jueves, septiembre 07, 2006

Integrante: Marta Viñas, Texto: Viernes de Milonga, Curso: Jueves de 17 hs a 19 hs.

Dardo Zapiola es metalúrgico, labura desde muy pibe y a sus treinta y cinco años es capataz, que no es poco para un hombre que apenas cuenta con una primaria.
Es morochón, bien plantado y solterísimo. Vive con la vieja y de momento así seguirá, es fanático del dos por cuatro y de las camisas almidonadas, espera la llegada del viernes casi con emoción, para él “Viernes” es igual a milonga. Le gustan las luces, la música, los gomias, otear como viene el minerío, bailar con la colorada Rene un lujo, ni hablar de María... María Gómez, literalmente y como dice el tango "se paraban pá verla bailar" y no es que fuera linda, era diferente, distinta a todas, le batían "trompito" respetuosamente.
En el Social se conocían todos, las minas, los chabones los mozos, personajes que sabían vida y mjlagro de los concurrentes, por eso el día que entró aquel desconocido, todo el mundo lo miraba; vestía un paletó de cuero negro de puta madre, sesentón, entrecano; para el mujerío_ pintón; para los hombres un rival.
Tancredo Ulises Urraballereta Garzón, aparentemente no cuadraba en aquel lugar, sin embargo en su juventud y antes de todo el debacle que era su vida en este momento, ya que lo perseguía más de un acreedor y le estaban por rematar la última propiedad que le quedaba, había sido un asiduo visitante del Marabú, del Tabarís y hasta llegó a conocer los últimos tiempos del Salón La Argentina, catedral del tango en su momento, ahora convertido en restaurante for-export.
Esto era otra cosa. Miraba espantado las luces psicodélicas que se prendían y apagaban cada vez que se cambiaba de ritmo, porque eran cuatro tangos, cuatro milongas, cuatro valses y cuatro cumbias, sin error alguno.
Estaba indeciso, palpó su billetera, todavía le quedaban ciento y pico de pesos, fruto de su último empeño ¡ má si! pensó, esto no cambia nada, capaz que hasta encuentro una señorita que me de asilo.
Se sentó en una mesa, llamó al mozo, le entregó su paletó y pidió un Old Smuggler con hielo yagua, el trago le tenía que durar, ¡Mon Dieu ¡si lo vieran su amistades en semejante antro ¿Cómo había llegado allí? Recordó que se había subido a un colectivo en Santa Fe y Austria y que pensando, pensando no se dio cuenta que el mismo llegó al final del recorrido
“ Mataderos". Estimó que había caminado dos cuadras cuando sintió la música y vio las luces del bailongo y ahí estaba.­
Las minas con grandes escotes y taco aguja, lo miraban descaradamente, el hombre decidió ponerse en acción y a pesar de conocer ciertos códigos, no se animaba a cabecear, así que cuando vio a la René que lo fichaba con insistencia, se levantó, se acercó a la mesa y de una la sacó a bailar
Todos los tipos de la barra esperaban ansiosos que fuera un bagre, pero Tancredo había sido un buen bailarín, sumado “su elegancia innata”, se dieron cuenta que no era ningún pelandrún y quedaron boquiabiertos con su gran estilo.
Dardo Zapiola, acodado en el mostrador no podía creer lo que veía, lo único que faltaba que le birlaran la mina, encima la muñeca, se hacía la distraída, apenas le hizo un saludo levantando la mano cuando girando como una ruleta pasó delante suyo. ¡Pero qué caradura ¡ ,
Habría que esperar el cambio de ritmo y que la Colo se sentara .Se dispuso a esperar Estaba tomando una cerveza cuando llegó el rusito Elias.
-Qué hacés Dardito, ¿no bailas? ­
-Qué dice ruso ¿Sabes quién es el chabón que baila con la Colo?
El ruso que no tenía idea de nada para hacerse el interesante le dice que si, que es del "Sol de Villa Lugano y que es de la pesada.
-¿Si? ¡ mirá vos! Y a mí qué me importa, yo soy más pesado que él ¿Sabés los fierros que levanto en el laburo'!
-Pero viejo, calmate, con la sota que tenés minas te sobran
-Sí, pero que bailen como ella, no, además yo soy el de la casa -¿o no?
Cambió el ritmo y la René seguía en la pista, la furia de Dardo no tenía límites, se acercó a la pareja y con el dedo índice tamborileando en la espalda del hombre, le dijo-
Es mi turno, tomátelas
IQué Candombe! La Colo empezó a gritar, la María que estaba bailando pegada a ella con El Bala Quinteros , que así le decían por lo rápido y certero que era con los puños, le dio un empujón a Zapiola que lo hizo trastabillar, este pensando que había sido Tancredo, sin pensar se le fue encima, le tiró un piñón que de haber llegado al mentón lo hubiera dejado sin zapatos, pero el hombre lo esquivó y el puño fue a dar a la cara del Bala, de ahí en mas ya no se sabía quién le pegaba a quién, entró el Ruso queriendo calmar los ánimos y terminó inconsciente detrás de la barra, empezaron a volar botellas por el aire, los manteles estaban por el suelo y todos corriendo, cuando se oyó el ruido de las sirenas. Entró la ruta pitando con palos y cachiporras y a la gayola señoras y señores.
Cuando todo se calmó un poco, el hombre del paletó ya no estaba, en el entrevero se había ido deslizando en cuatro patas hasta casi la salida. Recogió su abrigo y sin un rasguño, salió caminando lentamente, dejando atrás todo el bolonqui. Iba sonriendo y pensando en sus amigos del Malba, lástima que lo sucedido era incontable.
Ya era de día cuando Zapiola y Quinteros salían de la comisaría.
Qué trompada me encajaste Dardito.
Perdoná Bala, vos sabés que no era para vos, ¡ qué mal me puso ese otario! Encima mirá como me quedó la camisa recién almidonada, una lágrima hermano y encima ese hijo de puta desapareció, se hizo humo
Bueno, calmate y vamos a buscar a las chicas por la otra puerta que ya les deben dar salida
- ¡Dale!- yo invito el café con leche

