viernes, septiembre 01, 2006

Integrante: Cristina Stoppello, Textos: Fragancias y deseo, Ella Ford, Curso: Martes de 14.30 a 16.30 hs

FRAGANCIAS Y DESEO

No podía dejar de contemplarlo. Lo había recortado y puesto ahí adrede, entre verduras y hortalizas, porque así era ella, aromática y fresca, un manojo de colores.
Ese beso, como lacre en el papel de su carta, se le había clavado en su propia boca desde que lo había encontrado, rotundo y vivo, al final de los párrafos que exigía la distancia.
“Te envío un beso”, había escrito en la posdata, y estampó su boca roja sobre lo blanco. Esa boca que no dejaba de mirar mientras cocinaba para sus amigos.
Podía imaginarla, su mano llevando lentamente el papel hacia su rostro, el aliento contenido antes de posar los labios sellando las palabras innecesarias, el rouge coloreando la pena del alejamiento obligado y descubriendo la apertura demandante. Su boca, tan deseada que lo fundía en los pliegues de sus labios de papel.
Nando volvió al entorno de ollas y fragancias caseras. Seleccionó hojas de variadas texturas y colores para la ensalada que acompañaría el plato principal, cortó pimientos rojos, verdes y amarillos en tiritas, refrescó la albahaca, y entonces, de nuevo ella, fijada en la boca entreabierta y permisiva, que brillaba frente a sus ojos.
Maldijo el trecho que los separaba impidiendo que apresara esos labios con los suyos. Recordó que su piel olía a especias, y decidió picar la albahaca para extraerle más aroma y así acercarla, seguir recordándola como un obseso, cocerla en sus sueños, condimentarla y regarla..., con la sangre que manaba de sus dedos, de tanto desearla.


