martes, julio 10, 2012

Cajas e historias

¿Cuántas historias pueden tejerse con una caja misteriosa que contiene 5 objetos que comienzan con C?
Allí está la caja esperándote, posiblemente olvidada en el banco de una plaza, envuelta para regalo, invitándote a descubrir tesoros escondidos, recuerdos, palabras. Atrevete, rasgá el papel que la envuelve, levantá la tapa y

lunes, julio 09, 2012

La caja, Nora García, Miércoles de 18 a 20 hs.


 El viejo Celestino, se acercó caminando lentamente a su rincón favorito bajo el frondoso tilo desvergonzado de hojas, con su espalda encorvada y su bastón de mango de carey. Un otoño ebrio de viento, casi le arrebata la boina, que rápidamente volvió a colocar en su cabeza semicalva.
 Sobre el banco de la plaza, el paquete envuelto en un papel azul brillante llamó su atención. Lo tomó entre sus manos y con movimientos lentos comenzó a rasgar el envoltorio. Tenía el tamaño de una caja de zapatos. Adentro, objetos diversos. Montó bien sus anteojos sobre la nariz y observó con atención.
 Una caracola, fue lo primero que tomó. Según el escrito debía colocarla en su oído y solamente escuchar. El rumor del mar comenzó con un ronroneo suave de gato mimoso, hasta acrecentar en el golpeteo fuerte del oleaje contra los riscos. Recordó su pueblo de pescadores, con las barcazas pintadas de brillantes colores. Su infancia, de niño montaraz, esperando en el puerto a su padre que retornaba feliz, cuando la suerte lo acompañaba, con las redes rebosantes de pescados.
A su lado un caballito de arcilla al que le faltaba una pata. El instructivo decía:

-¿Te acuerdas del Negro? 

Como olvidar a su inseparable amigo, ese alazán envidiado por todos sus amigos, en el que una endiablada tarde de verano, por ganar una apuesta lo obligo a saltar la cerca. El Negro estaba viejo para esos trotes y una de sus patas traseras golpeó fuertemente contra el tronco, rodando los dos por la tierra reseca. La mirada asustada de su caballo se clavó en la suya como un puñal. Su padre lo remató con un tiro certero en la cabeza.
 Siguió hurgando en la caja, una carta amarillenta por el paso del tiempo. La que le escribió a María, la última antes de partir para América, con promesas de amor y de una vida juntos en la nueva tierra. Los años fueron pasando y nunca retornó. Tiempo más tarde supo que se había metido a monja.
El papel seguía hablando:

Rompe la carta

Lo invadió la angustia mientras sus manos callosas obedecieron y el papel resquebrajado por el paso del tiempo se entremezcló  con las hojas ocres de los árboles.
Sobre el otro costado encontró la cuna, la que había tallado su abuelo, diminuta pero con las mismos arabescos con la que fue moldeada. Una roseta en el medio y un ángel a cada lado del respaldo. Allí había dormido su madre, allí el mismo fue acunado por las mujeres de la familia. Se la habían mandado por barco, cuando nació su único hijo, para que el nuevo brote del árbol familiar fuera mecido en el tronco de su progenie
Ese hijo tan querido pero tan loco, con esas ideas extrañas de cambiar el mundo, desaparecido en las sombras en una noche fatídica. Nunca más supieron de él. Su esposa murió de tristeza y él se quedó solo, soportando sobre sus hombros todo el dolor del mundo. La acarició con delicadeza y leyó:

Guárdala nuevamente.
 
Siguió buscando y no encontró nada más. Cuatro objetos, solo cuatro. Volvió a tomar el papel, con manos temblorosas y allí en letras doradas estaba escrita una última frase: 

¿Y tú, qué vas a hacer Celestino?

Lo envolvió el recuerdo de la caracola, el caballo, la carta, la cuna. Ya no quiso pensar ni sentir más. Se enroscó sobre sí, como un feto, como un niño no nacido y se fue reduciendo poco a poco, acurrucándose dentro de la caja.

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El encontrador de cajas, Verónica Martinez, lunes 14 a 16 hs.


-No sé que pasó –la voz del viejo suena apagada. Sobre mi cabeza el incesante plic plic en la chapa del techo.

El viejo Cayeta mueve la cabeza de un lado al otro como tratando de afirmar su desconsuelo. Lo miro a través de las lágrimas que nublan mis ojos. El pelo, mugriento y mojado con la lluvia finita que cayó todo el maldito día, le chorrea. Verlo me revuelve el estómago. Aprieto las manos en puños cargados de violencia. Estoy dispuesto a destrozar la cabeza del maldito viejo. Me mira, como adivinando mi pensamiento, con los ojos cargados de un brillo muerto.