viernes, septiembre 01, 2006

Integrante: María del Carmen Cerezal; Texto; Poesía, Curso: Jueves 17 a 19 hs.

POESIA

Y ni yo
calle
sueños
alma sol
ventana muerte
soy
ante
desde
el recuerdo
profundo doloroso
soy
Viento
Octubre
Ruido
Pasos
Ladròn tiempo
Espacio
Mar austero
Soy
Silenciosa
Campana
Esmeralda Soy

Integrantes: Marta Viñas/ Boris Borquez , Texto: ZZU-ZZUZ-ROM/Jitanjáfora 21, Curso: Jueves de 17 a 19 hs.

ZZU-ZZUZ-ROM

La luna altísima, le sonreía con toda su redondez, daba de lleno en la habitación, dándole un toque diferente ...romántico.
Juana se acomodó los almohadones y sintió nostalgias de un señor a su lado, pero uno que le produjera ese zzuzuzrom, esa sensación, de estar cabunta, batihonda y cachichonda. Venían a sus memoria unos cuantos, pero lamentablemente en este momento solo tenía de compañero un televisor viejo , achorroso, pachote y michojo, sin acapate, lleno de aguatus y pepilante. ¡ Qué buenos tiempos aquellos llenos de zzuzzuzron.! Se miró al espejo y muy convencida se dijo, muñeca," no volverán".
Haciéndole una caricia al televisor, lo apagó y lo miro casi con cariño, de última era lo que había, se arrebujó en la cobijas, miró la luna y comenzó a murmurarle bajito ¡ llampona, pilonga, malpachafa!

Marta Viñas


Jitanjafóra 21

Diba de arriba
Acompaña la maleida
Perruchi suelta veritos
al carucho de noctos.
Diba derriba
nabujos a mansalva
Pelón, pelón con mostachón
deñeñales llenos de barbacon
Maruca venita las urnachas
aguada mañida de puchas
¿Quien tiene mi peisupeyo?
Variño contesta por especho
No veo papuchos
en la veregna de hitaduchos

Boris Borquez

Integrante: Rodolfo Sangiovanni, Textos: El cocinero y la millonaria, El hospital donde alguien ha muerto, Curso: Martes 14.30 a 16.30 hs

