Cuando un día ese fuego se apague, quedará
el
recuerdo, en tu pecho, de haber sentido calor.
Ese día salí de mi casa contento, lo
que alegró a mi mamá: me lo dijo al despedirme. Porque yo, dicen, siempre cara
tranca, hasta de chico, pasara lo que pasara.
Era época de
fiestas, y a mí las fiestas no me van (ni me vienen). El único dios que, creo,
adoraron juntos mis viejos, fue Gieco. Por él me pusieron León. Por él y por mi
abuelo Miguel, que era trotsko. Las reuniones son para comer con la familia y
darse regalos... y tener que escuchar siempre las mismas boludeces...
Vivo con mi mamá y
el marido; mi viejo vive en Moreno, con su mujer. Tengo dos hermanas, una por
cada lado; con la que convivo me llevo bien, con la otra pibita, ni bien, ni
mal. Voy a la casa de mi viejo cuando no tengo nada que hacer. Es lo que él me
dice: “vení cuando no tengas nada que hacer”, y es lo que hago. Esa navidad
decidí cambiar el cassette de boludeces: la pasé en la casa de él. Se ve que
les cayó bien, y agradecidos, me dieron unos mangos. No era mucho, pero me
alcanzaba para darme el gusto de mi vida.
Es cierto que la
psicóloga insistía: que siga con la música, que por ahí se canaliza. Y con la
poesía, que siga con la poesía: eso me lo decía la de Literatura, si hasta me
hizo participar de un concurso y acertó, porque al poema me lo publicaron... Y
este grupo me re cabía, por la música −rocanrol del bueno, prolijito−, pero
sobre todo por las letras, bien de acá, que les pegaban a toda la sociedad.
Que la
idea sea el sol, que al milagro lo cambien
y se
haga verdad.
El calor apretaba. Subí al 86. Venía repleto de pibes. Por los cantitos
y las banderas podía darme cuenta de qué barrios o de qué clubes eran, pero ahí
no se hacían diferencias: nos unía esa vibración común que da el rocanrol.
Minitas, unas cuantas, porque el rock no tiene sexo y esta banda prendió
fuerte. Un flash. Ni a palos me la iba a perder.
Y sí, yo estaba contento. Habíamos quedado con unos chabones en hacer la
previa en El Lavadero, estar ahí unas
horas antes, y disfrutar. Birra, amigos, charlar de fútbol, de minitas... y el recital ¿Qué más?
Eran las siete de
la tarde cuando me bajé del colectivo. Cuatro horas después, a las once de la
noche, el bardo, el humo, las
sirenas, el infierno, la fisura que no cierra. Los que nunca volverán.
Desde ese día me
cuesta subir a los colectivos. Cierro los ojos cuando paso por Once. Y las
pesadillas se repiten.
Pero a las siete
de la tarde del 30 de diciembre de 2004 yo tenía diecisiete años, estaba
tranca, era feliz.
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