ELLA FORD

Siempre dije que el destino es la estupidez más benévola entre las creaciones de la humanidad, soy darwinista, agnóstica y, por lo tanto, me siento responsable de todo lo que hago, en especial de la vida que llevo. Por eso, cuando algo o alguien se interpone en mis decisiones, los resultados suelen ser funestos.
Mi marido está muerto, y no fue el destino o eso que algunos llaman Dios lo que lo mató. Fue voluntad mía: Yo, Ella Ford, lo maté.
¿Por qué? Porque no soportaba más su existencia pegajosa, inspector, su estupidez errante, las manías absurdas, como la de fisgonear. Sí, inspector, el asqueroso era un vulgar voyeur, y dentro de la manía del mirar se le daba también por las películas, pero no veía cualquiera, sino las viejas, esas lacrimógenas y de mediados del siglo pasado como “Lo que el viento se llevó”.
Una y mil veces se prendía a la pantalla del televisor para ver lo que a él le devolvía la juventud y a mí me sumía en un asfixiante olor a naftalina.
Toda su vida pasaba por la mirada desde que se había vuelto más viejo de lo viejo que era cuando lo conocí. ¡Tenía que observarlo, detrás de las puertas, de las persianas, de la mirilla, de las pantallas del televisor o la computadora, husmeando vidas ajenas, fantaseando porquerías!
Sí, señor, yo maté a Rodrigo Iniesta Mendizábal, el otrora gran jurista, el ex director de la petrolera más importante, el licencioso perseguidor de zorras vivas y pulposas como María Soto, esa morocha de veintipico toda belleza y lujuria, hembra inteligente, cazadora de giles, como imán de alfileres.
El idiota nunca me conoció del todo. Partimos mal, yo me casé por su fortuna, él creyó que lo hacía por amor.
¡Amor! Qué palabra cursi, ¿no, inspector?
¿Quién, sino un imbécil, puede creer que una mujer como yo, abogada, joven, atractiva y elegante, podría enamorarse de un jovato con aires de Don Juan, por la pseudo valía de su persona? ¿Admiración? Yo sólo admiro lo bello, señor, y Rodrigo era la antítesis. Feo, demandante perpetuo, títere de humo de fácil manejo, y patético.
Su dinero aseguraba mi futuro económico y profesional, un motivo harto suficiente para aguantarlo, pero todo tiene un límite. Y ese llegó una noche cuando volví a casa, luego de estar con Pablo.
Dormía en su sillón frente al televisor encendido. Despatarrado, con su abultado abdomen fláccido sobresaliendo del apoyabrazos, los pocos pelos blancos revueltos, la boca entreabierta y babeante mientras en la pantalla se renovaba la famosa discusión entre Clark Gable y Maureen O´Hara. Vomitivo, inspector, créame.
Yo todavía me sacudía al recordar las caricias de Pablo, el último beso en el auto antes de entrar, su perfume masculino impregnado en mi cuerpo, su juventud tan demandante como para calmar como nadie la mía. Fue ese choque entre mi ensueño y la realidad grotesca que enfrentaba lo que me decidió a eliminarlo. Aún no sabía cómo ni cuándo.
Apagué la video y Rodrigo se despertó. Como un nene abandonado vino a increparme: Que lo dejaba solo, que mi conducta levantaba comentarios ofensivos a su persona, robándole lo único que le quedaba, su hombría y su honor.
¡Honor!, otra antigüedad, y, en su caso, una carencia congénita. ¿Usted conoce alguien honorable, inspector? Yo no.
Me trató de prostituta.
--¿Y María Soto, qué es?, basura –le grité.
--Me pregunto por qué no te mato de una vez –dijo, aproximándose con las manos crispadas--. María es lo que vos no sos, una mujer digna.
--¿Desde cuándo una puta es digna, viejo ridículo? Es ladrona, va detrás de tu dinero, como yo. ¿Qué más podés ofrecer vos?
El cachetazo me sacudió la cabeza mientras me inundaba con insultos y saliva, y entre esas salpicaduras brotó el nombre de mi amante.
Sentí pánico y asco.
--¿Qué te dicen mis manos, perra? –preguntó, llevándolas a mi cuello.
--Que no sirven para nada –lo desafié, antes de la compresión irracional.
De pronto aflojó la fuerza.
--No puedo –gimió—te amo demasiado.
A pesar de la sofocación, lancé una carcajada.
--¿Cómo a María?
--María es una aventura. Vos sos mi vida, Dios, todo.
No podía más, tanta vulgaridad, tan poca hombría. Pablo volvió a mi mente con su personalidad incuestionable, con la convicción de ser mi dueño, y su cruel pero eficaz manera de ubicarme cuando traspasaba los límites. Y en contraposición, este monigote, volteando despacio rumbo al dormitorio, arrastrando los pies y los brazos, vencido. Cansinamente comenzó a desvestirse luego de poner en la video la tercer copia de “Lo que el viento se llevó”.
Su testamento está a mi nombre. Eso pensé, sólo eso.
Tenía que matarlo. Pero para cobrar la herencia debería hacerlo otro. Entonces surgió su nombre: María Soto.
Ella --nunca el pronombre y mi nombre coincidieron tan bien--, sería su asesina. Pagaría la temeridad de pretender apartarme y quedarse con el dinero de Rodrigo, mi dinero, ganado a costa de soportarlo durante interminables cinco años.
Me hice pasar por la secretaria y le pedí que estuviera en el estudio a las veintiuna, el doctor necesitaba verla con urgencia, alegué. Se sorprendió, preguntó por Ángela, la verdadera secretaria de Rodrigo y cómplice del affaire, le respondí que se había ido enferma. Quiso saber qué pasaba, dado que habían almorzado juntos y... Bocona de mierda.
Usted no se imagina, inspector, las ganas que tuve en ese momento de matarlos a los dos. No sé, señorita, sólo sé que es urgente, le dije lacónica. María consintió la cita. Faltaba la excusa que a él lo hiciera quedar hasta tarde en el buffet. Tengo aptitud para idear pretextos, y encontré enseguida un argumento.