EL COCINERO Y LA MILLONARIA

Era una viuda joven y muy bella, que heredó una cuantiosa fortuna, incluso un deslumbrante castillo ubicado en lo alto de una pendiente, cerca de un río de aguas transparentes y tremulosas. Ese verano decidió disfrutar unos dias lejos de la ciudad. Hizo los preparativos ordenándole a su mayordomo que dispusiera lo necesario, éste era un hombre de experiencia, detallista, de modo que hasta pensó contratar un cocinero, recomendado por su buen gusto e imaginación.
La primera noche de esas cortas vacaciones le gustó tanto la cena a Sofía que al otro día quiso conocer personalmente a quien fue capaz de crear tanto deleite para el sentido del gusto. Estaba vestida con un mini short y una remera transparente que dejaba vislumbrar su íntima belleza, cuando se hizo presente el joven cocinero en el jardín que rodeaba la piscina; éste vestía una camisa muy ceñida al cuerpo que resaltaba su figura atletica, alto, delgado bien parecido, sus ojos verdes y mirada profunda produjo una extraña sensación en la joven mujer.
Mucho gusto-quería conocerte y felicitarte- conversar sobre futuras preparaciones culinarias, pienso quedarme un mes aquí y experimentar todos los gustos posibles…él la miró ahora, como acariciándola, le contestó con un tono de voz insinuante: todos los gustos son posibles si nos ponemos de acuerdo. Ella sonrió pícaramente, levantando su remera intencionalmente y se inclinó para tomar una copa lo que permitió al muchacho ver sus blancos y aterciopelados pechos; entonces dijo: de eso se trata, ponerse de acuerdo…
Quisiera complacerte pero necesito tu ayuda. Decime ¿cómo querés que te ayude?
La naturaleza que es muy generosa ofrece variedad de alimentos con diferencia de sabores, aromas, texturas e incluso colores; dame una orientación y prometo preparar exquisiteces que exalten tus deseos.
Te diré, sólo preciso probar y descubrir la esencia de lo que me ofrezcas, así soy para todo, curiosa por naturaleza, tengo necesidad de que las cosas me exciten, que me conduzcan a un climax y luego, enlazarme al deseo de beber algo que llegue muy profundo a mi interior y calmar ese estado, reencontrándome con un manso bienestar.
Soy amante de lo que dé vigor y plenitud; aquello que proporciona y realza la belleza. A veces pienso que tengo un pacto con Afrodita y quisiera mantener para siempre una figura plena de juventud.
Trataré de complacer tus deseos, sólo te pido que seas muy sincera, así podré mejorar lo que te ofrezca. Bueno, a propósito, me llamo Ariel.
Por la tarde, el mayordomo, se acercó a la sala donde Sofia tomaba el té. Le entregó una caja dorada con una gran cinta roja, era un envío de Lion D’or, tenía una tarjeta escrita: “Nada mejor que el chocolate, genera bienestar y permite percibir sutilmente todo lo que contacta con tu piel.” Firmaba “A”.
Se fueron sucediendo los días, los platos que preparaba Ariel eran mensajes llenos de calidez. Todas las mañanas el apuesto muchacho le servía a Sofía jugos de frutas naturales, no faltaban los cítricos y el kiwi, explicándole que eran esenciales para la fertilidad. Mutuamente sentían una atracción cada día mayor.
Transcurría ya la tercera semana y el sábado a media mañana llega Ariel con una gran copa de jugos adornada con trocitos de frutas; ella sin esperar que la sirviera estiró su brazo y al tomarla zozobró entre las manos volcando líquido entre sus piernas. Les provocó mucha risa. El humedeció el extremo de una servilleta y la pasó delicadamente sobre la piel; ella se sonrojó, tomó la mano del muchacho apoyándola sobre su cuerpo. Ariel, ésta noche quiero que cenemos juntos, le daré franco al personal y la velada será toda nuestra, yo misma haré los preparativos en la salita íntima que da al jardín, vos disponé lo demás. A las diez tendré todo listo, él le tomó las manos y contestó: de acuerdo.
Fue una noche mágica, se unieron el romanticismo y el arte refinado en la preparación culinaria, la selección era pródiga en manjares. No faltó el toque de la iluminación intimista con velas y un suave resplandor que daban las luces del parque adyacente.
Al principio tomaron un jerez noble, de añejado sabor; él mojó su dedo y le acarició su labio inferior, el gesto de la joven fue de grato deleite.
Para comenzar la cena sirvieron una copa de mariscos acompañada con un aromático y fresco sauvignon blanco, todo una delicia.
Ningún alimento tiene la propiedad excitante de la carne roja, bien sazonada y aromatizada. El joven gourmet eligió un lomo tierno, en rodajas moderadamente gruesas acompañado con una salsa de champignones; realzando sus propiedades le agregó un toque de pimienta árabe. Para acompañar una ensalada con mezcla de apio, manzanas y ananá unidas con una crema acariciante.
El postre fue el complemento ideal, básicamente helado de vainilla, que aumenta la resistencia física, desinhibe y reduce la ansiedad; salpicado con frutos de arándano-aumenta la circulación sanguínea y favorece el amor íntimo. Todo tenía el matiz de una música suave, apropiada a la situación y el infaltable, burbujeante champan.
Comieron frugalmente, bebiendo con discreción; la idea era disfrutar la noche a pleno y ardientemente; bailaron muy juntos bajo la luz de la luna; a medianoche, luego de interminables caricias y besos se encaminaron hacia la alcoba. Ella caminaba adelante, al subir la escalera, movía graciosamente sus caderas, mientras él, detrás, la contemplaba y llevaba en sus manos dos copas de cristal.

El hospital donde alguien ha muerto

Carmelo Carella, tuvo una jornada extenuante; le había dedicado a sus tareas casi doce horas de labor.
Después de una reconfortante ducha, se cambió la ropa y se dirigió al comedor atraído por un aroma acariciante; su esposa Andrea estaba cocinando pizza casera.
Se sentaron a la mesa para compartir la comida con deleite, solo ellos, ya que sus dos hijos habían salido y su hija se estaba arreglando para salir en cuanto llegara su novio.
Serían las 23 hs., cuando llegó el novio de Rossana, se anunció haciendo sonar la bocina bitonal de su flamante auto deportivo de color rojo. La chica se despidió de sus padres con un beso y salió a recibir al muchacho.
Luego de cenar ,Carmelo y Andrea tomaron un café, con un toque de cacao y canela y el se sirvió un coñac.
Ya relajado de todas las tensiones causadas por un día muy exigente el hombre se retiró a su dormitorio para descansar, un rato después la señora siguió sus pasos.
Avanzada la madrugada, cerca del amanecer, sonó el teléfono –Carmelo lo atendió- del otro lado de la línea una voz que se presentó como el Oficial Inspector Durán le dijo: señor perdone por la hora, tengo que molestarlo por cuanto tengo un pedido de la guardia del Hospital Regional.
Dígame ¿por que? ¿qué ha sucedido? Preguntó Carmelo evidentemente preocupado. No sé con exactitud, ocurrió un accidente, un auto nuevo de color rojo tuvo un fuerte choque y llamaron del hospital para informar que “alguien ha muerto”, lo requieren para realizar un reconocimiento, no sé nada más.
En unos minutos estoy en su domicilio para acompañarlo.


