viernes, mayo 21, 2010

De muertes, entierros y resurrección, Bárbara Benitez, miércoles de 17.30 a 19.30 hs.


Para ella los años de entrega a las ancianidades  resultaron atávicos. Cuando trató de encontrarle un sentido al cumplimiento del mandato, dio con un sendero de cruces a cargar, notó su  andar cansado y los deseos sin nacer.
Todo ese tiempo de malogradas expectativas se ocupó de internaciones, pañales y tubos de oxígeno; tanto que llegó a preguntarse si la muerte regiría a la existencia.
De esa manera transcurrió, entre la obligación y la obediencia, hasta que el último viejo partió y lo añorado asomó como oportunidad. Cierto día, mes o año, las palabras escondidas pelearon por salir y se proyectó sin silencios doloridos.
Miró por primera vez su casa, de gris denso, con olor a eucalipto hervido, sin colores gustados ni adornos deseados, estancada en la Rueda de la Fortuna.
Sin llorar enterró sus muertes cardinales, abrió ventanas, prendió luces, coloreó las cosas, tiró los muebles del prócer, arregló las paredes que tenían su mismo olor a humedad, encendió luciérnagas y luces aromáticas.
Luego se fijó en sí y no se reconoció en esa sombra. Se soltó el rodete, cortó su cabello y lo iluminó; puso en sus ojos mirada violeta; acortó la pollera y la levantó al amor.
Para un reciclaje total compró cortinas nuevas que dejaban ver el sol, una cama que gustaba compartir, vajilla para comidas chatarra, copas que acunasen al vino, un equipo de música en el que sonaba la Bersuit y un Ave Fénix que a diario la despertaba.
Por penúltimo –porque para lo último le queda vivir- reparó en el lánguido jardín y sintió gemir a la tierra. Hizo surcos y pozos; cambió el estéril césped por otro con promesa de verde; arrancó cada planta seca y llenó los espacios con aquellas que querían ser; mató las pestes como exterminó a sus duelos. Quitó el arbusto podrido y lo remplazó con un ramaje tan vibrante que aún roza su cuerpo bañado de plenitud.

viernes, mayo 14, 2010

El ombú, caligrama, Maria Cristina Scarlatto


                               EL OMBÚ


            

                     Cuando miro hacia abajo
               Veo mi tronco ajado sucio marrón
           Líneas truncadas verticales y diagonales
       Heridas de años y años plantado acá en mi pie
                Está viejo el ombú dicen al pasar
                   Mis hojas tiemblan de dolor
                         Un poco de respeto
                                 Caramba
                                Aún sueño
                                  Respiro
                                Doy cobijo
                                 Al linyera
                              Al estudiante
                            A los enamorados
                                 Ah el amor
                 De eso sí podría hablar un rato largo.



jueves, mayo 13, 2010

Mabel o Raquel, Leonardo Fernandez, miércoles de 17.30 a 19.30 hs.


Agazapada al costado del camino, su silueta apenas visible por los arbustos que impiden el paso de la luz lunar, espera ansiosa y con temor el  bus que debe pasar pronto.
 Allá el reloj era algo prohibido, se había vuelto normal adivinar la hora por medio de pequeñas cosas, la sombra del alero de la pieza en el patio, el ventiluz que cambiaba con el paso del sol o la pregunta invariable al cliente. Saber no servía demasiado, de todos modos “La yegua” no se manejaba con tiempos.
— ¿Adonde vas Mabel? todavía no se terminó
—Es tarde señora, estoy cansada y ya pasaron seis, ¿le parece poco?
— Ni poco ni mucho, todavía quedan dos que prefieren tus servicios. ¿No te estarás negando,  no?
— Manuela está libre ¿por qué no le dice?
— Ella es nueva y todavía le falta,  bueno, basta de charla ¿o querés dormir en el canil esta noche?
 Las cosas son así allá, desde hace casi tres años que me llevaron engañada mi vida fue, prostitución y castigo ante cualquier rebeldía.
 Ir de vez en cuando a dormir con los perros me sirvió para hacerme amiga y al final tuvo sus ventajas, dos Pitbull y un Rotweiler se encargaban de la vigilancia por las
noches y el guardia dormía entonces a pata suelta. Recuerdo que una noche una nueva intentó escapar. No llegó ni al portón, los perros la hicieron pedazos y “La yegua” con toda frialdad la despenó con un treintaiocho
— Supongo que aprendieron la lección, — nos dijo, y ordenó al guardia que la enterrara en el monte.

