mediodías de la semana entera. La primavera comenzaba y los escotes y tacones de colores con ella en la selva del microcentro.
Lo de Elena había pasado. El mal trago nunca duraba más que una prolongación del llanto o la súplica de la participante en cuestión. Todas con sus diferentes atributos, bellezas, oficios o profesiones, cuerpos llenos de ideas o histerias, infinitas cantidades de crema para cualquier cosa y cada parte de si mismas.
Recuerdo una que era cocinera y dirigía un catering para fiestas importantes. Nos veíamos en el bar, en el mismo bar de siempre y cada vez traía consigo un pastelito dulce con crema que sacaba de su cartera haciendo malabares para no abollarlo y me lo ofrecía poniéndolo tímidamente junto a mi taza de café y yo, hacia como que me encantaban los pastelitos y siempre los olvidaba ahí, sobre la mesa.
Pero Elena era jardinera y trabajaba en el jardín botánico, en un proyecto que nunca terminé de oír. Habían sido dulces los encuentros con Elena, pero, como dice mi amigo Roldán: “Después del quinto polvo, hay que hablar de proyecto.” Ese lunes había sido el día después del quinto polvo.
Toda la semana transcurrió como todas las semanas del año donde trabajo en la oficina, tengo alguna cita a la hora del almuerzo, y camino por las calles solo, buscando un lindo culo que mirar. Hasta que llegó el viernes y en el mismísimo bar, el mozo con cara de póker se me acercó y en vez de traerme la cuenta sin que yo lo pidiera, como es su costumbre, me deslizó un sobre pequeño y cerrado.
“Lo dejaron para usted. Es todo lo que puedo decirle.”
 Lo abrí al instante esperando ver un papelito con el número de teléfono de alguna nueva candidata. En cambio, aparecieron unas cuantas semillas desparramadas y poliformes de colores tierra rojiza y moradas.
Tan raro me pareció, que tuve que admitirlo: cualquiera que estuviera intentando captar mi atención, lo estaba logrando. Así que en la cocina de casa, perforé la lata de arvejas que había usado la noche anterior y llené de tierra que robé de la maceta del ficus. Tiré las semillas y un poco de agua. No sé más que esto en asuntos de botánica.
Claro que podría haber llamado a Elena, pero ya había zafado del llanto y escándalo del lunes ¿Para qué provocar un mosquerío por teléfono que luego no podría parar?
A los dos días me impresionó la enorme planta que había crecido en la lata. Fina, delgada, pero fuerte. Hojas en forma de corazón mal dibujado y toda ella de un color rojizo intenso, como el vino tinto.
Ese domingo me desperté con un olor dulzón en medio de la nariz y la saliva que tragaba se hacia espesa y azucarada. Me senté en el sofá a leer el periódico, pero no soporté las noticias trágicas que antes sólo me divertían. Algunos medios de comunicación tienen esa forma siniestra para contar los sucesos y al final la ironía se apodera de mí. Pero no ese domingo. Entonces sólo me dio por desayunar chocolates y algunas cucharadas de dulce de leche.
Para ese momento, ya detectaba que algo extraño estaba sucediendo. Abrí el baúl de cuero apoyado junto a la biblioteca y no dejé de mirar fotos y cartas de amores pasados. Algo crecía en mí. Un sentimiento de afecto, amor, necesidad inexplicable. Unas ganas locas de compartir mis espacios y mis sentidos. Un deseo insoportable del abrazo y preparar comida para dos. Me bajó la presión o algo así, porque tuve que sentarme rápidamente en el sillón y no veía con nitidez. Intenté respirar profundo. Enfoqué la vista en la mesa de roble y lo primero que apareció fue el libro “La mujer justa” de Sandor Marai. Lo tomé, arrebatado y con poco aire. Decidido, abrí al azar: “Hace falta mucho valor para dejarse amar sin reservas. Un valor que es casi heroísmo. La mayoría de la gente no puede dar ni recibir amor porque es cobarde y orgullosa, porque tiene miedo al fracaso. Le da vergüenza entregarse a otra persona y más aún rendirse a ella porque teme que descubra su secreto... el triste secreto de cada ser humano: que necesita mucha ternura, que no puede vivir sin amor.”
Me pareció una locura. Lo que comenzó siendo una sonrisa entre mis labios e incredulidad, términó en carcajadas abruptas y desafinadas que estremecerían a cualquier persona de buena voluntad. No lo pensé siquiera. Salí corriendo a la cocina y abrí el primer cajón de los cubiertos. Tomé la cuchilla más afilada y di la vuelta buscando la lata de arvejas para agarrar por el tallo a esa planta descarada y destrozarla de todas las formas que se me iban ocurriendo hasta despedazarla y reventar sus raíces, descuartizándola, diseccionándola, impidiendo su crecimiento, su respiración, su vida. Sólo por si acaso.