martes, noviembre 21, 2006

Integrante: Isabel Linden, Texto: Carnaval / El anuncio - Curso: martes 14.30 a 16.30 hs.

Carnaval

Retumba el redoblante de la murga y es carnaval. Mamá me prometió un disfraz, yo quiero el del zorro, con la espada y el caballo pero mi mamá no sabe si me lo va a comprar, porque no tiene plata, siempre me dice lo mismo, pero yo lo vi en la tienda de disfraces y lo quiero, ¿por qué no?

Me voy a poner la máscara, me voy a subir a Tornado y voy a andar por todo el carnaval con mi espada y mi caballo, comeré helados y me divertiré con los cantitos que cantan todos.

Los chicos me miran, les pregunte ¿acaso no me conocen? ¿qué soy? ¿un monito de circo o quizás chirolita? Nadie me mete la mano por la espalda para que yo mueva la boca y hable. Nadie ¿me oyen? Nadie. No me van a asustar ni me van a callar. Soy apenas un disfraz de carnaval. Me vistieron con esta ropa pero yo no tengo ganas de estar así vestido. Ni ganas ni me gusta. Este disfraz es muy grande. Me da ganas de sacármelo y tirarlo pero mi mamá me lo hizo con sus últimos centavos y no la voy a hacer enojar. Ella está muy triste porque papa se fue.

El anuncio

El chillido de un pájaro en el fondo del jardín le hizo pensar en un anuncio de mal agüero. El calor era sofocante y había sido un verano intenso, seco y casi sin lluvias. Ese pájaro la puso de mal humor. Se levantó de la reposera y fue hacia la casa. Se acercó a la heladera y sacó una naranjada para tomar y sacarse el calor, trató de evitar la sensación de sofoco y el chillido del pájaro, miró por la ventana y pensó el calor va a ser más fuerte dentro unas horas! ¡Qué sofocón! Bueno, tomó la guitarra y volvió a salir, vio el pájaro en la rama y sintió de nuevo el aviso de mal agüero. No, no tenía que ser de mal agüero, el pájaro sólo chilló por el calor y avisaba más calor. Era sólo eso, más calor.
Tomó otro vaso de naranjada muy fresca y salió a sentarse en el jardín. La guitarra era su mejor aliento, su descanso y su compañía. Nadie la iba a fastidiar con malos augurios y malas ondas. Se volvió a echar en la reposera. Ningún ruido, ningún fastidio, acomodó la guitarra y se puso a afinar-la, para sentir la necesidad de compañía. La música le hizo olvidar al pájaro que al oír la música volvió a chillar. Estela se dio vuelta para verlo y perdido entre las ramas del ciruelo, divisó al ave. Era renegrido y la miraba con curiosidad, moviendo su cabecita y sus ojitos y escuchando la música de la guitarra, volvió a cantar. Su melodía fatídica cambió por un sonido más intenso y más agudo. Estela pensó, es el calor y yo me siento acomplejada, me voy a tomar un baño.
