martes, mayo 24, 2011

Viajes, Cristina Diez, Curso Lunes de 14 a 16 hs.


 “En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces”

J. L. Borges


          Corre el año 1870 y pico… Jacinta es la hija mayor de Mailen y la nieta del cacique Elche, que ha muerto hace poco. Es diferente del resto de sus hermanos. Tiene los ojos del color de la miel y un nombre ajeno.
          Mientras se aleja de las tolderías para buscar agua en el río, canta una tonada que aprendió de su madre. Es una historia de amor extraña.
          Cuando llega a la ribera, deja la vasija en el suelo, se quita la túnica y se zambulle desnuda. Nada con destreza hasta la zona más profunda y se sumerge, haciendo espirales de burbujas, para recoger piedras del fondo. En la hondura fresca y transparente, ni los peces – que siempre se han caracterizado por su indiferencia- pueden sustraerse a la atracción de la mirada amarilla que asoma entre  la vegetación acuática.
          Regresa con una piedra rarísima. Por la noche, a la luz del fuego que ilumina la cueva, la examina, mientras afuera se suceden los ritos y los juegos en honor del viento. Es un guijarro diferente, translúcido, más grande y de colores variados. Lo acerca a los ojos y ve las fogatas y las danzas, transfiguradas en  amarillas, anaranjadas y lilas. Lo compara con el resto de su colección y nota que es liso y suave. Descubre, en un extremo, un orificio que, para ella, es un redondel lleno de vacío. Mira a través de él y ya no aparecen los nativos ni los caballos ni su madre, sentada en rueda con otras mujeres que hilan en silencio. Tampoco ve las paredes de la cueva ni las mantas apiladas para vender en la feria.
          Del otro lado del círculo, la mujer rubia de la canción de su madre le sonríe y le habla en una lengua desconocida. Tiene el cabello recogido y los ojos grises de los gatos salvajes que merodean por los alrededores.
          Jacinta aprieta la piedra con temor y aproxima otra vez el hueco transparente a sus ojos dorados. Ahora ve a la misma mujer de cuerpo entero, a caballo, sentada en la grupa y aferrada con los brazos al torso de un indio joven, que cabalga a pelo.
          La indiecita ha conocido a su abuelo y juraría que ese hombre es el mismísimo anciano que la llamó Jacinta para siempre, que tantas veces la llevó a cazar cuando era  chica  y con quien aprendió el baile de las estrellas, hermanas de la luna. Aunque éste que está viendo, tiene el pelo renegrido y la piel suave, sin arrugas.
          Inmediatamente cambia la escena. La joven blanca y el indio salen de una tienda. Los sigue una niñita de trenzas oscuras, que- nota sorprendida Jacinta- se le parece mucho, tal como ella misma se parece a su madre, sólo que ésta tiene los ojos del color de la noche cerrada. Todo coincide con la copla que ella le ha enseñado sin revelarle nunca dónde la oyó. La pareja se despide con un abrazo profundo y prolongado, en silencio. Ella llora, alza a la pequeña, la cubre de besos y se la entrega a su compañero. Empieza a alejarse sola hasta que se pierde como un punto en la neblina de la madrugada.
 Se sucede rápidamente otra imagen. La extranjera, exhausta, se encuentra con un anciano de gesto severo que la espera en las afueras del caserío de los gringos y le da una bofetada. Los ojos del viejo son iguales a los de Jacinta pero duros y helados. No lleva manto ni vincha. Usa una casaca militar parecida a la de otros blancos con los que, desde tiempos remotos, se reúne el consejo de la tribu.
La muchacha guarda pensativa la piedra y se duerme. En sueños oye su nombre pronunciado por una voz femenina. Al alba, sale sin ser notada cubierta con la ruana que Mailen le ha tejido - según la tradición. para cuando le llegue el tiempo de ser madre- y camina hacia el sur.
Muy lejos de los suyos, bajo la resolana densa, una anciana canosa y de ojos grises la espera con los brazos abiertos.





domingo, mayo 01, 2011

Versiones sobre "Sombras sobre .vidrio esmerilado" de Juan José Saer

Para leer la versión original ir a Un sillón de terciopelo verde, nuestro blog del taller de lectura.
La consigna era escribir la historia desde distintos puntos de vista, una especie de escritura sobre la lectura pero desde la ficción, versiones que todas amalgamadas enriquecen el texto, permiten situarse en distintos lugares de la historia y completar el sentido con nuestra propia mirada. Relatos, cuentos breves y poemas surgieron de esta experiencia:

Siento que veo, Susana Tai Chi

Veo un cuento con un verso tratando de elevarse de un destino impar. Veo.
Siento la sensibilidad de un personaje que transita caminos dentro de su alma elevada.
Siento.
Leo vidas caídas, en el tedio y el hastío de las decisiones de un camino elegido.
Leo.
Veo prejuicios consumir palabras como incendio que quema un silencio. Veo.
Siento deseos de acompañar a los que pueden escribir lo que sienten  sin estridencias.
Siento.
Leo relatos, luces y sombras, continuidad que cambia y cambios que llevan a una continuidad.
Leo.
Veo detrás de unas plantas una escena.
Veo .
Tres protagonistas y sueño que yo  siendo el cuarto  voy a vivir cuándo alguien  escriba lo que yo siento.
Siento lo que siento entre luces y sombras sin vidrios esmerilados. Siento.
Leo lo que no siento, escribo lo que no leo y siento que puedo sentir lo que deseo.
Siento.

La reflexión de Tomatis, Nadia Settecasi
 
“Andate a la mierda, ¿querés?”
Yo había cerrado la portezuela del taxi, después de mencionar lo de las casualidades y las mutilaciones. Adelina bajo rápido la ventanilla, dejando entrar toda esa neblina, sacando como del medio del pecho esos ojos enormes llenos del reflejo de alguna lagrima contenida.
Eso hizo. Me mando a la mierda y el taxi arranco, y su pecho en llanto. Los oí al unísono, como si fueran un mismo motor, gastado, sin lubricar, quejándose con ronquido seco. Sabía que después de eso, no volvería a verla. Se me fue la mano y la vida en semejante estupidez.
Llamo mi atención desde el primer día. Tan tímida, tan anticuada, tan prolija. Pero tenia ese don de incrustarte las palabras en la nuca y no dejarte dormir. Cada noche me acostaba y recitaba de memoria las partes favoritas de todo lo que Adelina escribía. Me acostaba boca arriba, a medio cubrir, en mi cuarto miniatura de techo altísimo con una ventana tan pequeña por donde entraba la tenue luz de algún farol, de alguna estrella. Y ahí mismo, mientras repetía sus escritos, musitando los escritos de esta mujer de un solo pecho, de un solo dolor, yo, imaginaba sus ojos mirándome mientras me recitaba las partes favoritas y yo la iba desnudando, la iba despojando de esas ropas grises sin diseño, de esa timidez inútil donde se ocultaba, hasta volverla una leona brava que corta el aire con su lengua afilada y no me importaba siquiera imaginarme un agujero, un pozo sin forma en lugar de su seno. Podía rellenarlo con toda su pasión contenida, con su desfachatez disfrazada de mujer resignada, podía rellenarlo... y entonces no me importaba nada.
Y luego me imaginaba otras partes de su cuerpo, mas intimas, menos faltantes y deseaba tocarla y traerla hacia mí. A veces no eran solo sus ojos sobre la pared altísima opuesta a la ventana pequeña, a veces también era toda ella y todo yo en una minuciosa lucha de cariño, despojándonos de nuestras tontas pertenencias.
Se enojo mucho Adelina esa noche. Se enojo conmigo, pero más se enojo con ella. Me di cuenta porque el taxi paro a unos cincuenta metros y se quedo con el motor en marcha algunos minutos. Yo seguí ahí parado, el motor encendido, su pecho en llanto.
No supe pedir disculpas, no supe caminar hacia ella.
Imagino que Adelina tampoco pudo bajar de su taxi, de su mundo oscuro, que la arropa y la lleva donde quiere. Imagino que no pudo optar por la neblina que le pegue fría en la cara y la sacuda para buscar otra forma a la misma vida, que la aleje de los viejos suplicios que carcomieron su seno y ya no mire su cicatriz solo para recordar lo mucho que ha sufrido.
Comprendo que Adelina se haya enojado conmigo. Una refutación es el argumento para destruir las razones del contrario. Igual que su madre en su lecho de muerte, es lo que yo le pedía esa noche.

Punto de vista de Susana, Héctor Guetufian

Les dije que me dolía la rodilla e iba ir al médico. Mentí. Disfrutaba esos momentos en que Adelina y Leopoldo se encontraban a solas en la casa. Hablaban de cosas sin importancia, como quien evita que la ceniza emerja en hoguera. Hoguera fue la época en que eran novios. Yo me adelante a mi hermana y me casé con Leopoldo.
Cerca de llegar a la casa donde vivíamos los tres, se me ocurrió una idea feliz. Ellos iban de compras a un bazar, los acompañé una vez. El dueño los miraba con ternura. Desde que nos casamos no fuimos más. Les comenté la idea de ir y aceptaron sorprendidos. Me las ingenié para que entren primero. El dueño  se alegró de volver a ver a la pareja. Me mantuve distante. Antes de salir, le di a mi marido un beso en la boca, largo como los de las telenovelas. Al dueño del bazar le susurre al oído, somos una familia muy liberal .
Desde el punto de vista de Tomatis - Rodolfo Falchetti

Hoy con claridad, ante mucho público, le dije a Adelina lo que pensaba de ella.
Aumentó mi rabia contra el género humano saber que la elegían como abanderada de las letras, para hablarnos a los jóvenes de educación.
Reconozco que desde el punto de vista de la sociedad pacata, timorata, que organizaba el acto, era la indicada para cerrarlo.
Cuando la escuché disertando sobre la condición del Hombre no pude soportar más y en forma de chanza amable, dije que la señorita Adelina salía poco a la calle.
Por supuesto, dentro de sus límites no cabe la ironía. ¡Si pienso que hasta quedó agradecida ¡
Después, en la comida, me senté intencionalmente a su lado, tratando de escandalizarla. Tomé, fumé en abundancia, le hablé de fornicación. Solo encontré una chispa fugaz en sus ojos, nada más.
Creo que siguió convencida de que había que guiarnos de acuerdo a lo aprendido de sus padres, gente conservadora que murió de disgusto por los cambios sociales que se producían.
Le elogié un par de sonetos pasables dentro de su obra. No supe si comprendió mi intención de pedirle que rompiera con esas formas estúpidas de poesía.
Hasta le expliqué que la amputación de un seno se lo había ocasionado ella misma por ser reprimida.
Solo me faltó, y ya habrá oportunidad, de hablarle de otras intimidades suyas que conozco. Se que sigue embelesada, tal vez como ella dice prendada de su cuñado. Que desde que lo vió desnudo solo puede observarlo desde la cintura hacia arriba, adivinando a través del vidrio esmerilado del baño sus formas y movimientos. Tejiendo fantasías eróticas solo por un momento de visión secreta de su hermana y Leopoldo hacía muchos años.
El día que publiquen algo más suyo y nada de los míos, le contaré quien es su amado Leopoldo en realidad. Un tipo vulgar, mundano, que fue por ella y se quedó con Susana, instalado con comodidad en esa casa, atendido por ambas hermanas. Un hombre que cuando bebe nos habla de las cosas que ella escribe y guarda en los cajones y nos dice como Adelina no perdonó nunca la elección.
Así aprenderá a no querer enseñarnos a nosotros, los Tomatis de la nueva generación.

Desde Leopoldo, Leonardo Fernández

Sé que está allí, siempre a esta hora desde hace años controla cada uno de mis gestos, al afeitarme, lavarme los dientes y con especial atención cuando tomo mi ducha. Sé lo que piensa en forma enfermiza.

En los últimos meses se me ha dado por prolongar ese momento imprimiendo a mis movimientos una cuota cada vez más audaz y de clara intención sexual.

Ella nunca pudo aceptar mi decisión de preferir a Susana como esposa: me hago cargo de ser parte de su frustración como mujer, sé que la marcó para siempre la tarde que nos sorprendió haciendo el amor en la playa y ver mi sexo desnudo, la hundió en un sentimiento de temor y deseo.

Sigue con la mirada fija en el vidrio esmerilado de la puerta, su presencia  está en el rítmico vaivén de la hamaca, atrás, adelante, atrás, adelante interminable en la tranquilidad de la tarde. 

Piensa seguro en su vida de sueños incumplidos, carente de planes de futuro sumida solo en su limbo literario, el temor a mostrar su cuerpo mutilado y el amor odio que la embarga al verme. Trato de no pensar en todo esto, cada tarde la rutina me domina, preparo con cuidado mi primer trago en el patio frente a Adelina que observa mis movimientos con disimulo, estiro el momento, bebo lentamente prolongando su espera enfermiza sin poder evitarlo, se que espera el sonido del hielo en el vaso del segundo aperitivo como si fuera el final de un orgasmo contenido.

Susana juega con nosotros al gato y el ratón, nos deja solos unas horas y luego llega con cara de sospecha y  frases con doble intención. Su amargura comenzó cuando los dolores físicos y cambios hormonales le hicieron bajar a la nada sus deseos sexuales.

Adelina lo sabe y a veces creo ver en sus ojos una mezcla de esperanza y ansiedad. Los reproches y sospechas injustos no hacen más que incitarme a hacer realidad los celos enfermizos de mi esposa.

Hoy Susana fue al médico y nos dejó solos nuevamente. Me doy una ducha mientras pienso en estas cosas, mi oído está atento al movimiento del sillón atrás, adelante, atrás adelante, de pronto cesa su rítmico movimiento, miro hacia la puerta de vidrio esmerilado, su sombra se agiganta, contengo la respiración.  