-Te juro que no se porque salió disparado -vuelve a decir, repitiendo una y otra vez las mismas cosas.

Mi perro Chucho está tirado sobre un costado con la barriga abierta y la sangre se mezcla lentamente con la lluvia, apelmazando su pelambre enrulada. Levanto su cuerpo inerte. Tantas veces lo tuve en brazos y nunca me resultó tan pesado. Camino derecho a la salida dejando atrás los andenes y cruzando el enorme hall. Por un momento las zapatillas mojadas de Cayeta se arrastran atrás mío haciendo un ruido triste. Después solo queda el murmullo de la gente que camina por la abarrotada estación de tren. Supongo que lo detuvo alguno de los barcitos donde se adormece con vino barato.
En la calle  me recibe un frío intenso y olor a fritanga.
Camino con Chucho en mis brazos, sintiendo como pierdo la poca fuerza que tengo, pero no cedo ni un centímetro la altura a la que lo llevo. Cruzo la calle hacia la plaza sin mirar y siento bocinas, frenadas y varios insultos.
Deposito a Chucho con mucho cuidado sobre el césped por el que tanto le gustaba correr y me quedo mirándolo. No soporto la imagen de su cuerpo cubierto de sangre. Me doy vuelta y empiezo a llorar con fuerza, tapándome la cara con las manos manchadas donde se forma un amasijo rosado de lágrimas, mocos y saliva.

-¿Che, eso es tuyo?

La voz llega como desde otra dimensión. Descubro mi cara y levanto los ojos. Un tipo de remera violeta y pantalón de verano blanco, está enmarcado por el cielo celeste de un día pleno de sol. Sonríe con demasiados dientes y señala a mi costado. Miro hacia la derecha y veo la caja, grande, azul con enormes lunares naranjas y una cinta ancha de color verde. Levanto la cabeza para decirle que no se de quien es. Que me deje en paz. Que mi perro murió. Que el viejo idiota que lo cuida mientra abro puertas de taxis por monedas se distrajo con su vino y su mierda.
El tipo se esfumó tan vertiginosamente como apareció. Lo que sigue ahí es el día radiante. El sol, el calor, el césped verde, el cielo azul. Vuelvo a mirar la caja y pienso que finalmente me volví loco.
Como le pasó a mamá, esa mañana que me miraba con ojos extraviados, señalando la puerta.

-¡Fuera de mi casa! –gritaba.
-Mamá soy yo –le decía tapándome la cara para que no me golpeen las cosas que se estrellaban contra la pared.

Una vecina llamo a la policía. La última vez que la vi tenía seis años. Estaba calmada y me dedicó una sonrisa empastada de tranquilizantes mientras decía.

-Que lindo nene, anda con tu mami, te vas a perder.

No la vi más.
Seis años escapando. Seis años en los cuales lo único bueno que encontré fue a Chucho y ahora era un amasijo de sangre y pelo. Giré con violencia, deseaba abrazarme a su cuerpo muerto y dejarme llevar a donde quisieran llevarme. Ya no huiría más. La locura había llegado y todo me daba igual.
Pero Chucho no estaba.
Su cuerpo había desaparecido. Igual que la lluvia, el frío, el invierno. Sentí la cabeza muy liviana y mis piernas apenas me sostenían. Miré la caja que pacientemente me esperaba sobre el pasto y empecé a reír.

-Que mierda –grité a nadie en especial y caí de rodillas frente a ella. Rompí la cinta de un tirón, rasgue el papel atropelladamente y arranque la tapa haciéndola volar por el aire.

Adentro estaba Chucho. Un cachorro de hocico chiquito y ojos brillantes, como el día que nos conocimos. Lo levanté y apreté contra mi pecho, mientras me lamia la cara y gemía con ese sonido feliz que solo pueden emitir los cachorros.
Lo besaba, embriagado de felicidad y por el rabillo del ojo vi que dentro de la caja había más cosas, corrí a Chucho de mi cara y me asome. Una carta de grandes dimensiones con prolijas letras negras reposaba a un costado. En el centro un camión rojo de bomberos con detalles en cromado brillante. Lo reconocí enseguida. Fue el regalo que me dio el señor que vino un año antes de que mamá perdiera la cabeza. Dijo que era mi tío Ernesto. Se quedó apenas un ratito hasta que mamá lo hecho a empujones y nunca volvió. Mamá tiro el camión a la basura esa noche mientras yo dormía. Soñé con ese único juguete de mi infancia durante mucho tiempo.
Prolijamente doblado a un costado estaba el camisón rosa de mi madre. Se lo ponía los sábados por la noche. Decía que vendría una visita y me acostaba temprano para que no molestara. Muchas de esas noches me quedé despierto hasta muy tarde y jamás sentí llegar a nadie. Por la mañana cuando me levantaba la encontraba con el camisón puesto dormida en el sillón mugriento frente a la puerta.
Sobre el camisón había un crucifijo de madera oscura. Una tarde otoño, un viejo se acercó a nosotros caminando despacio, ayudado por un bastón. Caminábamos con mamá por la calle y al verlo ella paró en seco. Yo empecé a preguntar que pasaba y apretó mi mano con fuerza para callarme. El señor sonrió y abrió la boca para decir algo, pero al ver la reacción de mi madre sus ojos se entristecieron y la cerró suspirando. Metió la mano en el bolsillo de su largo sobretodo. Saco un crucifijo y me lo colgó del cuello con un cordel. Miré mi pecho pequeño y la enorme cruz sobre el saco de lana azul con mucha curiosidad. Mi madre se agacho y la arranco de un tirón. La cruz aterrizo en el medio de la calle y varios autos le pasaron por encima. Sentí la sacudida en mi brazo y seguí caminando. El viejo se quedo ahí parado mirándonos sin decir nada. El ardor en la parte trasera de mi cuello, provocado por el cordón al ser arrancado, fue un vago recuerdo por mucho tiempo y nunca supe bien por qué.
Reconocía cada objeto en esa caja aparecida tan mágicamente como el verano que me rodeaba. Miré a Chucho que se había adormilado en mis piernas y tome la carta de prolijas letras negras. Leí lo que decía con total curiosidad.

“Estimado encontrador de cajas: Nos dirigimos a Ud. por la presente a fin de hacerle llegar los cosas que significaron algo en su corta o larga vida,  sin importar el tiempo que haya pasado desde que los vio por última vez o si lo hicieron feliz o terriblemente infeliz. De los cuatro objetos, más esta carta con explicaciones que tanto necesita, puede solo elegir uno. Le rogamos lo piense muy bien, pues su futuro dependerá solo de su elección. Es propicio decirle que siempre será así, cada elección modificará su vida para bien o para mal. Una vez que haya hecho su elección solo debe cerrar la caja dejando dentro la presente nota con las cosas sobrantes, tomar lo elegido y caminar hacia su vida.
Si decide que necesita todas las cosas que hay en esta caja, la única forma de tenerlas es viviendo en ella. Por lo tanto debe meterse adentro, cerrar la tapa y esperar lo que se puede esperar viviendo en una caja.
No teniendo nada más para decirle a Ud., nos despedimos con toda cordialidad.
Firmado: El escuadrón de la caja “las 5 C” “

Después de todas las cosas extrañas que me habían pasado ese día, la nota me resultó muy coherente. La guardé prolijamente doblada, miré por ultima vez el camisón rosa de mi madre internada en un hospicio, la cruz de ese viejo extraño que no me importaba en lo mas mínimo y el camión de bomberos que de niño me pareció lo mas lindo del mundo. Tapé la caja, alcé a Chucho, que se despertó con el movimiento llenándome la cara de lengüetazos y caminé sonriente por la plaza en ese hermoso verano instantáneo hacia mi futuro.






miércoles, julio 04, 2012

Frases, refranes, dichos

Frases, refranes, dichos, reinventados en el relato, connotados y denotados, jugando con su sentido literal. De allí surgen estas historias que diluyen la cristalización del lenguaje, desestructuran el sentido común para darle emoción, vuelo, aliento vital. Aquello que se instaura como pensamiento inamovible, que impregna aquí y allá nuestro decir, se transforma en juego, pregunta y fantasía.

Cuando el buque se hunde las ratas huyen primero, Delia Takara, lunes de 14 a 16 hs.




Camino por  la playa, un día de otoño ventoso y gris.
Fernando tiene cáncer. Pero quiere bailar, como los ratones, con su música, sus amigos, su familia de afectos.

-La tía siempre decía, que de chico, tenía cara de ratoncito y cuando lloraba, sus ojitos colorados le hacían parecer más ratón que nunca.

Sigo, pateando guijarros y pensamientos.
El aire marino vigoriza, da vuelo a mi interior, en volutas de caracolas tropicales.
Mis ratones son rosados; son ratas, gorditas, de pelambre brillosa, con un reflejo plateado; una cinta violeta alrededor del cuello las decora, violeta con pintas verdes y en sus pies, cascabeles de la India. ¡No! ¡Minie no era así! Está reinventada.
Otros ratones. Grises, proletarios, con cola de látigo marrón. Son músicos de rock duro, sus chillidos ensordecedores suenan como vidrios rotos de botellas de cerveza, rascando el pavimento adoquinado de un puerto. Tienen sentido del ritmo. Parecen autómatas, tocan la misma melodía repetidamente.

