La tarde diáfana era una gran copa de cristal. El cielo azul parecía desbordarla invitándonos a danzar entre sus ondas. Y aceptamos la invitación sumergiéndonos entre las aguas de aquel infinito.
Brillos de luz del atardecer y el sol del crepúsculo ponían reflejos mágicos en el cuerpo de los pequeños, diamantes en los de los jóvenes y calor en el de los adultos. La vida era bella en aquel lugar, y en aquel momento con toda la risa jugando entre nosotros, con el amor y la amistad unidos en la cadencia de nuestras danzas. Hasta que estalló el drama. Una enorme nube negra de presagio, de muerte, empañó nuestro cielo.
Un huracán de desolación y angustia, una ronda macabra de demonios embriagándose con nuestra sangre. Las miradas repletas de terror, el estremecimiento recorriendo nuestros cuerpos, el miedo, la ira, la impotencia, el afán de huir, el horror de vernos morir, uno a uno por la furia infernal de nuestros enemigos. La lucha por escapar de aquel festín impiadoso de los atacantes. Todo fue inútil. Aquello duró lo que duraron nuestras huestes. Muy pocos conseguimos escapar, escondiéndonos en el rincón más desolado, en el más pequeño intersticio, no por cobardía sino por la inutilidad de enfrentar a un enemigo diez, cien, mil veces superior en fuerza, número, en empuje. Caímos arrollados por los monstruos. No eran mensajeros alados del espacio, o notas musicales que vuelan o embajadores del canto, los pájaros son monstruos, auténticos monstruos sin atenuantes. Al menos desde el punto de vista de un insecto.
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