Un destello en el fondo de la ruta le acelera el pulso, calcula que son las tres de la mañana , ella tiene su boleto gracias a Juan un cliente que la ayudó a planear la fuga, el avisó en la Terminal que un pasajero subiría en el camino
Angustiada y con frío hace señas desesperadas, el vehículo se detiene resoplando y ella rápidamente sube con el boleto en la mano y un pequeño bolso, el chofer la saluda indiferente y le señala el asiento correspondiente al lado de una joven mujer que duerme tranquila.
Cuando se den cuenta, piensa, será tarde, ya es domingo y “La yegua” que se hace la buena deja que las chicas duerman hasta las once. No quiero ni pensar lo que puede pasarle al guardia y la paliza que se comerán los perros, la carne con rivotril molido que me dio el hijo del farmacéutico (otro cliente) los durmió casi al instante. Mi castigo en el canil me sirvió para descansar y tener las fuerzas para correr las veinte cuadras hasta la ruta. Ahora estoy aquí, el chofer me mira por el espejo, es un hombre grandote muy morocho y ya observé que toma de una petaca con disimulo.  
Trato de dormir, mi compañera descansa tranquila y aprovecho para mirarla con atención, tiene más o menos mi edad, es morocha y bonita, viste con sencillez y buen gusto, en sus piernas apoya un pequeño bolso que sujeta sin crispación, sonríe. Como envidio sus sueños, yo en cambio no me animo a cerrar los ojos. El chofer con su petaca va volviendo cada vez mas insegura la marcha. 

Mabel no duerme y se da cuenta de todo pero no se anima a decir nada, el pasaje descansa y el volantazo sorprende a todos menos a ella.
 El vuelco, los gritos pidiendo auxilio.
 Mira a su compañera y ve su cuello grotescamente torcido y sus ojos abiertos de mirada vacía. Se incorpora y trata de salir por una enorme abertura en la mitad del micro, ayuda a una señora y vuelve a rescatar a una criatura apretada entre dos asientos, de pronto una explosión incendia la parte trasera, nota entonces la falta de su bolso, a duras penas llega a su asiento y busca a tientas en medio de un humo espeso, lo toma y sale. Se queda absorta mirando el incendio, algunos pasajeros no pudieron salir. Aparecen los auxilios que rápidamente se hacen cargo de la situación, Aferrada a su bolso Mabel es conducida al hospital del pueblo muy próximo al accidente, le realizan una rápida  revisión y comprueban un principio de intoxicación por humo, la sedan y la acuestan para que descanse, sueña inquieta una y otra vez con el chofer y su petaca,  su compañera muerta y el incendio.

Una claridad proveniente de la ventana la despierta, es temprano y sobre la mesa cree ver su bolsito, estira la mano y lo toma, con temor revisa sus pertenencias. El bolso no le pertenece, trata de serenarse, recuerda cada minuto de la tragedia y concluye que el incendio se llevó su identidad.
Una enfermera sonriente le trae una taza de mate cocido y un pan.
— Buen día dormilona te traigo el desayuno y una buena noticia.
— No creo que tengas algo así, perdí lo poco que tenía.
— Ahí está la cosa, en el accidente, al volcar el micro se abrió el buche y parte del equipaje salió volando a la banquina.
— ¿Y eso que tiene que ver conmigo?
— Sucede que rescataron tu valija Raquel. Asombrada por la noticia Mabel solo atina a preguntar.
— ¿Cómo saben que es la mía?
— Tiene la  tarjeta con tu nombre y coincide con los documentos de tu bolso. Mabel cierra los ojos y llora, recuerda a su compañera de asiento, su rostro tranquilo,  y el pequeño bolso sobre sus piernas, piensa si todo esto no es un juego macabro.