Integrante: Cristina Stoppello, Textos: Fragancias y deseo, Ella Ford, Curso: Martes de 14.30 a 16.30 hs

FRAGANCIAS Y DESEO

No podía dejar de contemplarlo. Lo había recortado y puesto ahí adrede, entre verduras y hortalizas, porque así era ella, aromática y fresca, un manojo de colores.
Ese beso, como lacre en el papel de su carta, se le había clavado en su propia boca desde que lo había encontrado, rotundo y vivo, al final de los párrafos que exigía la distancia.
“Te envío un beso”, había escrito en la posdata, y estampó su boca roja sobre lo blanco. Esa boca que no dejaba de mirar mientras cocinaba para sus amigos.
Podía imaginarla, su mano llevando lentamente el papel hacia su rostro, el aliento contenido antes de posar los labios sellando las palabras innecesarias, el rouge coloreando la pena del alejamiento obligado y descubriendo la apertura demandante. Su boca, tan deseada que lo fundía en los pliegues de sus labios de papel.
Nando volvió al entorno de ollas y fragancias caseras. Seleccionó hojas de variadas texturas y colores para la ensalada que acompañaría el plato principal, cortó pimientos rojos, verdes y amarillos en tiritas, refrescó la albahaca, y entonces, de nuevo ella, fijada en la boca entreabierta y permisiva, que brillaba frente a sus ojos.
Maldijo el trecho que los separaba impidiendo que apresara esos labios con los suyos. Recordó que su piel olía a especias, y decidió picar la albahaca para extraerle más aroma y así acercarla, seguir recordándola como un obseso, cocerla en sus sueños, condimentarla y regarla..., con la sangre que manaba de sus dedos, de tanto desearla.


