Avenida
Corrientes, te recorro con mirada ajena; antes no padecías de apuros. Te cruzo
por Pueyrredón y las comidas peruanas invaden. Me tientan pero no me atrevo.
Un poco
más allá dos morenas vociferan las
trenzas de Shakira. Soy asaltada por las ganas de sentarme en el banco
callejero y exponer el peinado a los caminantes. Pregunto el precio; cuestiono
mi edad. Tal vez otro día de más coraje.
Sigo
hacia el Abasto e imagino a los africanos vendedores de gafas escapando de una dictadura.
¡Pavadas! O no.
Entro al shopping con el recuerdo de pasillos sucios, rodeados
de puestos de frutas y verduras que alguna vez comí mientras preguntaba dónde
filmó Tita Merello o cantó El Zorzal. Añoranza decepcionada por el piquete de
la historia. Para volver al país
cuarenta años sí son muchos.
Camino
por mi antigua calle hasta llegar a Bustamante y Cangallo (que ya no es can ni
gallo sino general). A través de los vidrios del nuevo edificio regreso al
bodegón donde los puesteros comían el mondongo de los días martes. Una lágrima
se conduele en esa esquina de adioses.
Giro
sobre mí y –aunque nunca más estará- veo a Isaura, mi compañera de patinaje
sobre las aceras sucias, a quien cuyo padre vendía para saldar deudas de juego.
No le importaba; menos a mí, dispuesta a triangular cuando la comida venía
después de aplacar al cliente.
Épocas
de patear con medias rotas, zapatos descoloridos y ralo abrigo a cambio de
billetes para otros. Pero sólo hasta Bulnes porque ahí trabajaban las chicas del
Flaco Karate, quien revólver en cinto, nariz blanca y feroz tumor en el cuello
protegía la parada.
Dejaste
de ser el arrabal del que la gallega Cármina echó a la hija para quedarse con el marido; el de
los proxenetas cantando en algún conventillo La Última Curda o Uno. Sólo
para acompañar la pena de Cátulo o Discépolo porque las nuestras rameras no
contaban.
El
sábado era de gloria. Nos sacábamos la meretriz vestimenta para usar pilchas
renovadas, tacones de punta fina y alta con cinta de cuero ajustada al tobillo,
pelirrojas cabelleras, perlas que no eran, chucherías carnavalescas y así
entregarnos a la milonga con el otario de turno, bajo la ruda mirada del ocho cuarenta
disfrazado de comprensión en nuestra noche libre.
Los
diecisiete años fueron viejos hasta que un empresario se encachiló conmigo y,
tras buena paga, me llevó a Italia. Allá nos casamos; por él, no por mí. Me
hizo estudiar idiomas, marketing y análisis contable. Entregó buenos años
y murió sin reprochar.
Como
asesora de empresas vuelvo a este pedazo de Buenos Aires maquillado con
sucursales bancarias, luces intensas, boutiques de diseñador, plaza con rejas, construcciones
de lujo emplazadas en los baldíos de mi anterior quehacer y bicisendas que
confabulan contra la orientación.
De ese
ayer prostituto sólo quedan imágenes subrrealistas. Ni lo cuento ni lo niego.
El costoso perfume no me oculta el estigma de mis comienzos.
Bárbara Benítez
Ilustración
fuente: http://universolamaga.com/blog/kees-van/
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