(Por favor, que no llore, por favor.) Ella revolvía la
taza de café mientras meneaba la cabeza con un “no” suave, triste. Los dos
sentados en la mesa del bar junto a la ventana, y el mozo con cara de póker
dando vueltas intentando cobrar la cuenta de una vez.
(Ahora seguro que me hace una escena.) El silencio
envolvió el ambiente y la ambulancia que pasaba a toda velocidad con gritos y gesticulaciones del
conductor ni se oyó.
(Elena me va a rogar otra vez, me va a pedir
explicaciones.) La mujer apuró el café de un sorbo y se levantó de la mesa sin
decir ni “mu”.
Para mi sorpresa, quedé solo, enfrentado con la cara
del mozo y, finalmente, pagando la cuenta.
Se terminaba la hora del almuerzo y volví a la oficina
caminando rápido, mirando aquí y allá el espectáculo de siempre y la diversidad
de secretarias y mujeres oficinistas con variedad de largos en sus minifaldas.
“No vendría mal observar un buen culo después del
trago amargo.”
Eso mismo pensé ese mediodía y todos los mediodías de
la semana entera. La primavera comenzaba y los escotes y tacones de colores con
ella en la selva del microcentro.
Lo de Elena había pasado. El mal trago nunca duraba más
que una prolongación del llanto o la súplica de la participante en cuestión.
Todas con sus diferentes atributos, bellezas, oficios o profesiones, cuerpos
llenos de ideas o histerias, infinitas cantidades de crema para cualquier cosa
y cada parte de si mismas.
Recuerdo una que era cocinera y dirigía un catering
para fiestas importantes. Nos veíamos en el bar, en el mismo bar de siempre y
cada vez traía consigo un pastelito dulce con crema que sacaba de su cartera
haciendo malabares para no abollarlo y me lo ofrecía poniéndolo tímidamente
junto a mi taza de café y yo, hacia como que me encantaban los pastelitos y
siempre los olvidaba ahí, sobre la mesa.
Pero Elena era jardinera y trabajaba en el jardín botánico,
en un proyecto que nunca terminé de oír. Habían sido dulces los encuentros con
Elena, pero, como dice mi amigo Roldán: “Después del quinto polvo, hay que
hablar de proyecto.” Ese lunes había sido el día después del quinto polvo.
Toda la semana transcurrió como todas las semanas del
año donde trabajo en la oficina, tengo alguna cita a la hora del almuerzo, y
camino por las calles solo, buscando un lindo culo que mirar. Hasta que llegó
el viernes y en el mismísimo bar, el mozo con cara de póker se me acercó y en
vez de traerme la cuenta sin que yo lo pidiera, como es su costumbre, me deslizó
un sobre pequeño y cerrado.
“Lo dejaron para usted. Es todo lo que puedo decirle.”
Lo abrí al instante esperando ver un papelito con el número
de teléfono de alguna nueva candidata. En cambio, aparecieron unas cuantas
semillas desparramadas y poliformes de colores tierra rojiza y moradas.
Tan raro me pareció, que tuve que admitirlo: cualquiera
que estuviera intentando captar mi atención, lo estaba logrando. Así que en la
cocina de casa, perforé la lata de arvejas que había usado la noche anterior y
llené de tierra que robé de la maceta del ficus. Tiré las semillas y un poco de
agua. No sé más que esto en asuntos de botánica.
Claro que podría haber llamado a Elena, pero ya había
zafado del llanto y escándalo del lunes ¿Para qué provocar un mosquerío por teléfono
que luego no podría parar?
A los dos días me impresionó la enorme planta que había
crecido en la lata. Fina, delgada, pero fuerte. Hojas en forma de corazón mal
dibujado y toda ella de un color rojizo intenso, como el vino tinto.
Ese domingo me desperté con un olor dulzón en medio de
la nariz y la saliva que tragaba se hacia espesa y azucarada. Me senté en el sofá
a leer el periódico, pero no soporté las noticias trágicas que antes sólo me divertían.
Algunos medios de comunicación tienen esa forma siniestra para contar los
sucesos y al final la ironía se apodera de mí. Pero no ese domingo. Entonces sólo
me dio por desayunar chocolates y algunas cucharadas de dulce de leche.
Para ese momento, ya detectaba que algo extraño estaba
sucediendo. Abrí el baúl de cuero apoyado junto a la biblioteca y no dejé de
mirar fotos y cartas de amores pasados. Algo crecía en mí. Un sentimiento de
afecto, amor, necesidad inexplicable. Unas ganas locas de compartir mis
espacios y mis sentidos. Un deseo insoportable del abrazo y preparar comida
para dos. Me bajó la presión o algo así, porque tuve que sentarme rápidamente
en el sillón y no veía con nitidez. Intenté respirar profundo. Enfoqué la vista
en la mesa de roble y lo primero que apareció fue el libro “La mujer justa” de
Sandor Marai. Lo tomé, arrebatado y con poco aire. Decidido, abrí al azar: “Hace
falta mucho valor para dejarse amar sin reservas. Un valor que es casi heroísmo.
La mayoría de la gente no puede dar ni recibir amor porque es cobarde y
orgullosa, porque tiene miedo al fracaso. Le da vergüenza entregarse a otra
persona y más aún rendirse a ella porque teme que descubra su secreto... el
triste secreto de cada ser humano: que necesita mucha ternura, que no puede
vivir sin amor.”
Me pareció una locura. Lo que comenzó siendo una
sonrisa entre mis labios e incredulidad, términó en carcajadas abruptas y
desafinadas que estremecerían a cualquier persona de buena voluntad. No lo pensé
siquiera. Salí corriendo a la cocina y abrí el primer cajón de los cubiertos.
Tomé la cuchilla más afilada y di la vuelta buscando la lata de arvejas para agarrar
por el tallo a esa planta descarada y destrozarla de todas las formas que se me
iban ocurriendo hasta despedazarla y reventar sus raíces, descuartizándola, diseccionándola,
impidiendo su crecimiento, su respiración, su vida. Sólo por si acaso.
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