martes, octubre 18, 2011

El regalo, Ruth Moguilner


Desde siempre Ramiro era cabulero, inventaba tradiciones a cumplir con exactitud. Los lunes jugaba a la lotería, los jueves a la quiniela, nunca bajó de la cama con el pie izquierdo. Por la calle, todo obedecía  a un sentido especial; si un hombre rodeaba un charco, Ramiro percibía que iba a recibir un regalo, si lo pisaba, mala suerte para toda la semana. Prohibió a su familia pasar por debajo de las escaleras; cuando hubo que reparar el frente de la casa,  nadie salió a hacer mandados durante un mes. Él limpiaba los espejos, por temor de que alguno sufriera un daño.
Un viernes trece, vio un hombre rodeando un charco; como era de esperar, su hija, al volver de un viaje, le trajo un gato de yeso comprado en Egipto. Ramiro, embelesado, guardó cuidadosamente el piolín y el diario en el que estaba envuelto; apenas vio el contenido sintió una enorme conexión con el animalito. Era negro con ojos amarillos. Michi, la mascota de la casa, se acercó corriendo, fijando la mirada. Desde entonces hubo  órdenes estrictas de que Michi se llamara Pharaón.
Ramiro estaba exultante, todos sus vecinos se enteraron del magnífico regalo, que según su dueño, curaba las enfermedades. Lo mostró con orgullo, pero no permitió que nadie lo tocara. Pharaón, al anochecer, fijaba sus ojos; se petrificaba ante la mirada amarilla.
Para festejar el cumpleaños del regalo, lo acomodaban sobre un almohadón de raso. Durante uno de estos festejos, Ramiro empezó a sentir dolores reumáticos en un pie, observó con asombro que una pata del gato se estaba despintando, y que Pharaón empezó a renguear.
Como hombre de acción envió a su esposa a comprar una pirámide, indicándole las medidas exactas. Cambió de lugar al gato y le puso la pirámide al lado. Llamativamente Pharaón no quiso comer ese día ni al día siguiente.
Ramiro, que era un hombre de recursos, compró una segunda pirámide, y abolló el plato de Pharaón para que se mantuviera en la cúspide de la misma. Como por arte de magia, Michi-Pharaón apareció como un rayo y comió con apetito ante la satisfacción de sus dueños.
Así todo estaba encadenado: la luz sobre el espejo, el reflejo sobre la pirámide, la pirámide rozando el gato, el gato sobre el almohadón, el almohadón sobre la mesita, la mesita sobre la séptima baldosa desde la entrada, y el diario en el que había venido envuelto ese gran benefactor, en un cuadrito, colgando del piolín egipcio
Con ese toque final, basado en su genialidad, Ramiro sintió que el mundo era un lugar realmente agradable y seguro.

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