-La tía no entiende. Sólo escucha Mozart.

El ruido del mar es avasallante; sube, baja, con fuerza, con acompañamiento de batería y en el fondo, el sonido de una flauta traversa; la música  de Fernando.
Sí, es cierto detrás de esa homoritmia vigorosa, hay un texto, prosa pesada y poética que leen y disfrutan los que viven en ese mundo.
Aparecen unas rocas negras, verdosas, algunas ocres, mojadas intermitentemente por las olas, una formación fantasmagórica, señal en la arena, mostrando una cadena  montañosa, que prefiere ocultar su cuerpo voluptuoso bajo el mar salobre, fiel y perseverante, dejando a la vista, sólo las puntas de sus dedos arrugados.
Y allí encalló el buque. Recaló en la orilla. Y  nadie  lo quitó. Y pasaron los años.
Fue envejeciendo solo, arrullado por agua y viento. Sus acompañantes esporádicos le hablaban con soles y lunas. La herrumbre era su pareja caprichosa, que  cada día engordaba más, con arrugas y estrías.
Peces y medusas, a veces, le brindaban el espectáculo de la noche; él agradecía con vozarrones de hierros retorcidos, que caían vencidos por la memoria
Alguna que otra rata asomaba sus ojitos colorados con curiosidad, disfrutando de su hábitat.
Me acerqué con provocación. A través de un pequeño boquete, allá a lo lejos, iluminados por luces imperceptibles de luciérnagas marinas, jugueteaban hipocampos transparentes y decenas de ratoncitos con sus ojitos rojos semejaban un brocado estampado en la puerta metálica, cuya placa aún ostentaba las letras de autoridad.

Sí, Fernando, los ratones bailan y los buques hundidos, también.



martes, julio 03, 2012

En boca cerrada no entran moscas, María Inés Bassani, lunes de 14 a 16 hs.


Jacinto se había echado a dormir la siesta bajo la sombra de un sauce luego de la tarea rural acostumbrada. Se extendió sobre la tierra, apoyó la cabeza sobre la raíz más prominente, cruzó una pierna sobre la otra y ambos brazos sobre el vientre. Meneó ligeramente los hombros para terminar de acomodarse y así esperó el sueño que no tardó en llegar. Lo cierto es que pronto, esa postura indolente, prolijamente planeada dio lugar a un desparramo de humanidad ni bien entró en el sueño, lo mismo que su cara que, serena de sonrisa suave se vio suplantada por una de expresión laxa, boquiabierta, de la que exhalaba un ronquido feroz capaz de espantar cualquier alimaña. No obstante, una mosca audaz, atrevida se animó a merodearlo. Aleteó sobres los pies y siguiendo el trayecto del cuerpo llegó a  su cabeza. Sobrevoló la nariz luego los labios  hasta finalmente, merced a la honda inspiración que precede a un gran ronquido, ser aspirada al interior de su boca. Cuando Jacinto se despabiló era demasiado tarde porque la intrusa ya estaba batiendo alas a la altura de las fauces. Jacinto tosió y  tosió, carraspeó, escupió, pero no había caso, el insecto trepado a su úvula se columpiaba, ganaba una amígdala luego la otra desafiando cuanta agitación provocara Jacinto con el fin de expulsarla. El cosquilleo en la garganta sumado al bss bss que hacía eco en su cabeza lo estaban volviendo loco. Agitado y confuso buscó otra alternativa. Un dedo, sí, un dedo, lo más a mano, literalmente hablando, que tenía. Pero  el espasmo que le producía a Jacinto tocarse la garganta lo llevó a desistir de la iniciativa antes de llegar a vomitar  Entre el bss bss, el  carraspeo y la tos  que él mismo provocaba, buscó entre el pasto una ramita.  La desbastó y como si fuera una batuta comenzó a hurgar en el fondo de su gola. La intrépida se le esquivaba. Profundizó Jacinto con su lanza improvisada hasta sentir correr por sus labios un fluido tibio que al bajar por la barbilla y gotear al suelo le reveló que era sangre.  Ahora  Jacinto tenía su boca inundada de ella. Más y más sangre.   La hemorragia profusa  iba embebiendo su camisa, el pantalón. Se desplomó en el suelo mientras el líquido seguía brotando de su boca como una gran catarata púrpura.
 El insecto sobrevoló el cuerpo de Jacinto durante su corta agonía, remontó vuelo y desapareció.