ELLA FORD

Siempre dije que el destino es la estupidez más benévola entre las creaciones de la humanidad, soy darwinista, agnóstica y, por lo tanto, me siento responsable de todo lo que hago, en especial de la vida que llevo. Por eso, cuando algo o alguien se interpone en mis decisiones, los resultados suelen ser funestos.
Mi marido está muerto, y no fue el destino o eso que algunos llaman Dios lo que lo mató. Fue voluntad mía: Yo, Ella Ford, lo maté.
¿Por qué? Porque no soportaba más su existencia pegajosa, inspector, su estupidez errante, las manías absurdas, como la de fisgonear. Sí, inspector, el asqueroso era un vulgar voyeur, y dentro de la manía del mirar se le daba también por las películas, pero no veía cualquiera, sino las viejas, esas lacrimógenas y de mediados del siglo pasado como “Lo que el viento se llevó”.
Una y mil veces se prendía a la pantalla del televisor para ver lo que a él le devolvía la juventud y a mí me sumía en un asfixiante olor a naftalina.
Toda su vida pasaba por la mirada desde que se había vuelto más viejo de lo viejo que era cuando lo conocí. ¡Tenía que observarlo, detrás de las puertas, de las persianas, de la mirilla, de las pantallas del televisor o la computadora, husmeando vidas ajenas, fantaseando porquerías!
Sí, señor, yo maté a Rodrigo Iniesta Mendizábal, el otrora gran jurista, el ex director de la petrolera más importante, el licencioso perseguidor de zorras vivas y pulposas como María Soto, esa morocha de veintipico toda belleza y lujuria, hembra inteligente, cazadora de giles, como imán de alfileres.
El idiota nunca me conoció del todo. Partimos mal, yo me casé por su fortuna, él creyó que lo hacía por amor.
¡Amor! Qué palabra cursi, ¿no, inspector?
¿Quién, sino un imbécil, puede creer que una mujer como yo, abogada, joven, atractiva y elegante, podría enamorarse de un jovato con aires de Don Juan, por la pseudo valía de su persona? ¿Admiración? Yo sólo admiro lo bello, señor, y Rodrigo era la antítesis. Feo, demandante perpetuo, títere de humo de fácil manejo, y patético.
Su dinero aseguraba mi futuro económico y profesional, un motivo harto suficiente para aguantarlo, pero todo tiene un límite. Y ese llegó una noche cuando volví a casa, luego de estar con Pablo.
Dormía en su sillón frente al televisor encendido. Despatarrado, con su abultado abdomen fláccido sobresaliendo del apoyabrazos, los pocos pelos blancos revueltos, la boca entreabierta y babeante mientras en la pantalla se renovaba la famosa discusión entre Clark Gable y Maureen O´Hara. Vomitivo, inspector, créame.
Yo todavía me sacudía al recordar las caricias de Pablo, el último beso en el auto antes de entrar, su perfume masculino impregnado en mi cuerpo, su juventud tan demandante como para calmar como nadie la mía. Fue ese choque entre mi ensueño y la realidad grotesca que enfrentaba lo que me decidió a eliminarlo. Aún no sabía cómo ni cuándo.
Apagué la video y Rodrigo se despertó. Como un nene abandonado vino a increparme: Que lo dejaba solo, que mi conducta levantaba comentarios ofensivos a su persona, robándole lo único que le quedaba, su hombría y su honor.
¡Honor!, otra antigüedad, y, en su caso, una carencia congénita. ¿Usted conoce alguien honorable, inspector? Yo no.
Me trató de prostituta.
--¿Y María Soto, qué es?, basura –le grité.
--Me pregunto por qué no te mato de una vez –dijo, aproximándose con las manos crispadas--. María es lo que vos no sos, una mujer digna.
--¿Desde cuándo una puta es digna, viejo ridículo? Es ladrona, va detrás de tu dinero, como yo. ¿Qué más podés ofrecer vos?
El cachetazo me sacudió la cabeza mientras me inundaba con insultos y saliva, y entre esas salpicaduras brotó el nombre de mi amante.
Sentí pánico y asco.
--¿Qué te dicen mis manos, perra? –preguntó, llevándolas a mi cuello.
--Que no sirven para nada –lo desafié, antes de la compresión irracional.
De pronto aflojó la fuerza.
--No puedo –gimió—te amo demasiado.
A pesar de la sofocación, lancé una carcajada.
--¿Cómo a María?
--María es una aventura. Vos sos mi vida, Dios, todo.
No podía más, tanta vulgaridad, tan poca hombría. Pablo volvió a mi mente con su personalidad incuestionable, con la convicción de ser mi dueño, y su cruel pero eficaz manera de ubicarme cuando traspasaba los límites. Y en contraposición, este monigote, volteando despacio rumbo al dormitorio, arrastrando los pies y los brazos, vencido. Cansinamente comenzó a desvestirse luego de poner en la video la tercer copia de “Lo que el viento se llevó”.
Su testamento está a mi nombre. Eso pensé, sólo eso.
Tenía que matarlo. Pero para cobrar la herencia debería hacerlo otro. Entonces surgió su nombre: María Soto.
Ella --nunca el pronombre y mi nombre coincidieron tan bien--, sería su asesina. Pagaría la temeridad de pretender apartarme y quedarse con el dinero de Rodrigo, mi dinero, ganado a costa de soportarlo durante interminables cinco años.
Me hice pasar por la secretaria y le pedí que estuviera en el estudio a las veintiuna, el doctor necesitaba verla con urgencia, alegué. Se sorprendió, preguntó por Ángela, la verdadera secretaria de Rodrigo y cómplice del affaire, le respondí que se había ido enferma. Quiso saber qué pasaba, dado que habían almorzado juntos y... Bocona de mierda.
Usted no se imagina, inspector, las ganas que tuve en ese momento de matarlos a los dos. No sé, señorita, sólo sé que es urgente, le dije lacónica. María consintió la cita. Faltaba la excusa que a él lo hiciera quedar hasta tarde en el buffet. Tengo aptitud para idear pretextos, y encontré enseguida un argumento.
Cuando entré al estudio de Rodrigo, él estaba solo frente al ventanal, en penumbras. De pie, espiaba con sus binoculares la sesión de sexo de la pareja de enfrente, sonreía con lascivia. El portazo y las luces que encendí lo obligaron a suspender su intrusión masturbatoria. Como una rata en apuros, escondió los prismáticos a su espalda y corrió las cortinas.
--¡Qué raro vos por acá!, estaba por irme –dijo, impaciente..
--¿Esperabas el The End de la película porno? –ironicé.
--No seas de mal gusto.
--El mal gusto es tuyo. Pero no vine a discutir sobre tus vicios.
--¿Entonces?...
--Necesito que hablemos.
Noté el disgusto en su cara, resopló, como quien está harto de escuchar el mismo disco y no puede evitarlo.
--¿Tiene que ser ahora y acá?
--¿Interrumpo algún asunto importante, alguna cita de negocios, o quizá una cena de trabajo?
--No, pero podríamos ir a casa y conversar allí, o cenar afuera.
--Prefiero un lugar más neutral y sin testigos. Voy a servir un par de whiskys, los necesitaremos.
--¿Tan grave es?
Me acerqué al bar sin contestar, faltaban escasos minutos para las veintiuna, Rodrigo mostró extrañeza. Prendió un puro y se aplastó en su sillón con la vista perdida en el humo de la primera bocanada. Aproveché su distracción para volcar el veneno en el vaso. Cuando añadí los cubos de hielo, sonó el timbre. El plan marchaba a la perfección.
--¿Esperás a alguien? –pregunté, simulando sorpresa.
--No, es extraño a estas horas. Voy a abrir.
Me escondí tras las cortinas, de pronto era yo la fisgona. María se le tiró al cuello y comenzó a besarlo en la boca. Mi marido intentó frenarla, explicarle, pero era tarde, yo les apuntaba con el revólver.
Su profesión le hará saber, inspector, qué tipo de placeres despierta asumir el dominio de una situación hartamente deseada. El que yo sentí casi podría compararlo al de un orgasmo, no cualquiera, uno como los que me producía Pablo.
Algo morboso me circulaba el cuerpo al verles las caras, caras de pavor, de súplica implícita. María, entre lágrimas, comenzó a tartamudear un por favor trágico. Él, abrazándola, me rogaba que bajara el arma, dijo que las cosas podían arreglarse hablando, que no era necesario lastimar a nadie. Palabras sacadas de alguna de sus películas viejas, actitudes escénicas graciosas por lo burdas, poses de actor venido a menos que, en vez de hacerme recapacitar, me exacerbaban el verdugo en el que me había transformado.
--Vos –le señalé a María— agarrá los dos vasos y sentate en el sofá. Vos, mi querido Rodrigo, abrí la caja fuerte y sacá un fajo de dólares.
--Por favor, Ella...
--Silencio, viejo tarado, o se te va a complicar el final de esta deplorable obra cinematográfica.
Los dos cumplieron las órdenes. María sollozaba.
--Ahora dale el dinero a tu putita, y vos, guardalo en tu cartera.
Le ordené a mi marido que encendiera el televisor y pusiera la película que más le gustara, total, iba a ser la última que vería, por qué no dejarlo disfrutar de su hábito. Casi me descompongo cuando aparecieron los títulos de “Lo que el viento se llevó”. Maldito obsesivo.
--Ahora un brindis –les indiqué, apuntándoles el arma--, el que tiene más hielo es el de María.
El ruido de los cubitos parecía un llamador en las manos de la mocosa que seguía rogando que la dejara ir; ella no quería a Rodrigo, chilló, sólo era un juego, un negocio. Utilizó esa palabra, y la cara de él se volvió gris.
--Así que sos un ente lucrativo para tu amante –lo escarnecí aún más--, pensar que cuando te lo señalé casi me matás.
Rodrigo saltó sobre María y, como a mí antes, comenzó a asfixiarla. Ella luchaba por quitarse las manos del cuello, pero la fuerza del odio y la humillación de mi marido eran invencibles. Miré el espectáculo con una displicencia absoluta, tanto tolerar las manías de Rodrigo me mezclaban la ficción con la realidad. Pasaba de la imagen de la bella Maureen O´Hara a la de las descompuestas facciones de María ahogándose. Cuando salí del limbo, ella estaba tan muerta como la O´Hara hoy.
Me di cuenta de que esa alteración de planes me beneficiaba. Fui acercándome despacio sin dejar de apuntar a la cabeza de Rodrigo.
--Dejame terminar de ver la película –murmuró, sin miedo, acatando la sentencia que yo había dictaminado.
¿Usted no le concedería la última voluntad a un condenado a muerte, inspector?
Cuando Clark Gable finalmente besa a la O´Hara, él me miró como queriendo rescatar algo de esa farsa llamada amor. Te amo, gimió, podemos reintentarlo. Sus ojos de carnero me dieron el impulso necesario para terminar la película, las dos en verdad, la del Viento y la de la absurda vida de mi marido. Porque fue ahí mismo cuando disparé los dos tiros. Me asombré de mi puntería, un perfecto círculo comenzó a manar sangre de su pecho, justo a la altura del corazón, el otro disparo había hecho estallar la pantalla.
Limpié el revólver de mis huellas y lo coloqué en la mano floja de María. Con esfuerzo puse el cuerpo de él sobre el de ella y acerqué sus dedos al esbelto cuello, simulando una lucha mortal. Lavé los vasos de whisky para no dejar rastros del veneno que no había sido necesario, y desparramé los dólares sobre el sillón y el piso. Una perfecta escena de pasión y dinero, mezcla peligrosa, inspector, capaz de llevar a la muerte a cualquiera, o de matar a cualquiera. La codicia...
El entusiasmo me hizo pasar por alto ciertos detalles, sólo pensaba que era rica.
El resto ya lo sabe usted, inspector.
¿Pablo? Cuando fui a su casa estaba con otra, tan parecida a María Soto, que creí era su fantasma.