Dejó la guitarra a un costado de la reposera y se fue hacia la pileta. El pájaro la siguió mirando como buscando el sonido de la guitarra. El chapuzón la reanimó. Se sintió más libre, menos apesadumbrada. El pájaro la seguía mirando, sin moverse de la rama. Estela olvidó sus ideas depresivas y volvió a tocar esa canción de amor que tanto le gustaba, el pájaro empezó a cantar de nuevo con sonidos más alegres e intensos. Más agudos. Estela se sintió mejor. El pájaro siguió en la rama, mirándola y esperando el sonido de la guitarra para cantar con ella. De pronto sonó el teléfono, Estela se levanto. Entró en la casa, levantó el aparato y contestó. Era Manuel. Venía a verla. Ella no quería verlo, estaba fastidiada con él, por lo que le había dicho, eso era, fastidio lo que sentía, por eso le pareció que el canto del pájaro era de mal agüero, pero no ahora que avisó que venía, le iba a poner los puntos sobre las íes. Volvió al jardín y el pájaro seguía allí, en la rama, como esperando que vuelva a tocar la guitarra para hacerle compañía. Los sonidos eran de alegría y de mutuo apoyo. Al rato llegó Manuel. La besó en la mejilla y se sentó a su lado, Estela siguió tocando la guitarra y el pájaro siguió en la rama.
-¿Qué te pasa? Dijo Manuel.
- ¡Nada estoy fastidiada! Le contestó
- ¿Por qué?
- ¡Por lo de ayer!
- ¿Le vas a llevar el apunte a esa tarada?
- Será tarada, pero quiero saber si es cierto.
- ¿Si estuve con ella? mirándola de reojo. Si, estuve con ella pero no le doy importancia. Es una compañera de trabajo y no me interesa.
- Eso no es lo que ella dijo, avisó Estela con furia.
- Ella puede decir lo que quiera y yo no la voy a tener en cuenta. ¡Me está buscando y me va a encontrar! Siguió Manuel.
- ¿A si? dijo ella con displicencia.
- Sí.
Estela volvió con la guitarra y el pájaro se puso a cantar otra vez.
- Me voy a tirar a la pileta. Dijo Manuel.
Entró en la casa y se sacó la ropa que traía y se puso la malla. Salió otra vez al jardín. El calor se-guía sofocante. Estela hacía como que él no existía. Estaba furiosa. Casi enceguecida. Así que dijo que había sido cierto. El pájaro agorero no se equivocó. Manuel sentía que Estela estaba rara. Como si un espantapájaros estuviera entre los dos, miró hacia arriba. Vio al pájaro negro en la rama y le dijo a Estela:
- Qué raro un tordo por aquí, lo debe haber traído el calor. ¡Está asfixiante!
- No. Lo trajo tu amiguita.
- No es mi amiguita. No inventes historias y no me interesa.
- Ella no dijo lo mismo.
- Ella puede decir lo que quiera, pero yo digo que es no, y es no!
- Veremos, dijo Estela, veremos.
El pájaro volvió a cantar, esperando el sonido de la guitarra. Estela volvió a tocar y en la tarde, es-pesa, densa, Manuel sintió que había una especie de nota discordante entre los tres.

