Desde
siempre Ramiro era cabulero, inventaba tradiciones a cumplir con exactitud. Los
lunes jugaba a la lotería, los jueves a la quiniela, nunca bajó de la cama con
el pie izquierdo. Por la calle, todo obedecía
a un sentido especial; si un hombre rodeaba un charco, Ramiro percibía que
iba a recibir un regalo, si lo pisaba, mala suerte para toda la semana.
Prohibió a su familia pasar por debajo de las escaleras; cuando hubo que
reparar el frente de la casa, nadie salió a hacer mandados durante un mes. Él
limpiaba los espejos, por temor de que alguno sufriera un daño.
Un
viernes trece, vio un hombre rodeando un charco; como era de esperar, su hija,
al volver de un viaje, le trajo un gato de yeso comprado en Egipto. Ramiro,
embelesado, guardó cuidadosamente el piolín y el diario en el que estaba
envuelto; apenas vio el contenido sintió una enorme conexión con el animalito.
Era negro con ojos amarillos. Michi, la mascota de la casa, se acercó
corriendo, fijando la mirada. Desde entonces hubo órdenes estrictas de que Michi se llamara
Pharaón.
Ramiro
estaba exultante, todos sus vecinos se enteraron del magnífico regalo, que
según su dueño, curaba las enfermedades. Lo mostró con orgullo, pero no
permitió que nadie lo tocara. Pharaón, al anochecer, fijaba sus ojos; se
petrificaba ante la mirada amarilla.
Para
festejar el cumpleaños del regalo, lo acomodaban sobre un almohadón de raso. Durante
uno de estos festejos, Ramiro empezó a sentir dolores reumáticos en un pie,
observó con asombro que una pata del gato se estaba despintando, y que Pharaón
empezó a renguear.
Como
hombre de acción envió a su esposa a comprar una pirámide, indicándole las
medidas exactas. Cambió de lugar al gato y le puso la pirámide al lado.
Llamativamente Pharaón no quiso comer ese día ni al día siguiente.
Ramiro,
que era un hombre de recursos, compró una segunda pirámide, y abolló el plato
de Pharaón para que se mantuviera en la cúspide de la misma. Como por arte de
magia, Michi-Pharaón apareció como un rayo y comió con apetito ante la
satisfacción de sus dueños.
Así todo
estaba encadenado: la luz sobre el espejo, el reflejo sobre la pirámide, la
pirámide rozando el gato, el gato sobre el almohadón, el almohadón sobre la
mesita, la mesita sobre la séptima baldosa desde la entrada, y el diario en el
que había venido envuelto ese gran benefactor, en un cuadrito, colgando del
piolín egipcio
Con ese
toque final, basado en su genialidad, Ramiro sintió que el mundo era un lugar
realmente agradable y seguro.
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