Aquella mañana pasé y lo vi. Estaba envuelto en una frazada sucia y rota y apenas denotaba seis años. Cuando lo miré saltó enseguida: con mucho odio me espetó “Qué mirás, vieja puta”. El exabrupto me golpeó, y aunque creo que no soy vieja y mucho menos puta, reconocí que dada su situación hubiera dicho algo parecido.
Me aproximé unos pasos y mientras le extendía un billete de dos pesos junto con un caramelo que tenía en el bolsillo, pregunté “ ¿Y tu mamá? “
“Mi mamá está en mi casa, ¿por qué?”, contestó desafiante y aceptando lo que le daba. “¿Por qué no estás en el colegio?” – “No puedo, tengo que conseguir guita para comer y llevar a mi casa”. Estaba mugriento de pies a cabeza. Me di cuenta que era inútil seguir preguntando.
Aunque eran más de las nueve y media y no hacía frío se envolvió en su manta para seguir acostado. Entonces me percaté que junto a él dormía un pibe de edad similar, que no se había movido mientras hablábamos. Yo seguí mi camino.
El domingo siguiente salía de la iglesia de Pompeya luego de la misa de nueve. Entre los que pedían plata en el portal estaba él. Casi igual de sucio, en ojotas, y vistiendo un pulóver que le sobraba de talle.
Me acerqué y enseguida estiró la mano: “Una monedita para comer”, pidió. Puse en su mano cinco pesos. Apenas sonrió al verlo y no dijo un “gracias”. No me reconoció como seguramente no quiere reconocer a nadie, y se dio vuelta para seguir pidiendo.
Me llevé sus facciones infantiles en mi memoria, y por eso varios días después lo recordé al verlo junto a dos o tres más –todos mayores que él- mientras discutían con dos agentes que habían bajado de un patrullero. Estaban al costado de un autoservicio y seguramente habrían hecho de las suyas entre los clientes o los transeúntes y alguien llamó a la policía.
Llevaba la voz principal en el lío: “No nos podés tocar” le decía a un agente. “Yo no hice nada y no me podés tocar”, repetía. Y llevaba la razón: a los canas, aunque bajo un gesto autoritario, se los notaba indecisos y sin ninguna determinación de intervenir realmente. Simplemente habían respondido a la orden de presentarse, y luego de unos pocos minutos subieron al móvil y desaparecieron.
Mi “amiguito” se sentó en el suelo de la avenida Sáenz mientras apretaba en su derecha un mazo de estampitas con la efigie de la Virgen de Luján. Luego le gritó a sus compinches: “Esta tarde vamo´ a ver al Globo”.
Me aproximé unos pasos y mientras le extendía un billete de dos pesos junto con un caramelo que tenía en el bolsillo, pregunté “ ¿Y tu mamá? “
“Mi mamá está en mi casa, ¿por qué?”, contestó desafiante y aceptando lo que le daba. “¿Por qué no estás en el colegio?” – “No puedo, tengo que conseguir guita para comer y llevar a mi casa”. Estaba mugriento de pies a cabeza. Me di cuenta que era inútil seguir preguntando.
Aunque eran más de las nueve y media y no hacía frío se envolvió en su manta para seguir acostado. Entonces me percaté que junto a él dormía un pibe de edad similar, que no se había movido mientras hablábamos. Yo seguí mi camino.
El domingo siguiente salía de la iglesia de Pompeya luego de la misa de nueve. Entre los que pedían plata en el portal estaba él. Casi igual de sucio, en ojotas, y vistiendo un pulóver que le sobraba de talle.
Me acerqué y enseguida estiró la mano: “Una monedita para comer”, pidió. Puse en su mano cinco pesos. Apenas sonrió al verlo y no dijo un “gracias”. No me reconoció como seguramente no quiere reconocer a nadie, y se dio vuelta para seguir pidiendo.
Me llevé sus facciones infantiles en mi memoria, y por eso varios días después lo recordé al verlo junto a dos o tres más –todos mayores que él- mientras discutían con dos agentes que habían bajado de un patrullero. Estaban al costado de un autoservicio y seguramente habrían hecho de las suyas entre los clientes o los transeúntes y alguien llamó a la policía.
Llevaba la voz principal en el lío: “No nos podés tocar” le decía a un agente. “Yo no hice nada y no me podés tocar”, repetía. Y llevaba la razón: a los canas, aunque bajo un gesto autoritario, se los notaba indecisos y sin ninguna determinación de intervenir realmente. Simplemente habían respondido a la orden de presentarse, y luego de unos pocos minutos subieron al móvil y desaparecieron.
Mi “amiguito” se sentó en el suelo de la avenida Sáenz mientras apretaba en su derecha un mazo de estampitas con la efigie de la Virgen de Luján. Luego le gritó a sus compinches: “Esta tarde vamo´ a ver al Globo”.
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