El cachetazo sonó como un estampido ridículo que aturde más a los ojos
que a los oídos y se fue abriendo como un abanico extenso tocando hasta los más
íntimos recovecos, inundando la cristalería, las puntillas, los canapés de una
sensación acuosa y nauseabunda con olor a bilis.
(Aún me llamaban Minerva...)
La respiración quedó detenida en el tiempo de las mil preguntas sobre mi
futuro paradero y el terror de todos los ojos que me apuntaban. De aquellas
bocas semiabiertas, semisecas, semimudas que abarrotaban las palabras bajo sus
lenguas para no cavarse sus propias tumbas.
(Aún no me apodaban Mariposa...)
Sólo unos minutos antes mi corazón palpitaba dispar de todos los
corazones, mientras masticaba la violenta cena de candelabros y mantelería
lujosa.
En esos minutos donde mi cuerpo se agrietaba, se descascaraba de rabia
amarilla inyectada en los ojos, en la saliva, en la transpiración y no podía más
que agachar la cabeza con parsimonia y media sonrisa si me miraba fijo.
(Aún quería ser abogada...)
En vano aquietar el temblor de mis brazos, de mis alas. El poder me
abrazaba, me obligaba, destrozaba mi ser. Busqué algún tipo de ayuda. Algún
alma heroica que me rescatara de ese saqueo absurdo.
Pero nada. Estamos solas. Como las mariposas.
Imposible bailar a su ritmo, apretada entre sus medallas y ese brazo
fuerte sujetándome de pies a cabeza. Me sumergí en imágenes de una infancia recién
acabada, donde la granja era todo el universo que me alimentaba, lleno de pájaros
y caballos que pintábamos con barro sobre las piedras de nuestro arroyo
inventando figuras para cada palabra y viceversa. Y entonces nos tirábamos
panza arriba a soñar un país libre, donde el polvo de nuestras alas se quedara
en nosotras por el día entero, sin el manoseo de ningún hijo de puta que nos
sometiera con buenos modales y favores dibujados de amenazas.
Pronto ya no escuchaba la música. Ya me había escapado, volando, como
siempre quería. Desde los techos observaba la ubicación de los invitados, el
terror de sus ojos, la mudez de sus labios.
Me anticipaba al fin. Y ahí, cuando paso su mano sobre el lazo de mi
vestido ceñido a la cintura justo al final de mi espalda cayendo sobre los
pliegues de la falda y sin delicadeza alguna, me toco el culo de lleno, como si
fuera parte de su uniforme de gala, como si mi culo fuera un accesorio mas de
su patético traje de medallas y no necesitara pedirle permiso a nadie ni a nada
para tomarlo y acercarlo como mejor le viniera contra su pantalón, al tiempo
que con mi mano en la suya, la llevaba hasta sus lentes acomodándolos levemente
para ver mejor la reacción impune de los invitados, el cachetazo sonó como un
estampido ridículo. Sus guardias se acercaron pero el los envió de regreso a
sus puestos.
Minerva Mirabal me decían.
Aun no me apodaban Mariposa.
Aun quería ser abogada.
Y además, soñaba con un país libre, donde ningún hijo de puta manoseara
mis alas.
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