sábado, mayo 21, 2016

La palabra amenazada - Ivonne Bordelois -


Poesía y lenguaje

  No deberíamos, entonces, deslizarnos al cliché apocalíptico, porque, felizmente, las culturas transcurren y se suceden unas a otras, mientras el lenguaje, a pesar de llevar en sí las cicatrices de las diferentes hecatombes culturales, económicas e históricas de las cuales es testigo y víctima, sigue allí como depósito de la memoria colectiva y fuente viva de la vida y la poética futura. Es decir, hay algo perfectamente indestructible en el lenguaje y algo particularmente eterno en ese especial resplandor del lenguaje que llamamos la poesía —el más peligroso de los bienes, según Hölderlin. Y en realidad, tratar de defender a la poesía es una empresa un tanto ridicula, porque es la poesía quien en realidad nos defiende a nosotros, y hay algo permanente y permanentemente sosegante en esa fortaleza con que la poesía nos defiende y sostiene el esplendor de nuestra vida. De eso hablaba Keats cuando dijo: «A thing of beauty is a joy for ever». Ese gozo profundo que se desprende de la poesía nos es siempre accesible y tiene que ver mucho más con la felicidad, que llega siempre en relámpago y conmoción, que con esa forma bastarda y ciega del ser contemporáneo que es el bienestar.

  En esencia, pase lo que pase, seguimos siendo, con Manrique, «los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir. / Allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir». También los señoríos electrónicos, también los bancos off shore se consumen y desploman, pero no, curiosamente, las palabras de Jorge Manrique, que resplandecen oscuramente a través de los siglos. Ninguna multinacional puede apagar los ecos de aquel «Verde que te quiero verde» con el cual Federico García Lorca modificó de una sola pincelada el español de su época, y a nosotros con él. Ninguna deuda externa, ningún riesgo país puede superar lo que el universo le adeuda a aquel muchacho oscuro que en una pensión de Santiago de Chile, a los diecinueve años, se sienta a escribir: «Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: El cielo está estrellado/ y tiritan azules los astros a lo lejos».

  Hay algo particularmente hermoso y natural en la poesía que nace del lenguaje porque el lenguaje nunca se acaba; no hay que salir a buscar o a comprar sus elementos, como lo debe hacer el escultor o el pintor con sus materiales. Está allí, inacabable, siempre; nunca agotable. Como decía Alfonso Reyes, es el baile del habla. Riéndose de nosotros: pura abundancia, niñez, regocijo, todos los días recreándose a sí mismo. En el principio es el verbo, en el final es el verbo: siempre es el verbo, y nosotros, sus inútiles servidores. El destinatario e interlocutor esencial de la poesía —y también su causa y su origen—, no es jamás el público, ni el poeta mismo, sino el lenguaje que resplandece en las tinieblas —de las que forma parte, en gran medida, el público. El que realmente nos espera y nos exige, es el lenguaje, ese ser proteico, multiforme y eterno, superior y anterior a nosotros. Aquello indecible, escandaloso y sublime, escandalosamente sublime, que el público, interesado en el éxito, justamente no comprende. Como la lluvia surge del agua y vuelve al agua, como el mar asciende al cielo para regresar a sí mismo, así la poesía emerge del lenguaje y al lenguaje vuelve, purificándolo en su viaje desde los abismos a las alturas más remotas.

  Algo que distingue al verdadero poeta de aquél que codea por los honores —y vaya si los y las «poetas» tienen codos fuertes— no es su modestia sino saber eso: que el destinatario cierto de la poesía no es jamás el público sino esa misteriosa calidad del lenguaje que el público adocenado justamente no comprende. De modo que la ridicula desproporción entre la suprema dignidad de Aquello y la vulgaridad del público que se menea y baja la frente obsecuentemente, con sumisión enceguecedora, ante los premios y las supuestas consagraciones, es tal, que el verdadero poeta se encoge de hombros y sigue su camino, fiel al Verbo por el cual todo fue hecho y sin el cual ninguna cosa verdaderamente viviente existe. A veces un Federico, a veces un Pablo rompen el cerco de tinieblas y la luz se esparce por toda la tribu. Pero por uno de ellos, cuántas Violetas muertas en el camino. Esto es lo que le da al poeta fortaleza contra los editores estólidos y las audiencias bostezantes y las puertas cerradas. Ésta es su única recompensa: saber que aquello es inalcanzable y siempre nos sonríe —entre las tinieblas. «El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de mí».

  Y una de los rasgos más peculiares de la poesía es que, a diferencia de los objetos de la ciencia, que son definidos y definibles rigurosamente, nadie puede definirla a ciencia cierta. Algunas definiciones son más afortunadas que otras, como por ejemplo cuando se dice que la poesía es un aleteo, o el resplandor de la verdad, o el lugar donde todo es posible, como afirmaba Pizarnik. Sin embargo, la esencia, o más bien la experiencia de la poesía, sigue siendo fundamentalmente inaferrable, y es precisamente en este carácter de permanente libertad y misterio donde se centra su profundo e imperecedero encanto. En otras palabras, ninguno de nosotros sabe en realidad, definitivamente, qué es la poesía; nadie, en rigor, la conoce; pero todos, sin excepción, nos reconocemos en ella. Es más, la precisamos: Baudelaire, que sabía algo más que algunos de nosotros acerca de ella, decía que era imposible para un ser humano mantenerse vivo sin una visitación diaria, aun cuando fugaz, aun cuando inconsciente, de la poesía; y todos nosotros entendemos, comprobamos, de algún modo, que esto es cierto.

  Y la poesía debe pasar obligatoriamente por la catarsis del silencio, sobre todo del silencio lector. Antes de escribir un poema, debiéramos asomarnos a escuchar aquellos cien poemas que bordearon o dijeron lo que, acaso sin saberlo, repetiremos defectuosamente. La poesía empieza con la escucha humilde y purificadora, no con explosiones prematuras de un narcisismo mal contenido. Antes de decirnos a nosotros mismos nos han dicho Isaías, Sófocles, Shakespeare, García Lorca, Baudelaire. «Escribir es hablar y callarse a la vez. Alguna vez esto también significa cantar», dice Marguerite Yourcenar.

  Personalmente, siento que la poesía es aquello que rompe los límites de lo indecible y cambia nuestra lengua, transformándonos a nosotros con ella. La poesía intenta crear un lenguaje dentro del lenguaje, decía Valéry; es más: es un combate contra el lenguaje, añade Alfonso Reyes. La violencia que ejerce el poeta contra el lenguaje inerte y cosificado con el cual tiene que medirse es la violencia de los dolores de parto que anuncian la creación de un nuevo lenguaje en el lenguaje, contra el lenguaje. A veces lo indecible es lo aparentemente trivial, aquello que subyace la experiencia cotidiana y no alcanza a emerger al dominio de nuestra atención porque carece de los prestigios temáticos de la poesía convencional. A veces se trata de un fiero tabú. En todos los casos, hemos saltado un límite de ese silencio que no es el silencio enriquecedor de la contemplación sino el violento silencio de la represión o del ninguneamiento o, más profundamente, la ceguera acerca de los propios mecanismos con que el lenguaje se amortigua a sí mismo.

