La
iglesia estaba en esos momentos en que la luz cenital la convierte en un ámbito
perfecto para el recogimiento. Los niños habían terminado de ensayar el coro.
Estaban preparando los elementos para el oficio siguiente. El sacristán
encendía el incensario que iba a perfumar y sacralizar aún más la celebración.
Entró
tratando de no hacer ruido para no quebrar la magia del momento. Se deslizó
hacia la nave principal, buscando acercarse al altar mayor.
Fue
cuando la vio. Un brillo dulce, emanado de los cirios que escoltaban el ícono
de San Vladimir daba a su cabello, casi blanco de tan rubio, reflejos ebúrneos.
Era la viva imagen de la pureza.
Trató
de no hacer ruido que la perturbara, tan ensimismada en su oración la percibió.
Raramente se encontraba sola, así que decidió aprovechar el momento para
acercarse. Casi en puntas de pie. Como si pudiera espantarla.
Estaba
sufriendo una conmoción tan grande que tenía miedo de estallar en llanto. Se
ahogaba. Pero pidió al santo la entereza necesaria para afrontar ese momento.
Con un hilo de voz, la llamó por su nombre. Ella se volvió extrañada, miró sin
ver y continuó con su plegaria.
Entonces
decidió rozar su mano, apenas rozar. La
sintió tibia, dulce pero ajena. En ese instante un fárrago de emociones la invadió:
pasaron ante sus ojos las imágenes más dolorosas. Su llegada al país lejano y
exótico de la mano de Serguei, su amigo
de la infancia con quien iniciarían una vida posible escapando de la
guerra inmisericorde. El aprendizaje de lenguas y costumbres tan extrañas, el
barrio extramuros, la contención de la colectividad que le aliviaba la angustia
de la familia ausente y en peligro, el
amor prodigado por su compañero que la hicieron pensar que era retribuido por
ella.
La
niña llegó a esa dicha esquiva que pretendían, iluminándolos . Vislumbraron una posible felicidad que duró
un par de años. Hasta que él entró en sus vidas y Tatiana se dio cuenta de que la tranquilidad se esfumaba. El amor la
arrasó a su pesar y comprendió qué
sentía realmente por su marido. Su mundo se volvió un infierno. Luchó
denodadamente contra esta pasión que destruiría su hogar, porque sabía que
Serguei no sabía perdonar, pero tenía veinte años y ninguna experiencia de la
vida.
Huyó
con su amante, pero tardó apenas un mes en volver. No podía con su conciencia,
extrañaba a su niña desesperadamente. Su
marido, inmisericorde, ciego de despecho y rencor, cerró para siempre las
puertas de su casa y de su corazón. Nunca más le permitió ver a la niña.
Tatiana
lloró, rogó, suplicó, se humilló de todas las formas posibles. Nada. El odio
pudo más. La pequeña jamás salía sola, y ella pasaba horas espiándola pues la acompañante
tenía orden estricta de no dejarla acercar. La veía ir a misa, al jardín , a
piano. Conocía todas sus actividades pero fisgando tras de un árbol, entremezclada con otras personas,
como un fantasma.
Serguei
crió a la niña con todo amor y dedicación, enseñándole a rogar a San Vladimir
por el descanso eterno del alma de su madre. Y era lo que estaba haciendo en este instante.
Por eso cuando la pequeña de cinco años se
volvió, esa extraña no era más que otra señora que compartía su devoción y la
había rozado a modo de saludo cómplice, dejando en su manita un perfume de
lavanda que le recordaba vagamente algo que no podía identificar.
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