El hombre al que amé, María Cristina Scarlato

                                         (Basado en Sombras sobre vidrio
                                          esmerilado, de Juan José Saer)

Veo su sombra
tras el vidrio esmerilado
ese hombre al que amé
ya no me pertenece

Detrás del follaje cómplice
la tarde cubrió mi alma
en el final de aquel día
la sin razón del deseo
nació y pereció al instante

Mi añejo cuerpo ultrajado
aun se conmueve al verlo
mas desearlo no debo
No debo
No debo

ADDENDA  DE  ADELINA FLORES, Carlos Merlino

          Escrito encontrado en la parte inferior de su mesa de luz, tras una chinelas color rosa y unos zapatos de cuero con cordones, días después de su fallecimiento en mil novecientos setenta y cinco.

          Sé que quienes hayan leído el relato de pasajes de mi vida que escribiera hace ya algunos años, y que titulara “Sombras sobre vidrio esmerilado”, habrán quedado con algunos interrogantes.
          Ganas de saber quién y cómo era mi padre, y por qué dije que lo mató el peronismo. Deseo de saber por qué mi madre dijo antes de morir sobre su esposo: “”nunca tuvo la menor consideración conmigo.”
          En fin, ganas de saber por qué dije a los cincuenta y seis años que los libros que me rodeaban en mi cuarto eran polvorientos y tenía que pasar las tardes de verano en una mecedora.
          Papá era un industrial de acá de Santa Fé, primera generación argentina de españoles. Proveía chapas pintadas para heladeras y otros enseres que le compraban desde Buenos Aires, Córdoba, Rosario. El gobierno elegido por las mayorías en el cuarenta y seis había promovido entre la gente gran demanda de estos  aparatos. La otra cara del asunto eran los reclamos sindicales. El gremio metalúrgico exigía convenios con aumentos acordes a las ganancias del empresario, y había cierta prepotencia antes infrecuente en el trato del obrero hacia el patrón.
          Era ahí donde el señor Flores fallaba, para lo que no estaba preparado. Que su secretaria, azorada, abriera la puerta de su despacho para decirle “Señor, los delegados entraron a la secretaría, piden una entrevista” lo golpeaba, lo descontrolaba.
Acostumbrado a imponer su opinión le costaba  infinito escucharlos, decir que iba a estudiar lo pedido, que, en fin, vería lo que podía hacer. Durante un paro que hicieran durante tres días pidiendo la reincorporación de un despedido mi padre era otro. Con el rostro demudado vagaba por la fábrica, masticando su odio.Ya llevaba casi tres años en esa pelea, pero mientras tanto no dejaba de ingresar ganancias.
          Una mañana pareció que se recostaba sobre su silla cuando desayunaba, al tiempo que me sorprendió ver que un  insecto se introducía en su boca entreabierta…
           Mamá dijo “hagan lo que quieran con la fábrica”. Leopoldo no estaba dispuesto a dejar su empresa de repuestos de camiones, y ni mi hermana y yo nos habíamos preparado para dirigir una metalúrgica. Debimos apresurar su venta.

          ¿Porqué mi madre dijo lo que relaté? No lo sé. Lo que haya ocurrido entre ellos lo mantuvieron bien dentro de su matrimonio. Quizás a sus hijas nos faltó perspicacia para darnos cuenta. Sólo puedo recordar que él viajaba a Buenos Aires y Córdoba  dos veces a la semana a atender sus negocios, viajes a lo sumo de cuarenta y ocho horas.


-2-

¿Mamá le habría descubierto otra mujer, otra familia, y no nos dijo nada? ¿Mi cuñado sabría algo y se lo guardó? Nunca le saqué el tema. La relación diaria entre mis padres fue normal a mi modo de ver, aunque quizás poco efusiva ante terceros.

Con respecto a mí…
Toda mi vida me resultó difícil hablar sobre mí. Soy una solterona virgen que no quiso o no supo conquistar a un hombre. Tuve una mixtura de incapacidad, comodidad e indiferencia que me impidió buscar la felicidad en el matrimonio, tener hijos. Las letras lo fueron todo, y más la poesía. Escribir poemas era como lavarme, lo hacía porque era necesario. Debo reconocer que mi padre fue el único hombre en mi vida, que mi historia inicial con Leopoldo había perdido todo interés para mí cuando decidió elegir a mi hermana como su mujer.
          Ya sin la responsabilidad de la fábrica profundicé mi carrera en el magisterio y me dediqué más que nunca a las letras y a la poesía. 
 Aún considerándome una poeta de cierto valor mi natural timidez no me dejó salir a promocionarme. Así tampoco me provocó atracción lo sexual. ¿Frigidez por la que debí haber consultado a algún médico?
En una de ésas quién me dice, en un libro de texto de literatura algún chico del secundario encuentre en el futuro una especie de epitafio sobre mí: “Adelina Flores, poetisa santafesina fallecida en (lo dejo en blanco). La crítica ha considerado valiosa su obra a la vez que poco conocida, sólo quizás en círculos especializados.”