Los pañuelos se agitan al compás de una zamba. Pies que dibujan su cadencia envolvente. Ojos que entrelazan sus mensajes o los pierden sin respuesta en la danza de la vida. Todo el pueblo presente para disfrutar y juzgar. Las veinte parejas se mueven abrazadas por las guitarras, el aire de las sierras y el ansia de ganar. La mitad será eliminada con la coronación de esa zamba. Los favoritos son el Prudencio y la Rosita. Nacieron en el lugar. Noviaron desde entonces. Tal vez por mandato tácito de sus familias nunca se separaron.. Ya lucen, aunque muy jóvenes, el orgullo de ser marido y mujer casados por el juez.
Entreverado con los lugareños está el ingeniero Alberto Quesada, llegado de la Capital hace seis meses. Se mueve como uno más. Opina, evalúa y mira con insistencia a la Rosita. El ha dicho que no se irá sin aprender a bailar la zamba. Cosas de porteño. El lunes regresa a Buenos Aires.
Las diez primeras parejas son eliminadas. Empieza la chacarera. Con el cambio de ritmo, después del corto descanso, los bailarines están renovados. Han dado un paso adelante en el concurso. Transmiten alegría, fuerza, ganas de triunfar. Todos son muy buenos pero en la próxima quedarán sólo cinco. No será una elección fácil.
El valsecito criollo empieza y todos se mueven y lo tararean. Es un placer genuino comparable a pocos. Parece tan simple ese baile, pero lo que vale es mostrar en los movimientos lo que siente cada uno. No alcanza la habilidad, la agilidad, lo que cuenta es el corazón. Y en eso el Prudencio y la Rosita se destacan. Como el número es impar se eliminaran solo dos parejas. En la final habrá tres: una, la ganadora. Igualmente ya no caben muchas dudas. Se tendrán que lucir en el pericón nacional, un malambo, y de nuevo una zamba: esta vez la del Pañuelo.
La emoción que despierta el pericón, la destreza de los hombres en el malambo y los primeros acordes de la guitarra descorren un escenario inolvidable.
En el medio de la zamba, cuando todos están por empezar a aplaudir a los consabidos ganadores, a la Rosita se le caen dos lágrimas, tres, muchas. Solloza sin consuelo. Mi zamba como un pañuelo llora en la tarde mi padecer. Los ojos de Alberto fijos en los de ella. Si andando, andando niña un día mis ojos te ven pasar.
El Prudencio, sin saber que hacer, trata de secarle el llanto con el pañuelo que iba a coronarla. La zamba que voy llorando en los senderos. Alberto Quesada sabe que hacer. Se despide en silencio del niño, que un día, florecerá.
El certamen se declara desierto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario