He visto a ese hombre muerto y lo puedo asegurar como que me llamo Eulogia Vargas Espinoza.
Un recuerdo macerado en la tristeza y una especie de furia amontonada en el estómago que no se va con nada.
Yo que he vivido toda mi vida en este pueblo, sé que no hubo ni habrá otro día igual.
A veces ,una tiene esas cosas de mujer, que están acá, debajo de la piel, algo que no hace falta entender con palabras, un amasijo de tripas que llega hasta el corazón y desde ahí mismo el recuerdo es como el polvo en la hondonada, se ve, se siente, se muerde…
Era un mediodía gastado. Sucio. Empastado con el polvo del adobe.
Yo los escuché desde mi rancho gritando toda la mañana. Endiablados como los perros en celo. Los ví subiendo y bajando del monte, con el olor de la muerte en la nariz, en los ojos. En el perfil de los rangers.
Sabía que la escuelita estaba vacía, pero reventaba de a ratos de uniformes y gritos. Y parece que a veces una tiene que estar en el lugar que le manda la vida, (digo yo).
Estaba en el patio moliendo unos granos y ví de refilón como lo arrastraban. Me tapé los ojos cuando lo golpeaban en la espalda. Se rían y escupían el hilo de huella roja que dejaba sobre la tierra seca. Al ratito escuché el ruido y ví como los pájaros se espantaban hacia la tarde. Enseguida me vinieron a buscar a la casa. Les dije que no tenía nada que ver con los melenudos, pero no les importó y me llevaron a donde estaban unos soldados.
El más gordo estaba parado detrás de una mesa, me miró, y dijo que era un día para entrar en la historia, puso las cejas hacia arriba como queriendo agrandar una cara que no daba para tanto. Vaya y déjeme bien limpio a ese gringo. Que mañana van a hablar de esto en todo el mundo, dijo, se pasó la mano por el bigote y la cara se le atrancó entre los nudillos gordos y azules.
Pero él no entró al cuarto, le ordenó al sargento que lo hiciera con migo. Supe en ese momento que el pedazo de rencor que mordía cuando ordenaba, era miedo. Un miedo pardo y amarillo como la bilis que le subía cada vez que nombraba al muerto.
Me impresioné cuando lo ví y eso que he visto muchos, una se va haciendo dura como la tierra gris. Pero este…
Tenía los pelos largos, le explotaban desde la cabeza y se le pegaban en la cara. Los ojos abiertos, desnudos, como si supiera donde sigue la vida.
Y yo tuve miedo de tocarlo, de borrarle esa cara serena, sin marcas. Me puse de costado para verle el perfil y el sargento que todavía estaba allí, aprovechó para darle un cachetazo y juro que me miró, aunque yo supiera que estaba muerto. Tuve que pedirle fuerzas a la “Pacha Mama” para no salir corriendo. No se asuste, dijo el sargento, este gringo está bien muerto y se río con fuerza llevándose la sorna de su voz hacia fuera, hacia la recamara llena de su fusil.
Le acomodé la cara y lo dejé mirando al frente, le limpié el pecho cuidando de no lastimar la herida de su corazón, después las costillas de a una. Tan flaco estaba y la selva que le brotaba de los dedos, de los dientes, del sol muerto en el frío del invierno. Y el agotamiento, vivo haciéndose piel sobre piel en el cuello y los brazos.
Estaba cansada cuando terminé de vestirlo y me quedé quieta cerca del cuerpo, en un costado, pensé como se sentiría su madre y lloré mirándolo un buen rato. Me descubrí después, enamorando un mechón hosco de su pelo entre mis dedos y soñé con su mirada de viento, dándome las gracias y repitiendo mi nombre.
Y puedo jurar haberle visto un gesto tierno en su cara. Y su voz hecha sonrisa, rodeándome la cintura. Llevándose toda mi soledad hacia el monte, hacia la guerrilla nueva que estaría comenzando en otro lugar.
A veces ya tan vieja, me pregunto si es por eso que estoy sola y él todavía sigue ahí, apoyado sobre los hombros como quien se escapa de la muerte y la vence. La doblega y se hace vivo cada día de mi vida.
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