Integrante: María del Carmen Cerezal, Texto: Personajes Imbarajables, Curso: Jueves de 17 a 19 hs.

Las Angustias de los arquitectos

De doña Angustias, viuda de López, el barrio solo conoció su etapa de quasi vejez, ya solitaria de hombre y rodeada por sus hijos. También resultaba misterioso cómo esa gallega balbuciente por su hablar atropellado y estentóreo, había parido dos hijas obesas, siendo ella menuda y grácil como una muchacha.
Causaba ternura enterarse de las peleas con la modista que quería ocultar sus rodillas con pudendos ruedos, cuando ella pretendía mostrarlas en cuanto baile o corso se hiciera, adonde, siempre con la excusa de acompañar a sus nietas, concurría, alegre como una criatura.
Eso sí, no existía para ella castigo más horrible que presentarle un espejo: desde sus cuarenta años, que todos suponían gloriosos, se había jurado no volver a verse y lo cumplía a rajatabla: bastaba enfrentarla con alguno y salía corriendo como Draculesa. Preservó la imagen que recordaba de sí y que nunca envejeció, hasta su último día.
El mundo cotidiano y minúsculo de Doña Angustias sólo se vio violado por la aparición de la TV.
Fue ardua tarea explicarle que objeto tenía comprar semejante aparato, y peor aún, porqué, si a Fulano lo había visto caer acribillado por los balazos del convoy de turno dos días antes, hoy aparecía tan pimpante, cabalgando en otra serie.
Ni qué decir de los conflictos lacrimógenos de los teleteatros a los que veía subrepticiamente cuando por sus quehaceres pasaba cerca del aparato y comenzaba a investigar que sucedía en ese momento, interrumpiendo a los que pretendían seguir el argumento.
Y fue antológigo cuando al ver a dos tipos destrozándose a trompada limpia, preguntó por que peleaban de esa forma, a lo que una de sus hijas, molesta, respondió “mamá, obviamente por una mujer, porque sino van dos hombres a querer matarse”. “Hombre, no siempre, yo he sido joven y nadie se mató por mí” fue la lógica y muy seria respuesta de la gallega.
La anécdota, coreada por estentóreas carcajadas, se repitió hasta el hartazgo desde la zapatería del remendón hasta el almacén, pasando por la tintorería, verdulería, etc. , llevada en andas por el sodero y anche el lechero.
La única cosa que realmente le interesaba a su cerebro monoambiente era su familia;, no existía posibilidad alguna de distraerla hacia otro tema, interés más que encomiable si lo hubiera mantenido en un rango de cierta discreción, pero no.
Adoraba hablar de sus hijos y nietos a quien estuviera en su derredor, aún sabiendo que no le prestaban la menor atención. Parecía que el objetivo de este comportamiento era escucharse a sí misma describiendo las bondades con que había sido bendecida, así como el avaro se deleita oyendo caer sus monedas de oro.
Sus interminables encomios filiales se disparaban ante el mínimo estímulo como un resorte todopoderoso, estímulo que sólo ella entendía. Ejemplo: en medio de una agradable reunión donde se hablaba de la admiración que despertaba Hopkins creando tamaña teoría del Big Bang a pesar de estar atado a su silla de ruedas, ella solo decodificaba la última palabra: ruedas. Esto daba origen a las mil y una anécdotas sobre las gracias de su último nieto en el andador, lo que llevaba a otras –los niños eran nueve- y a otras, esta vez referidas a los hijos que eran cuatro. Resumidas cuentas; discurseaba más que Fidel, mientras que los contertulios, ya cejados todos sus esfuerzos para interrumpirla, la sufrían más hieráticos que los faraones de cualquier dinastía que se respete..
Así, hablar de “La noche” de Antonioni, la llevaba a la de sus partos, la inmovilidad de Sidharta, a lo juicioso de su hijo menor, un comentario sobre el Sena, el picnic en el Tigre, etc, etc. Toda referencia, por inusual que fuera, disparaba su discurso de voz tonante y excluyente que convertía cualquier atisbo de reunión en un martirio.