  Es preciso decir que el carácter inasible de la poesía es uno de sus poderes, pero también una de sus mayores debilidades, porque en nombre de ella, es decir, en su nombre falsificado, se producen enormes embustes y sacrilegios, como lo es la producción de teorías ininteligibles acerca de ella, o bien la carrera de los premios oficiales, que muchas veces laurea a determinados escritores por modas culturales, por sus preferencias políticas o sexuales, es decir, consideraciones que nada tienen que ver con ella. Esta política es nefasta, no tanto porque recompense a actores equivocados, sino y ante todo porque ahuyenta de la verdadera poesía a quienes se sienten genuinamente, inocentemente inclinados a ella o arraigados en ella, y se ven sin embargo confundidos por este curso erróneo de los acontecimientos. Pero en realidad, aunque esto suene extraño, el lugar de la poesía no es la literatura y mucho menos los premios o las distinciones y aun menos el canon o la crítica académica. Es bueno y necesario saber o recordar que los mayores poetas del mundo han sido grandes desconocidos en su tiempo. La más hermosa poesía lírica de la Península Ibérica —según Román Jakobson, el monumento lírico mayor de todo Occidente— las cantigas de amor galaico-portuguesas, canciones de amigo, provienen de mujeres analfabetas, muchachas campesinas que las cantaron en el siglo XIV, en pleno Medioevo, mientras poetas cortesanos las recogían y a veces las firmaban descaradamente. Algunos de los mejores versos de la poesía argentina andan en boca de pastores y pastoras collas, recogidos en los cancioneros de Carrizo y Valladares. El poeta contemporáneo, como dice Joyce, tiene sólo tres armas a su disposición: astucia, silencio y exilio. Son las armas de Kavafis, las de Pessoa, las de Miguel Hernández, las de César Vallejo, que murieron sin el menor asomo de celebridad, y algunos de ellos en la mayor penuria. Esto no es un azar, como tampoco es un azar el hecho de que nunca hubieran sido premiados en vida: a una poesía de cóndores corresponde muchas veces una crítica de topos. El desprecio que cerca a los mejores poetas es el mismo desprecio que cerca e impide la escucha profunda del lenguaje: por cierto, ese desprecio no juzga a los poetas, sino que confirma y condena la sordera y mediocridad de su época.

  El mismo desdén o falta de atención cerca a aquellas creaciones espontáneas que no precisan el aura literaria sino la presencia de un ojo poético para emerger. El imperdible y fatídico refrán de nuestras operadoras telefónicas: «El destino que intenta alcanzar se encuentra congestionado» es un buen ejemplo de poesía negra involuntaria, perla del humor argentino. Como dice José María Parreño en el epilogo del delicioso libro de Esteban Peicovich, Poemas Plagiados, que recoge muchas de estas perlas, lo poético acecha en lo escrito o lo dicho sin pretensión estética alguna. «Y es que la poesía vive silvestre y muchas veces en los libros de versos es el único sitio donde no está»

Cuerpo de la palabra

  Mallarmé advertía a Degas —que pretendía escribir versos con ideas, ya que no le faltaban en sus ratos de ocio: «Pero los versos, oh Degas, no se hacen con ideas, sino con palabras». Parecería obvio que la primera y primordial materia de la poesía es la música de la palabra, el cuerpo glorioso de la palabra, y que precisamente la poesía sea el reclamo de los poderes corporales del lenguaje. Como lo dice Borges: «Creo que la poesía debe impresionar inmediatamente y de un modo casi físico». Y cita a un poeta inglés que dice: «Si al leer un poema no sentimos que nuestra sangre circula más de prisa, ese poema ha fracasado». Desde esta perspectiva, podemos pensar en aquella conmoción que acompaña a la poesía imaginándola, en las palabras de un pensador francés, como «aquello que no engaña». Un ejemplo eficaz, proveniente del mismo Borges, es aquella su célebre línea: «Me duele una mujer en todo el cuerpo».

  Y si hablo de la música de las lenguas poéticas es porque curiosamente la poesía contemporánea, en particular la de algunos poetas más jóvenes, parece alinearse casi ferozmente del lado más sordo del idioma, allí donde las palabras parece que se avergüenzan de su cuerpo. Esta deliberada amusicalidad del lenguaje poético ocurre, paradójicamente, cuando en la teoría contemporánea se habla incansablemente del cuerpo. Es notable que esto ocurra precisamente cuando el pobre cuerpo humano es clonado, reducido constantemente a dieta, obligado a operaciones indignas para ocultar una digna ancianidad, proclive a la anorexia, compelido a gimnasias extenuantes, degradado constantemente por la pornografía global. En particular, parece curioso que la muy positiva revolución sexual del siglo XX y la muy positiva liberación de las mujeres no hayan desembocado, como acaso hubiera cabido esperar, en el nacimiento de una poesía erótica, naturalmente distinta pero comparable en calidad y eficacia a la del medioevo y la del renacimiento. Es como si el cuerpo se hubiera divorciado de la palabra. En lugar de una renovada poesía erótica presenciamos la irrupción indetenible de la pornografía internética: una vez más, el lenguaje calla avergonzado.