Integrante: Alicia Zlotnick Textos: Autobiografía / Siembra, siempre Curso: martes de 14.30 a 16.30 hs

Autobiografía


Yo quería recorrer un camino ilusorio pero sin espinas. ¿Volver atrás?. No – Sólo saber por qué ella (la casa) aparecía misteriosa y sin sentido ante mi, siempre.
Cada vez que quería escribir un temblor atrapaba mi cuerpo y la veía. Me mostraba su fachada frente a la vereda desde donde yo la espiaba. Dos paredes blancuzcas, marcadas como si hubiesen sido de piedra pulida, y en el centro una puerta angosta de hierro negro, bien pintada.
Cuando logré cruzar la calle para verla de cerca no podía creer lo que estaba por hacer: sólo apretar el picaporte entre mis dedos, bajarlo y entrar. Un pasillo, más bien un pasadizo, me llevó hacia una puerta cancel: los vidrios estaban cubiertos por cortinas de macramé muy claras. Y yo seguía sin ver el interior.
Sin voces, sin personas, la casa había concebido un misterio, quizá impenetrable. Un gigante: no sabía si era un Goliath o un tesoro fabuloso (supongo que ambos) me pedía que lo descubriera.
No pude ir más allá, pero corrí las cortinas y vi: un patio, macetas con tierra y sin plantas, muchos cuartos, una escalera. Un toldo de lona se inclinaba hacia un costado vencido y casi sin color. Luego otro patio: sillones de madera con almohadones de colores, debajo del alero verde lleno de glicinas.
Una puerta escondida en la ligustrina rechinó al abrirse y me mostró en ese patio la mesa preparada para una cena de verano, luces encendidas, luciérnagas y un mantelito blanco.
Un patio más: por él había caminado muchas veces el padre. Tenía un enrejado en la parte de atrás. Y una parra sin flores, pero con muchas uvas dulces, brillaba en honor a su memoria.
Después, el piso silencioso del patio de la abuela: El crochet sobre la mesita que ella misma había fabricado con carreteles de madera.
A lo lejos sentí que me encontraba con un patio de tierra, sin piso firme, raro. No lo reconocía, pero sabía que era otra parte de mí.
Y comenzaron a abrirse las ventanas, una tras otra. Algunas estrechas otras muy chicas. Por las más grandes entraba un viento fuerte, caliente, como de verano. Y una bruma espesa quebró mi visión.
De pronto una tristeza y una alegría gemelas, que habían crecido conmigo, se despertaron en el cuarto de los niños. No las había tomado nunca en cuenta. Cuando las ví, quise acariciarlas, pero ellas no me conocieron. Habían estado tan guardadas y tan solas.
Me interné en un lugar que sentía seguro pero lejano: dos patios más, enormes, en forma de cruz. Y justo en el centro, en el cruce de caminos, encontré las palabras que leí en el libro que un mago me regaló hace mucho tiempo: “Alicia, en el País de las Maravillas”.
Hoy conozco tu secreto, casa escondida en mi santuario. Me llevaste hacia el lugar desde donde puedo contemplarme. Me dijiste hoy, que soy la otra, o todas juntas. Por vos me descubrí. No sabía que podía hablar sin miedos, sin pedir permiso. Sos mi interior y mi fachada. Hoy te incluyo en mi vida, te descubrí en mi historia. Hoy puedo escribir.

Siembra, siempre

La aldeana salió del cuadro que la contenía hacía trescientos años. Ya era hora de terminar el trabajo que un pintor le había encomendado y ella por tanto tiempo lo iniciaba segundo a segundo, pegada a la tela y al color. El hombre de gran talento había creado para esta mujer un paisaje perfecto.
Liberación: la sembradora comenzó a caminar por un campo de tierra húmeda y oscura. Llevaba una bolsa de tela colgando de un brazo. Y en ella cientos de semillas esperaban el instante dulcemente mágico de caer en la tierra. Con soltura (conociendo su oficio), la sembradora comenzó a arrojar las pepitas que despertando de un eterno sueño iban por fin a germinar. Una lluvia de ellas cayó, y por cada una se formaba un agujero profundo que llegaba casi al centro de la Tierra. En el fondo murieron, y se abrió cada una en dos, y un viento fuerte y caliente que insuflaba el planeta desde sus entrañas, las hizo ser, transformarse y vivir como redondos girasoles de brillantina que miraban siempre al cielo. De cada hoja que rodeaba el centro amarillo un soplo salía al aire claro, que perfumaba el sembrado.
La mujer miró hacía el estático paisaje, y un árbol gigante nacía en el medio: de tronco grueso y erguido crecía y crecía hacia las nubes. Todo producía encanto, porque esas vidas había sido creadas por amor: por amor de la aldeana, por amor de la tierra.
Pero muy lejos, hacia el lado del mar, una tromba de viento y agua helada, giraba como un cono desafiante y casi vivo y corría hacia el campo de girasoles. Imprevistamente la mano del pintor desgranó una pincelada de óleo rojo y espeso en la orilla del mar. El calor de ese fuego derritió el hielo de la tempestad. Fue sorpresivo: las olas de cinco metros se desarmaron y se convirtieron en espuma.
La mujer, que ya había realizado su trabajo tan esperado, su obra creadora más perfecta, pudo junto al maestro volver con felicidad al paisaje al que perteneció siempre. Y supo desde entonces y para la eternidad que no sólo se siembran vientos para recoger tempestades, también se plantan amores para recoger libertades.