De allí el conflicto que sobrevino.
La cada vez más floreciente economía familiar, llevó a que se decidiera vivir más adecuadamente con el nuevo status.
Remodelarían la vieja casona: se compraron terrenos contiguos para agrandarla, parquizarla y lógicamente, agregar pileta de natación y quincho techado.
Para ello se recurrió a un compañero del Buenos Aires del hijo mayor, devenido en Arquitecto: Claudio Ibarbouru.
La elección no fue al azar. Claudio era bien. De familia bien: hablaba con tonito.
Y esto era garantía de que los convertiría en finos a ellos también.
Una semana antes ya todo el barrio estaba alertado. Y alterado.
Cuando llegó el profesional, las chusmas barrieron durante horas las veredas para no perderse detalle alguno de hombre, vestimenta, autazo.
Claudio, siempre de elegante sport, pañuelo anudado al cuello unas veces, corbata otras,- ambos italianos, por supuesto, al igual que los zapatos-, de camisas impolutas, rasurado impecable after shave of course incluido y gomina petrificante, trajo cuadrilla de obreros al tono, planos, escuadras, reglas de cálculos, todo importado (menos los obreros, claro) y ....una radio con pasacassettes, último grito de la época. Esta, acompañada por prolijo portacassettes donde prolijamente nuestro héroe acuñaba su música, esencialmente clásica. Porque Claudio no podía trabajar sin música: era su fuente de inspiración y sosiego, le daba la paz de espíritu necesaria.
Para él su clima de trabajo lo era todo. Todo.
Siempre un dandy, educado y tranquilo, ordenaba con paciencia y dulzura: jamás perdía la compostura. Nunca un grito destemplado ante un error. Jamás. La reconvención era didáctica, nunca agresiva. Lo Bien, con mayúscula.
Pero, todo paraíso tiene su serpiente.
Y su descuido.
Doña Angustias había sido aleccionada sobre no irrumpir en el ámbito en el que el profesional trabajare, sea cual fuere y no importa ante que circunstancias.
Pensaron que iba a quedarse en el molde, y pensaron mal.
No sería ella!
Se deslizó, sibilinamente, hacia el único que desconocía las virtudes de su familia, ¿cómo perder ese filón virgen?
Le alcanzó un cafecito, que fue recibido con toda cortesía.
Pero,... no se retiró.
Buscó la ocasión.
Paciencia. Ya llegaría su oportunidad.
Deambuló un ratito.
¿Qué escucha, m´hijo? Susurró con sonrisa ingenua...
Momento fatal.
Claudio, ajeno a su destino, contestó, la Inconclusa de Schubert, y llevado por su entusiasmo de melómano que puede elevar a un alma pura a las excelsitudes de la gran música, comenzó a explicarle la triste vida que llevó el compositor, casi ciego en su miopía, su miseria...
No hizo falta más.
Desfilaron con lujo de detalles todos los parientes con dificultades oftalmológicas hasta las varias generaciones perdidas de España. Todo esto, por supuesto, emitido con los decibeles necesarios para tapar a la Sinfónica de Muchich, von Karajan incluido.

Claudio reaccionó como se esperaba.
Un duque.
Impasible.
Claro, le costó una noche de insomnio y cuatro aspirinas.
A partir de ese episodio, el Arquitecto se cuidó muy bien de cruzarla otra vez.
Pero, a doña Angustias viuda de López no le iban a hacer una verónica. ¡Vamos hombre!
Se tomó su tiempo.
Lo esperó.
Agazapada.
En la sombra.
Y lo arrinconó.
Y desplegó toda su artillería.
Una vez. Dos, Tres veces.
Encontró excusas para describir operaciones, muertes, bautismos, partos, fiestas varias y destrezas infinitas.
El dandy escuchó impertérrito y condescendiente, aunque cada vez menos.
Nunca supieron a ciencia cierta qué pasó.
Desapareció como un mago que se esfuma pero sin nube de humo.
Y con él, los obreros.
Nunca respondió a los llamados de su antiguo condiscípulo. No contestó su correspondencia. Imposible de ubicar, dijeron que había partido a Europa, para recibir una herencia por la muerte súbita de un pariente.
Fue todo un misterio para la familia esa evaporación. Y para el barrio.
Nadie sospechó de doña Angustias. Nadie.