  Volviendo a la centralidad del cuerpo, cuando habla del impacto físico que debe tener la poesía, Borges está hablando de los poderes musicales e irracionales de la lengua, allí donde las palabras no son referencia sino presencia, contacto mágico con el otro lado del lenguaje. Dicho de otro modo, las palabras dejan de ser signos duales provistos de significado y significante, de sentido y sonido, para fusionarse en una sola experiencia simbólica más cercana al sueño y a la sangre que al discurso articulado. En la tradición de la poesía argentina tenemos hermosísimas ilustraciones de estas magias corporales de la poesía, desde Lugones a Pizarnik pasando por Orozco, Molina, Biagioni, Castilla y tantos otros más. Una manera de reconocer estas magias es que el verso se clava inmediatamente en nuestra memoria y no la abandona nunca más, como un talismán necesario que nos protegerá desde allí en adelante. Pienso por ejemplo en las líneas de Pizarnik: «Explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco, llevándome», o en Molina
cuando dice: «Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan / se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo / la errónea maravilla de sus noches de amor…»

  La ausencia de esta fuerza física, esa capacidad de impregnar de un solo golpe nuestra memoria y nuestra vida que tiene la gran poesía, es quizá uno de los rasgos más notables de la poética contemporánea en nuestro medio. Acaso con el propósito de liberarse de toda retórica, se incurre ahora en una retórica negativa, que es la de la trivialidad, la opacidad, la deliberada mortificación del espléndido cuerpo verbal de la palabra.

  Esta situación, por otra parte, no es privativa de la poesía argentina actual. Quiero decir que a principios y mediados del siglo XX hubo una gran renovación de la poética mundial, iniciada por las vanguardias y continuada por grandes figuras de la talla de Neruda o Dylan Thomas. Se ha hablado mucho, por ejemplo, del boom de la novela latinoamericana, pero se olvida demasiado que a este boom lo precedió y lo alimentó un boom anterior, el de la poesía en lengua española representada por Vallejo, Lorca, Neruda o el primer Paz. En ciertos aspectos, estos escritores desataron ideológica y metafóricamente la imaginación de los grandes novelistas que de ellos se nutrieron. Es más, dentro de la novela del boom, los límites entre poesía y narrativa no son siempre nítidos, y figuras como las de Cortázar no representan sólo a novelistas innovadores, sino, en su caso específico, a un buen poeta muy mal conocido, que convendría releer con mayor atención. En ese sentido, ha habido un nuevo Siglo de Oro para la literatura española —y para la poesía en general— en esa etapa del siglo XX, y a las grandes cumbres de inspiración poética, como se sabe, suelen sucederse períodos de cierta opacidad y repliegue.

  ¿Cuál sería, entonces, la estrategia a seguir para quienes nos aferramos atentamente a las zonas de supervivencia de la poesía, ya que la poesía es nuestra propia forma de supervivencia? Pienso fundamentalmente en dos caminos. Uno, el que consiste en desembarazarse de la panoplia oficial de evaluaciones, y atender y suscitar con mayor lucidez y ternura a la poesía de los más desconocidos —no de aquellos que hacen de la poesía un buzón sentimental, como ocurre con excesiva frecuencia, sino de aquellos que saben que la poesía es fundamentalmente un salto mortal en un lenguaje nuevo, y a esa riesgosa empresa se atreven.

  Pero como la poesía participa del eterno retorno (es un avatar dichoso de este mito), está también el camino del regreso. Éste es el camino que nos lleva a releer y reconstruir con amor la gran poesía descuidada o ignorada que nos ha precedido, y que yace entre nosotros como esa «inmensa riqueza abandonada» de la que hablaba Edgar Bailey. Pienso en las relecturas de la espléndida poesía olvidada que nos rodea, en la necesidad, por ejemplo, de una reedición de las obras de Amelia Biagioni. Pienso en los grandes, enormes poetas chilenos que nos llaman desde el otro lado de la Cordillera: pienso en el entrañable Jorge Teillier, pienso en la injustificablemente desoída Violeta Parra, una figura magnífica que está esperando do el lugar que le corresponde en las letras latinoamericanas. La mirada que se detiene en estas figuras y las relanza a la vida es también poesía, es guardiana de la alta llama inextinguible de la poesía entre nosotros, es garantía y condición de la permanencia de la poesía con nosotros.