El médico la revisa y le da el alta con rapidez, tendrá que prestar declaración a la policía local.
Toma la valija, la tarjeta lleva el nombre de Raquel Vélez, coincide con el documento en su poder. En la dirección un policía la interroga con delicadeza, ella asegura que dormía en el momento del accidente, le dan las gracias y le comunican que en una hora saldrá un bus especial para los accidentados a cargo de la empresa. En el pasillo, frente a una pizarra hay gente informándose de la salud de las victimas, Mabel busca el nombre de Raquel Vélez y con angustia comprueba que es Mabel Sánchez la que figura entre los fallecidos, golpeada por esta realidad siente el impulso de confesar la verdad y recobrar su identidad, un periodista la interpela con preguntas que no entiende, la acorrala y de pronto se encuentra sentada en el vehículo que la llevará con otros a Buenos Aires.
En la tranquilidad de su asiento decide ver el contenido del bolso, hay una reserva de hotel paga por siete días en las cercanías de Retiro, una carta citando a una entrevista de trabajo al día siguiente, comienza a creer que puede ser posible la oportunidad de una vida diferente, tiene la certeza de que el accidente será publicado en los diarios de todo el país, seguro que “La yegua” se pondrá contenta cuando vea su nombre en la lista.

Cae en un sueño profundo y por primera vez siente que su cuerpo se relaja y descansa, en su llegada a la Terminal de Retiro, luego de preguntar se encamina al hotel que queda a pocas cuadras según le informan, caminar le hace bien y despeja su cabeza.
El lugar es bonito, el conserje la atiende con amabilidad y una vez identificada la acompaña a la habitación, sencilla, con baño privado y agua caliente, decide darse una ducha, satisfecha y mas tranquila abre la valija y se prueba alguna ropa, casi su talle, en un compartimiento interior hay dos cajas similares a las de cigarrillos tienen la misma dirección de la carta.

Baja luego y el empleado le aconseja un lugar cercano y barato para su cena, revisa su capital y lo considera suficiente para una comida sencilla.
El lugar es una pequeña pizzería, los recuerdos la llevan a viejas formas de vida en la ciudad, códigos de convivencia olvidados, comportamientos en sociedad, el vino la marea un poco y decide volver al hotel.
Al llegar le pide al conserje que la despierte a las siete, se acuesta y duerme profundamente.
A las ocho y cuarenta vestida con la mejor  ropa, pulsa el timbre de un edificio céntrico, el ascensor la traslada rápidamente a un lujoso piso donde una mujer la espera con una sonrisa.
— Buenos días, ¿Raquel Vélez verdad?
— Si, buenos días.
— Tome asiento, ya la anuncio. — Raquel inquieta observa el lugar impresionada.
— Ya puede pasar el señor Mansilla la espera.
Detrás del escritorio un hombre de mediana edad la recibe con la mano abierta en afectuoso saludo.
— ¿Así que vos sos Raquel? Realmente don José te describió con exactitud, supongo que trajiste la encomienda que le encargué.
— Si señor Mansilla aquí la tengo.
— ¿No se te ocurrió abrirla verdad?
— Soy curiosa pero no toco lo que no es mío, contestó molesta.
Mansilla llevó el paquete a la habitación contigua y luego llamó a la empleada para que asesorara a Raquel de sus futuras tareas, se despidió agradeciéndole su colaboración.
Vanesa le dijo que saldrían a comprar ropa y en el camino la pondría al tanto de su futura tarea en la empresa. La sorpresa de Raquel al comprobar que la ropa sería para ella fue total, eso sí los colores y modelos fueron elegidos por su acompañante y solo le permitió un conjunto a su gusto siempre que le prometiera no usarlo en los viajes que debiera  realizar. Le dijo que la sobriedad aseguraba el éxito de los negocios.
Tomando un café le preguntó si tenía antecedentes penales o si algún familiar podía
cuestionar su traslado a la capital, le contestó a todo que no, después de todo sus antecedentes por robo y prostitucion  pertenecían a su otra vida.
Vanesa luego del café la llevó a un estudio fotográfico donde un anciano de aspecto desaliñado y mirada huidiza le tomó varias fotos que según le dijo eran para el pasaporte y el documento nuevo. En un taxi volvieron al hotel, quedaron en encontrarse al día siguiente.

A la hora indicada se reunieron en la habitación y allí en forma cruda Vanesa la enteró de que ya pertenecía a la organización.
El gerente le enviaba la suma de tres mil pesos por el riesgo corrido en el traslado de la
encomienda, entonces, de su cartera extrajo un pequeño envoltorio conteniendo un  polvo blanco y algo parecido a un tampón forrado en un preservativo, su desconcierto  obligó a una rápida explicación, se trataba de cocaína en estado puro que normalmente se transportaba de distintas maneras, una de ellas eran envoltorios similares al que había llamado su atención y que se ingerían trasladando la droga en el estómago.