Integrante: Flora Levi, Texto: La Panza; Curso: Martes de 14.30 a 16.30 hs

La Panza

Me duele la panza, si le cuento a mi mamá, le cuenta a la abuela y la abuela aparece con la enema, ese tarro de pintas, blancas y negras, que le sale esa manguera enorme rayada que termina en esa enorme punta negra. No, mejor me voy al cole y le digo a la maestra, seguro me da ese licor tan rico y se me pasa, ¡SI Prefiero! Aunque me tenga que aguantar a la directora, seguro que empieza, !Pedro, qué habrás comido! ¿Tu mamá te mandó así ? ¿le habrás contado a tú mamá? ¿Verdad...? ¡Yo la hago rabiar! No, no me dolía en casa, cuando comí las galletitas duras que me dio, seño, !vió! esas que el otro día le rompieron un diente a Juan y Juan lloraba y lloraba, por que los ratones no le iban a dejar plata, por que el diente no se le había caído solo, ahí, después de las galle es que me empezó a doler, ya la veo, me va a mirar con esa cara que tiene, cuando ella pone esa cara de loca, ¡que fea es,! todo el barrio lo dice, mi mamá también dice, ¡ es mas fea que un búho,! ¿cómo serán los búhos?
Bueno, si tengo suerte no me va a doler más, espero que toque la campana para el recreo y listo.
¡Hay, cada rato me duele más, !ups¡ se me escapó uno; cuando estoy en casa y a mi se me escapa la palabrita, la abuela dice, estos chicos, se dice flatu no sé qué, y mi papá se ríe, sí a usted también se lo digo ya somos grandes, es un asqueroso, mi mamá hace que sí con la cabeza ¿Será que la mujeres no se tiran pedos?
¿Qué elijo, la enema o la directora? Mejor la directora.
¡ufa¡ que mal me siento.
La seño está enojada, pero no me aguanto más, --señorita Luisa, me duele mucho la panza, --sí estás muy pálido, vení, vamos a la dirección.-- -- Estaba acostado cuando me desperté, era una pieza toda blanca, abrí bien los ojos, mi mamá me acariciaba la frente,--como estás chiquito, ¿te duele?, le quería decir que no, pero las palabras no me salían, le gritaba, pero no me oían,--- no hables, no hables, descansa, dormí---
Pronto me puse bien, ya sabía que estaba en el hospital, estaba entusiasmado, me iban a llevar en ambulancia, las veía pasar, o la sentía , nunca sabía si eran los bomberos o la poli, fue divertido, aunque me dolió un poco cuando me pusieron en esa camilla tan dura, y también me dio un poco de miedo, pero el chofer me hacía chistes, y para calmarme me mostró como sonaba la sirena, fue algo que nunca me voy a olvidar, cuando se los cuente a los chicos, capaz que ni me creen. Llegamos a casa, me metieron en la cama, la abuela había preparado caldo con fideos de ángel, y manzana asada, todo para mí. Mi hermana lloraba, no sé por qué.
Cuando volví al colegio, todos los chicos me preguntaban, ¿como estás? ¿te dolió? ¡Vino hasta la directora! que me pareció más linda, yo me levantaba la ropa y les mostraba muy orgulloso la cicatriz.
Por un tiempo fui el rey de la apendicitis.

Integrante: Cora Alzona;Texto: Visto y Oido, Curso: Jueves de 17 a 19 hs.

VISTO Y OIDO

Es domingo y otoño. Cae el sol. El viento sacude las ramas de los árboles.
El dueño del garaje pinta de color verde la reja. La trae y la lleva por el carril ayudando al pincel.
Se oye cerrar una puerta. Está refrescando. Los que pasan cierran sus cuellos y abrigos.
Alguien pedalea lentamente en una bicicleta roja, y enseguida una moto sin silenciador, luego un colectivo vacío. Por un rato, nada.
Contemplo las hojas del árbol bajo la ventana, casi por completo secas y amarillas. Estiro mi mano para tocarlas, como si quisiera evitar que cayeran.
Recuerdo el cuento que contaba a mi hija. ¡Hace ya, tantos años!
En él, una joven enferma ve caer las hojas de un árbol, y piensa que con la última se le irá la vida. Alguien pinta una hoja en el muro.
Frente a mí no hay pared alguna. Sólo la ventana que, como la pantalla de un televisor no programado, transmitiera sólo para mí.
Personas que van y vienen con sus niños y sus perros. Unos gritan y lloran, los otros ladran.
Los días de semana la calle está atestada de vehículos que suenan con insistencia sus bocinas. ¡Cómo si esto cambiara la luz del semáforo!
Ahora una mujer cruza la calle en la mitad de la cuadra. El conductor del colectivo toca la bocina, la mujer se apresura, sube a la vereda y se vuelve enojada. El chófer le grita algo que no alcanzo a oír.
Llama el teléfono. No puedo alcanzarlo. No hay nadie más que yo en casa.
Tal vez vuelvan a llamar más tarde. Debieron dejarlo cerca de mí.
Un fuerte olor a goma quemada sube de la calle a través de las rendijas de la puerta.
La luz se extinguió. Se prende el farol de la calle. Todo se tiñe de un color distinto.
El dueño del garaje dejó de pintar y ahora lava un auto.