Rafael
hacía todos los esfuerzos a su alcance para dejar de fumar. Había consultado
con doctores, asistido a cursos dictados por especialistas, recurrido a
tratamientos alternativos y, hasta ese año, sin éxito. Fue entonces cuando
conoció a un terapista que le recomendó hacer ejercicios físicos para liberar
la mente y cansar el cuerpo. “Nadie fuma dormido ni mientras practica deporte”,
era el lema.
Las
caminatas formaban parte de esa terapia y, por tal razón, una mañana estaba
recorriendo a paso vivo un parque, siguiendo el circuito que había armado para
facilitar su entrenamiento. En dichas circunstancias, iba por un sendero
solitario cuando -de pronto- se cruzó con una mujer hermosa y se sintió impactado
por esa presencia sorpresiva. Calculando que la mujer, vestida con atuendo
deportivo, estaba recorriendo un circuito similar al suyo aunque en sentido
contrario, siguió su camino y al cabo de un rato volvió a cruzarla. Entonces no
reprimió una sonrisa, que le fue graciosamente correspondida. Así sucedió
durante varias vueltas, hasta que Rafael no aguantó más: la saludó e invitó a
compartir asiento a la vera del sendero, en uno de los típicos bancos de plaza
con respaldo, hecho con listones de madera pintados de verde y soportados por
patas metálicas.
Fuertemente
impresionado por la sensualidad que emanaba de su recientemente conocida
caminante, soltó su impulso de decirle: “No
quisiera que ésta fuese la última vez que nos encontramos ¿Por qué no me decís
tu nombre y tu número de teléfono?” Levantándose de inmediato, la mujer le
respondió: “No puedo”, y se marchó
siguiendo su camino.
Rafael
hizo lo propio, imaginándose que volvería a cruzarla, pero no lo lograba. En un
principio intrigado, recorrió otros senderos bordeados de vegetación, hasta
casi perderse como en un laberinto. Luego, ya triste por no poder encontrarla y
agotado de tanto caminar, se sentó a descansar en un ensanche del camino, donde
había una sucesión de estatuas de desnudos femeninos. Paseando su mirada por
esas obras artísticas, llevó sus ojos hasta un pedestal al que le faltaba la escultura.
A través de volutas de humo tabaquero que no le permitían ver con nitidez y haciendo
foco en la placa con los nombres del escultor y de su obra, leyó:
Carlos
Alberto Graziadio
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