Cuando entré al estudio de Rodrigo, él estaba solo frente al ventanal, en penumbras. De pie, espiaba con sus binoculares la sesión de sexo de la pareja de enfrente, sonreía con lascivia. El portazo y las luces que encendí lo obligaron a suspender su intrusión masturbatoria. Como una rata en apuros, escondió los prismáticos a su espalda y corrió las cortinas.
--¡Qué raro vos por acá!, estaba por irme –dijo, impaciente..
--¿Esperabas el The End de la película porno? –ironicé.
--No seas de mal gusto.
--El mal gusto es tuyo. Pero no vine a discutir sobre tus vicios.
--¿Entonces?...
--Necesito que hablemos.
Noté el disgusto en su cara, resopló, como quien está harto de escuchar el mismo disco y no puede evitarlo.
--¿Tiene que ser ahora y acá?
--¿Interrumpo algún asunto importante, alguna cita de negocios, o quizá una cena de trabajo?
--No, pero podríamos ir a casa y conversar allí, o cenar afuera.
--Prefiero un lugar más neutral y sin testigos. Voy a servir un par de whiskys, los necesitaremos.
--¿Tan grave es?
Me acerqué al bar sin contestar, faltaban escasos minutos para las veintiuna, Rodrigo mostró extrañeza. Prendió un puro y se aplastó en su sillón con la vista perdida en el humo de la primera bocanada. Aproveché su distracción para volcar el veneno en el vaso. Cuando añadí los cubos de hielo, sonó el timbre. El plan marchaba a la perfección.
--¿Esperás a alguien? –pregunté, simulando sorpresa.
--No, es extraño a estas horas. Voy a abrir.
Me escondí tras las cortinas, de pronto era yo la fisgona. María se le tiró al cuello y comenzó a besarlo en la boca. Mi marido intentó frenarla, explicarle, pero era tarde, yo les apuntaba con el revólver.
Su profesión le hará saber, inspector, qué tipo de placeres despierta asumir el dominio de una situación hartamente deseada. El que yo sentí casi podría compararlo al de un orgasmo, no cualquiera, uno como los que me producía Pablo.
Algo morboso me circulaba el cuerpo al verles las caras, caras de pavor, de súplica implícita. María, entre lágrimas, comenzó a tartamudear un por favor trágico. Él, abrazándola, me rogaba que bajara el arma, dijo que las cosas podían arreglarse hablando, que no era necesario lastimar a nadie. Palabras sacadas de alguna de sus películas viejas, actitudes escénicas graciosas por lo burdas, poses de actor venido a menos que, en vez de hacerme recapacitar, me exacerbaban el verdugo en el que me había transformado.
--Vos –le señalé a María— agarrá los dos vasos y sentate en el sofá. Vos, mi querido Rodrigo, abrí la caja fuerte y sacá un fajo de dólares.
--Por favor, Ella...
--Silencio, viejo tarado, o se te va a complicar el final de esta deplorable obra cinematográfica.
Los dos cumplieron las órdenes. María sollozaba.
--Ahora dale el dinero a tu putita, y vos, guardalo en tu cartera.
Le ordené a mi marido que encendiera el televisor y pusiera la película que más le gustara, total, iba a ser la última que vería, por qué no dejarlo disfrutar de su hábito. Casi me descompongo cuando aparecieron los títulos de “Lo que el viento se llevó”. Maldito obsesivo.
--Ahora un brindis –les indiqué, apuntándoles el arma--, el que tiene más hielo es el de María.
El ruido de los cubitos parecía un llamador en las manos de la mocosa que seguía rogando que la dejara ir; ella no quería a Rodrigo, chilló, sólo era un juego, un negocio. Utilizó esa palabra, y la cara de él se volvió gris.
--Así que sos un ente lucrativo para tu amante –lo escarnecí aún más--, pensar que cuando te lo señalé casi me matás.
Rodrigo saltó sobre María y, como a mí antes, comenzó a asfixiarla. Ella luchaba por quitarse las manos del cuello, pero la fuerza del odio y la humillación de mi marido eran invencibles. Miré el espectáculo con una displicencia absoluta, tanto tolerar las manías de Rodrigo me mezclaban la ficción con la realidad. Pasaba de la imagen de la bella Maureen O´Hara a la de las descompuestas facciones de María ahogándose. Cuando salí del limbo, ella estaba tan muerta como la O´Hara hoy.
Me di cuenta de que esa alteración de planes me beneficiaba. Fui acercándome despacio sin dejar de apuntar a la cabeza de Rodrigo.
--Dejame terminar de ver la película –murmuró, sin miedo, acatando la sentencia que yo había dictaminado.
¿Usted no le concedería la última voluntad a un condenado a muerte, inspector?
Cuando Clark Gable finalmente besa a la O´Hara, él me miró como queriendo rescatar algo de esa farsa llamada amor. Te amo, gimió, podemos reintentarlo. Sus ojos de carnero me dieron el impulso necesario para terminar la película, las dos en verdad, la del Viento y la de la absurda vida de mi marido. Porque fue ahí mismo cuando disparé los dos tiros. Me asombré de mi puntería, un perfecto círculo comenzó a manar sangre de su pecho, justo a la altura del corazón, el otro disparo había hecho estallar la pantalla.
Limpié el revólver de mis huellas y lo coloqué en la mano floja de María. Con esfuerzo puse el cuerpo de él sobre el de ella y acerqué sus dedos al esbelto cuello, simulando una lucha mortal. Lavé los vasos de whisky para no dejar rastros del veneno que no había sido necesario, y desparramé los dólares sobre el sillón y el piso. Una perfecta escena de pasión y dinero, mezcla peligrosa, inspector, capaz de llevar a la muerte a cualquiera, o de matar a cualquiera. La codicia...
El entusiasmo me hizo pasar por alto ciertos detalles, sólo pensaba que era rica.
El resto ya lo sabe usted, inspector.
¿Pablo? Cuando fui a su casa estaba con otra, tan parecida a María Soto, que creí era su fantasma.

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