Vanesa se dio cuenta del gesto de incredulidad de Raquel y se apuró a recordarle que su vinculación con la familia no tenía marcha atrás. La tranquilizó asegurando que le enseñaría a comportarse en los aeropuertos y a tomar las precauciones para preservarla del peligro de una rotura en el estómago.

Al quedar sola, tomó los tres mil pesos y los desparramó sobre la cama, descolgó la ropa recién comprada y procedió a hacer lo mismo, luego se acostó con los ojos fijos en el techo y el lento girar del ventilador, sintió la angustia subir a su garganta y hacerse llanto amargo e irrefrenable.
Pensó en su sueño de comenzar una nueva vida, se preguntó si esto era mejor que la prostitución, le habían dicho que no tenía alternativa, sintió que volvía a ser esclava.
Se levantó con decisión, sacó del placard la vieja valija y comenzó colocar con orden la ropa sin estrenar, una sonrisa amarga le llenaba la cara.

Concluyó que no había escapado de la prostitucion para convertirse en embajadora de la muerte, la adrenalina corría con fuerza por sus venas y se dijo, que “la yegua” no había conseguido dominar nunca su espíritu de libertad y que no sería ella la que terminara muerta en algún aeropuerto por una perdida en su estómago.

Se asomó para comprobar que el conserje no se encontraba en su lugar, bajó rápidamente y salió a la calle, el aire fresco le arrancó una sonrisa que iluminó la oscuridad, otra vez escapaba hacia la nada pero ahora mas convencida de que Mabel o Raquel merecían otra oportunidad.        
          




  

Impresiones, Pablo Borreani, miércoles 17.30 a 19.30 hs


            En la inmensidad solitaria de la oscura habitación, una persona yace en un catre desvencijado. A través de una puerta entreabierta, se cuela una tenue luz proveniente de un comedor contiguo. Las paredes del cuarto insisten en desprender una fetidez inhumana. Aunque sólo el propio recuerdo del hombre, logra su reacción:
            -¡Ay, mi pierna! ¡Malditos! ¡¿Qué han hecho con mi pierna?!
            Algún vecino se queja desde la ventana de uno de los pisos del departamento; responde los gritos del recién despertado con otros de igual calaña.
El hombre se encuentra absorto, tantea su cuerpo desde la cintura hasta un poco antes de la rodilla derecha que no posee. Vomita, y en el efecto del esfuerzo que produce el mismo organismo, aprovecha para sentarse sobre el viejo catre oxidado. Apoya su mano sobre la pared, que se aleja y luego se restituye, para alejarse nuevamente. La estabilidad de su alma es nula; parece un bote que quiere navegar con un solo remo; afianzado al piso, se arrastra gimiendo:
            -¿Qué es lo que han hecho con mi pierna?
            Sufre los dolores más impensables, la cabeza bombea calvario; vomita otra vez. Clama piedad a los vecinos, quienes replican silencio. Las manos tiemblan en cada arañazo contra la madera del suelo, esparcida sobre sus ojos, que luchan por mantener un rumbo fijo.
            -¡Devuélvanmela! ¡Basuras!   
            El hombre voltea su cuerpo hasta quedar de espaldas, con sus manos se toma el poco largo de la pierna cortada, y tirando la cabeza hacia atrás, entrecierra los ojos, comprime los dientes y ruega a Dios que termine con su sufrimiento.
            Tirado en el piso, observa la puerta que se encuentra detrás de él. Su espina dorsal alberga el frío del suelo. El brazo estirado, los dedos  tornando la puerta. Enceguecido descubre la rugosidad de las baldosas sucias del comedor de la casa. Un brazo se apoya sobre la silla de madera de pino, que cruje. El otro brazo se extiende por sobre la mesa rectangular, los vasos de vidrio caen súbitos. Logra sentarse luego de varios intentos. Llora y se desvanece sobre la mesa. Sobre su superficie, la mejilla; la nariz velluda aspira el vaho del alcohol desparramado por una de las botellas de vino barato que el hombre había estado bebiendo horas pasadas.
Antes de volver a cerrar los ojos alcanzó a observar la pierna ortopédica que se había quitado en algún momento de la embriagada noche.