viernes, noviembre 16, 2012

La Cajita, María Inés Bassani



    Ramón, el cartonero, encontró una cajita de madera durante el itinerario nocturno. Era una caja pequeña. Sus lados llevaban dibujos pintados en diferentes colores que representaban imágenes de dragones y basiliscos que Ramón solía ver en las películas de televisión. La examina. Una y otra vez la mira, la palpa, la agita. Un sonido agorero en su interior le estimula la codicia. Quizá unos pesos que pudieran salvarle la semana, el mes  o tal vez más. Busca la cerradura pero no la encuentra. Ansioso intenta abrirla clavando las uñas en las ranuras que, talladas en la madera, rodean su perímetro. No hay caso. No puede. Irritado lanzó la caja dentro del saco de lona blanca que ya llevaba  carga y siguió su trayecto no sin dejar de rumiar  qué encontraría en  ella cuando la abriera al llegar a destino. Ávido apura el paso dejando a un lado, inclusive, algunos objetivos. No importaba, el contenido de la caja era ahora para él lo esencial.
 Vertiginosamente la ruta llegó a su fin y con ello el momento de revelar el misterio. Dos martillazos impacientes hicieron estallar la caja en pedazos. Dentro, un papel dobladito en cuatro ilustraba: Caja China Dinastía Mings siglo XIV.
 Desilusionado, Ramón arrojó el papel al suelo pues en la cajita no había nada con qué comerciar.



                           

Si...



Textos breves, Ana María Shua mediante, como quien busca un molde donde contener palabras, imágenes, un decir poético o juguetón y lo ofrece en toda su diversidad, aqui va esta muestra de autores varios:
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Si el espejo fuera transparente, cuando que me afeito podría ver las cosas que hay del otro lado. Aquel que a veces se revela en los sueños. Seguramente habría alguien ahí, alguien muy parecido a mi, que también estaría afeitándose. Al verlo, me asustaría tanto que me cortaría.


Si la cuchara fuera un vegetal uno podría masticarla tranquilamente después de tomar la sopa. Pero, claro, habría que tener en el jardín un almácigo de cucharas, y no olvidarse de regarlas todos los días.


Si los libros hablaran en voz alta el murmullo de las bibliotecas sería insoportable. 


Si la servilleta de papel fuera un barco, cada vez que me limpio la boca sentiría el olor de los mares lejanos.


Si una mujer fuera un piano, ¿quién sabría tocarla?  
Ella guarda en sí muchos acordes, muchas melodías escondidas.
Pero el arte es largo y la vida breve.
Si una mujer fuera un piano, uno debería tratar de aprender, con humildad, hasta el último día.


Si yo fuera un árbol y vos fueras el viento, te pediría que soples con suavidad entre mis ramas, y que lleves el canto del zorzal hasta el otro barrio.


Si la tarjeta del cajero automático fuera una varita mágica, yo podría hacer que no hubiera más pobres en el mundo.
Bueno, al menos en el país.
Al menos en la ciudad.
O, al menos, en la calle Ministro Brin. 


Si el planeta Tierra fuera una baldosa Colón se habría caído en el espacio infinito.
Y nosotros no seríamos más que sueños en la mente de los navegantes.
Los marineros, flotando en el aire, mirarían con ojos asombrados las estrellas cercanas.
Y el tiempo sería un ancho pétalo colgado de la Vía Láctea.

                                                                                       Octavio Belardinelli


Si el aire fuera música

Si el aire fuera música, nuestros pulmones se hincharían como fuelles de bandoneón lanzando al mundo su melodía original, la misma  repetida y escuchada una y otra vez en el vientre de nuestra madre, reproducida con variaciones a lo largo de nuestra vida.
Canciones, melodías que serán finalmente todas distintas, tristes, serenas, agitadas, intensas, efervescentes, a veces formando dúos, o tríos de distintas voces, en los mejores momentos coros mágicamente sincronizados con el movimiento de la naturaleza.
Respirando música se pasa la vida y el aliento se convierte en una nota sostenida con altibajos, un sonido singular que nos identifica como el lunar en la mejilla o los ojos del color del tiempo.
Con tanta música, notas enredadas, y cadencias dibujadas y repetidas, el silencio se vuelve rumor y el silencio absoluto cotiza cada vez más alto.  



Si los espejos

Si los espejos fueran puertas al más allá, podríamos despedirnos de nosotros mismos porque nuestra imagen sería lo último que veríamos antes de cruzar la frontera.  Quizás al regresar, días, mese o años más tarde, habrá alguien ligeramente parecido a nosotros mismos, pero más pelado, más arrugado, más vencido,  para darnos la bienvenida.
Seguramente vamos a desear cruzar otra vez, pero… ¿ será posible una vez más sin que esa despedida sea cada vez más indiferente, más ficticia? Este simulacro de despedida-bienvenida puede durar mucho tiempo. Pero en algún momento la muerte nos sorprende ¿dónde?


Alicia Infante 








Virgilio , Verónica Martinez, Lunes de 14 a 16 hs.




Ninguna noche, con frío mortal o calor insoportable, Ariel deja de ir al café de Rioja y Castillo.
Instalado en la mesita arrinconada en el fondo, lee compenetrado mientras toma café fuerte con una gota de leche fría y sin azúcar. El resto de los parroquianos no molestan, no hay televisor ni música funcional y los mozos parecen deslizarse sin hacer ruido sobre los mugrientos mosaicos del suelo. Un silencio pesado y opaco lo envuelve en su ritual obsesivo.
—Virgilio, no te entiendo.
La voz de mujer lo arranca de su ensimismamiento. ¿Virgilio? Piensa. ¿Quién puede llamarse Virgilio en estas épocas? Se siente molesto de inmediato, el silencio que reina en su rincón acababa de ser interrumpido por la voz quejosa de una mujer sentada a su espalda. Se queda quieto mirando la pared que tiene enfrente y espera escuchar la voz del Virgilio en cuestión. La respuesta no llega y la molestia va creciendo. Respira hondo, afloja los hombros contraídos por el suceso y decide volver a la lectura. Toma un sorbo pequeño de café y enfrenta la página 142 del libro.
—Lo siento Virgilio, no puedo.
Ariel levanta la vista del libro ante la nueva interrupción y vuelve a quedarse quieto mirando la pared. Ahora la queja le suena como respuesta a un requerimiento que no ha oído. No termina de entender cómo Virgilio habla tan bajo que él no logra escuchar lo que dice. Mira hacia el salón, girando apenas la cabeza hacia su derecha y divisa una mesita vacía en el otro extremo. Cierra el libro y apoya las manos sobre la mesa para levantarse y cambiar de lugar. No piensa soportar esa ridícula discusión de pareja. Entonces ve su café casi intacto y deja caer las manos sobre las piernas. Con su natural torpeza se le hace imposible mudarse de mesa con el café y el libro; seguramente tiraría algo al suelo. De repente se pone de muy mal humor.
Siente correrse la silla a sus espaldas, con todo detalle, y el roce de la tela del vestido de la mujer al levantarse. Luego los tacos repican alejándose hasta perderse por completo. Experimenta una rara satisfacción por Virgilio. Después de todo para qué quiere a esa mujer que no lo comprende. Sin pensar en lo que hace, se da vuelta sonriente para ver el rostro de un hombre que andaba por la vida con semejante nombre ilustre. Solo ve la mesa vacía, un café sin tomar y un ejemplar de La Eneida.