viernes, septiembre 01, 2006

Integrante: María del Carmen Cerezal, Texto: Personajes Imbarajables, Curso: Jueves de 17 a 19 hs.

Las Angustias de los arquitectos

De doña Angustias, viuda de López, el barrio solo conoció su etapa de quasi vejez, ya solitaria de hombre y rodeada por sus hijos. También resultaba misterioso cómo esa gallega balbuciente por su hablar atropellado y estentóreo, había parido dos hijas obesas, siendo ella menuda y grácil como una muchacha.
Causaba ternura enterarse de las peleas con la modista que quería ocultar sus rodillas con pudendos ruedos, cuando ella pretendía mostrarlas en cuanto baile o corso se hiciera, adonde, siempre con la excusa de acompañar a sus nietas, concurría, alegre como una criatura.
Eso sí, no existía para ella castigo más horrible que presentarle un espejo: desde sus cuarenta años, que todos suponían gloriosos, se había jurado no volver a verse y lo cumplía a rajatabla: bastaba enfrentarla con alguno y salía corriendo como Draculesa. Preservó la imagen que recordaba de sí y que nunca envejeció, hasta su último día.
El mundo cotidiano y minúsculo de Doña Angustias sólo se vio violado por la aparición de la TV.
Fue ardua tarea explicarle que objeto tenía comprar semejante aparato, y peor aún, porqué, si a Fulano lo había visto caer acribillado por los balazos del convoy de turno dos días antes, hoy aparecía tan pimpante, cabalgando en otra serie.
Ni qué decir de los conflictos lacrimógenos de los teleteatros a los que veía subrepticiamente cuando por sus quehaceres pasaba cerca del aparato y comenzaba a investigar que sucedía en ese momento, interrumpiendo a los que pretendían seguir el argumento.
Y fue antológigo cuando al ver a dos tipos destrozándose a trompada limpia, preguntó por que peleaban de esa forma, a lo que una de sus hijas, molesta, respondió “mamá, obviamente por una mujer, porque sino van dos hombres a querer matarse”. “Hombre, no siempre, yo he sido joven y nadie se mató por mí” fue la lógica y muy seria respuesta de la gallega.
La anécdota, coreada por estentóreas carcajadas, se repitió hasta el hartazgo desde la zapatería del remendón hasta el almacén, pasando por la tintorería, verdulería, etc. , llevada en andas por el sodero y anche el lechero.
La única cosa que realmente le interesaba a su cerebro monoambiente era su familia;, no existía posibilidad alguna de distraerla hacia otro tema, interés más que encomiable si lo hubiera mantenido en un rango de cierta discreción, pero no.
Adoraba hablar de sus hijos y nietos a quien estuviera en su derredor, aún sabiendo que no le prestaban la menor atención. Parecía que el objetivo de este comportamiento era escucharse a sí misma describiendo las bondades con que había sido bendecida, así como el avaro se deleita oyendo caer sus monedas de oro.
Sus interminables encomios filiales se disparaban ante el mínimo estímulo como un resorte todopoderoso, estímulo que sólo ella entendía. Ejemplo: en medio de una agradable reunión donde se hablaba de la admiración que despertaba Hopkins creando tamaña teoría del Big Bang a pesar de estar atado a su silla de ruedas, ella solo decodificaba la última palabra: ruedas. Esto daba origen a las mil y una anécdotas sobre las gracias de su último nieto en el andador, lo que llevaba a otras –los niños eran nueve- y a otras, esta vez referidas a los hijos que eran cuatro. Resumidas cuentas; discurseaba más que Fidel, mientras que los contertulios, ya cejados todos sus esfuerzos para interrumpirla, la sufrían más hieráticos que los faraones de cualquier dinastía que se respete..
Así, hablar de “La noche” de Antonioni, la llevaba a la de sus partos, la inmovilidad de Sidharta, a lo juicioso de su hijo menor, un comentario sobre el Sena, el picnic en el Tigre, etc, etc. Toda referencia, por inusual que fuera, disparaba su discurso de voz tonante y excluyente que convertía cualquier atisbo de reunión en un martirio.

