Viví años
trabajando en el campo, guiaba el arado que abría los surcos, esparcía las
semillas, recogía los granos, y los llevaba
al molino. Con la harina, suave, blanca, lista a dejarse amasar, volvía.
Desde
niña, la música me acompañó. Escucharla alegraba mi corazón y movía mi cuerpo una sensación de armonía.
Ya mayor me establecí en el pueblo. Y llego el día. Yo
Salomé estoy decidida, esperé años, este momento, escuchaba y practicaba siempre sola. Hoy comienzan a
bailar tango en un tablado cercano y ahí voy acompañada por los recuerdos.
Un muchacho se
acerca, me invita y comenzamos a bailar. Las mejores cosas en la vida se hacen
de a dos y el baile es eso, unir almas, corazones, intenciones y dejarse
llevar que la música como diosa nos
domine y como el viento a los juncos nos doblegue. Apoyar el cuerpo al lado del otro y comenzar a moverse al compás de las
notas, aprieto mis ojos para gozar esa magia que envuelve, sentir la mano del compañero que guía, apoyar la mía rozando
su cálida espalda, hermanar los sueños hasta ser uno. Fundirse con el otro, deseando que sea
eterno ese instante.
Percibir las
respiraciones en éxtasis. Girar como calesita y volver a unir nuestros pasos. Al cambiar el compás la cintura se acomoda en
los brazos del compañero, alejarse es alegre y volver a unirse en esos brazos, gozoso.
Sentirse
feliz en los reencuentros. Como en la vida.
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