  Memoria digital y memoria poética

  Además del deterioro del cuerpo glorioso de la poesía, otro ejemplo muy fuerte del ataque de la cultura contra el lenguaje —y un gran daño a nuestra escuela, a nuestros chicos, a nosotros mismos— es que se haya interrumpido la tradición de algunos grandes poemas sabidos —saboreados— de memoria, porque los poemas que se aprenden durante la infancia y la adolescencia son como grandes hitos de belleza y emoción, grandes arcángeles guardianes que nos alumbran y a los que nos referimos consciente o inconscientemente toda la vida. Yo recuerdo poemas de Juana de Ibarbourou, de Pedro Miguel Obligado, de Rubén Darío que me han acompañado siempre como grandes señales luminosas, como ese fuego alrededor del cual se encuentran desconocidos en una noche de invierno, y en donde se respira ese fuerte y querido aroma de la patria como si ella fuera la vieja y hermosa casa de la infancia. Por ejemplo, se me grabaron para siempre en la memoria aquellos dos versos del Nido de Cóndores que, en líneas generales, es un poema terrible, lleno de retórica patriotera, pero que tiene estas inmensas líneas: «Todo es silencio en torno. Hasta las nubes / van pasando calladas / como tropas de espectros que dispersan / las ráfagas heladas». De un solo aletazo nos han llevado a la mirada de los cóndores, a los Andes magníficos mirados y vigilados por un antiguo cóndor. O, en otro registro muy distinto, aquella maravilla de Banchs: «Si supieras cuánto, cuánto / la casa y yo te queremos. / Es como un montón de estrellas / todo lo que te queremos».

  ¿Se puede ser más simple, mas cierto, más conmovedor que esta estrofa? ¿Y se puede ser más obtuso que aquellos que impiden, por razones de didáctica actual, el encuentro de los chicos con estas palabras milagrosas? La poesía está allí diciendo: «Dejen que los chicos se acerquen a mí», y los celadores del orden global y electrónico, los mismos que distribuyen pornografía a destajo por Internet, no se lo permiten.

  Una tecnología que impulsa a desplazar toda memoria al depósito de una computadora y destierra el aprendizaje verbal en la superficie de la tierra civilizada es una tecnología que se ensaña con nuestra conciencia lingüística, con sus poderes y placeres, para reemplazarla por el muchas veces vulnerable poderío de la máquina. Alienación de la memoria, esclavitud del mercado computacional: el deslumbramiento y entusiasmo por el innegable progreso que los «ordenadores» representan oculta muchas veces la violencia depredadora de esta empresa que no casualmente se acompaña de medidas pedagógicas pretendidamente progresistas, destinadas a recluir y cegar los manantiales del verbo a lo largo y lo ancho de todo el planeta-

Ivonne Bordelois (Juan Bautista Alberdi, Buenos Aires, 1934) Poeta, ensayista y lingüista argentina.1 Egresó de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires para luego realizar estudios literarios y lingüísticos en La Sorbona. Trabajó en la Revista Sur y realizó entrevistas y publicaciones junto a Alejandra Pizarnik para diferentes publicaciones nacionales e internacionales.2
En 1968 fue becada por el CONICET y se trasladó a Boston para estudiar en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde se doctoró en lingüística en 1974, teniendo a Noam Chomsky como director de su tesis.1 2 Entre 1975 y 1988 ocupó una cátedra de lingüística en el Instituto Iberoamericano de la Universidad de Utrecht, Holanda, obtenida por concurso internacional. En 1983 consiguió la Beca Guggenheim.2 En 2004 recibió el Diploma al Mérito de los Premios Konex a las Letras en la disciplina Ensayo Literario. En 2005 le fue otorgado el Premio La Nación-Sudamericana, por su ensayo El país que nos habla.3

Obras

·        El alegre apocalipsis, 1995
·        Correspondencia Pizarnik, 1998
·        Un triángulo crucial: Borges, Lugones y Güiraldes, 1999
·        La palabra amenazada, 2003
·        Etimología de las pasiones, 2005
·        El país que nos habla, 2005
·        A la escucha del cuerpo, 2009