De allí el conflicto que sobrevino.
La cada vez más floreciente economía familiar, llevó a que se decidiera vivir más adecuadamente con el nuevo status.
Remodelarían la vieja casona: se compraron terrenos contiguos para agrandarla, parquizarla y lógicamente, agregar pileta de natación y quincho techado.
Para ello se recurrió a un compañero del Buenos Aires del hijo mayor, devenido en Arquitecto: Claudio Ibarbouru.
La elección no fue al azar. Claudio era bien. De familia bien: hablaba con tonito.
Y esto era garantía de que los convertiría en finos a ellos también.
Una semana antes ya todo el barrio estaba alertado. Y alterado.
Cuando llegó el profesional, las chusmas barrieron durante horas las veredas para no perderse detalle alguno de hombre, vestimenta, autazo.
Claudio, siempre de elegante sport, pañuelo anudado al cuello unas veces, corbata otras,- ambos italianos, por supuesto, al igual que los zapatos-, de camisas impolutas, rasurado impecable after shave of course incluido y gomina petrificante, trajo cuadrilla de obreros al tono, planos, escuadras, reglas de cálculos, todo importado (menos los obreros, claro) y ....una radio con pasacassettes, último grito de la época. Esta, acompañada por prolijo portacassettes donde prolijamente nuestro héroe acuñaba su música, esencialmente clásica. Porque Claudio no podía trabajar sin música: era su fuente de inspiración y sosiego, le daba la paz de espíritu necesaria.
Para él su clima de trabajo lo era todo. Todo.
Siempre un dandy, educado y tranquilo, ordenaba con paciencia y dulzura: jamás perdía la compostura. Nunca un grito destemplado ante un error. Jamás. La reconvención era didáctica, nunca agresiva. Lo Bien, con mayúscula.
Pero, todo paraíso tiene su serpiente.
Y su descuido.
Doña Angustias había sido aleccionada sobre no irrumpir en el ámbito en el que el profesional trabajare, sea cual fuere y no importa ante que circunstancias.
Pensaron que iba a quedarse en el molde, y pensaron mal.
No sería ella!
Se deslizó, sibilinamente, hacia el único que desconocía las virtudes de su familia, ¿cómo perder ese filón virgen?
Le alcanzó un cafecito, que fue recibido con toda cortesía.
Pero,... no se retiró.
Buscó la ocasión.
Paciencia. Ya llegaría su oportunidad.
Deambuló un ratito.
¿Qué escucha, m´hijo? Susurró con sonrisa ingenua...
Momento fatal.
Claudio, ajeno a su destino, contestó, la Inconclusa de Schubert, y llevado por su entusiasmo de melómano que puede elevar a un alma pura a las excelsitudes de la gran música, comenzó a explicarle la triste vida que llevó el compositor, casi ciego en su miopía, su miseria...
No hizo falta más.
Desfilaron con lujo de detalles todos los parientes con dificultades oftalmológicas hasta las varias generaciones perdidas de España. Todo esto, por supuesto, emitido con los decibeles necesarios para tapar a la Sinfónica de Muchich, von Karajan incluido.

Claudio reaccionó como se esperaba.
Un duque.
Impasible.
Claro, le costó una noche de insomnio y cuatro aspirinas.
A partir de ese episodio, el Arquitecto se cuidó muy bien de cruzarla otra vez.
Pero, a doña Angustias viuda de López no le iban a hacer una verónica. ¡Vamos hombre!
Se tomó su tiempo.
Lo esperó.
Agazapada.
En la sombra.
Y lo arrinconó.
Y desplegó toda su artillería.
Una vez. Dos, Tres veces.
Encontró excusas para describir operaciones, muertes, bautismos, partos, fiestas varias y destrezas infinitas.
El dandy escuchó impertérrito y condescendiente, aunque cada vez menos.
Nunca supieron a ciencia cierta qué pasó.
Desapareció como un mago que se esfuma pero sin nube de humo.
Y con él, los obreros.
Nunca respondió a los llamados de su antiguo condiscípulo. No contestó su correspondencia. Imposible de ubicar, dijeron que había partido a Europa, para recibir una herencia por la muerte súbita de un pariente.
Fue todo un misterio para la familia esa evaporación. Y para el barrio.
Nadie sospechó de doña Angustias. Nadie.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Excelente!
Felicitaciones