Ninguna noche, con frío mortal o calor insoportable, Ariel
deja de ir al café de Rioja y Castillo.
Instalado en la mesita arrinconada en el fondo, lee
compenetrado mientras toma café fuerte con una gota de leche fría y sin azúcar.
El resto de los parroquianos no molestan, no hay televisor ni música funcional
y los mozos parecen deslizarse sin hacer ruido sobre los mugrientos mosaicos
del suelo. Un silencio pesado y opaco lo envuelve en su ritual obsesivo.
—Virgilio, no te entiendo.
La voz de mujer lo arranca de su ensimismamiento. ¿Virgilio?
Piensa. ¿Quién puede llamarse Virgilio en estas épocas? Se siente molesto de
inmediato, el silencio que reina en su rincón acababa de ser interrumpido por
la voz quejosa de una mujer sentada a su espalda. Se queda quieto mirando la
pared que tiene enfrente y espera escuchar la voz del Virgilio en cuestión. La
respuesta no llega y la molestia va creciendo. Respira hondo, afloja los
hombros contraídos por el suceso y decide volver a la lectura. Toma un sorbo
pequeño de café y enfrenta la página 142 del libro.
—Lo siento Virgilio, no puedo.
Ariel levanta la vista del libro ante la nueva interrupción
y vuelve a quedarse quieto mirando la pared. Ahora la queja le suena como
respuesta a un requerimiento que no ha oído. No termina de entender cómo
Virgilio habla tan bajo que él no logra escuchar lo que dice. Mira hacia el
salón, girando apenas la cabeza hacia su derecha y divisa una mesita vacía en
el otro extremo. Cierra el libro y apoya las manos sobre la mesa para levantarse
y cambiar de lugar. No piensa soportar esa ridícula discusión de pareja.
Entonces ve su café casi intacto y deja caer las manos sobre las piernas. Con
su natural torpeza se le hace imposible mudarse de mesa con el café y el libro;
seguramente tiraría algo al suelo. De repente se pone de muy mal humor.
Siente correrse la silla a sus espaldas, con todo detalle, y
el roce de la tela del vestido de la mujer al levantarse. Luego los tacos
repican alejándose hasta perderse por completo. Experimenta una rara
satisfacción por Virgilio. Después de todo para qué quiere a esa mujer que no
lo comprende. Sin pensar en lo que hace, se da vuelta sonriente para ver el
rostro de un hombre que andaba por la vida con semejante nombre ilustre. Solo
ve la mesa vacía, un café sin tomar y un ejemplar de La Eneida.
1 comentario:
Muy bueno.
Besos.
Octavio
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