Había una montaña de tierra mezclada con raíces rotas del árbol de la esquina. Miré bien donde apoyar los pies porque la tapa de la alcantarilla estaba rota. Alguien superpuso los fragmentos para taparla en parte. De todas maneras se veía el agua estancada en el fondo, como la inminencia de un peligro.
Estaba en Salta y Bolaños esperando el colectivo 295 que me llevaría a la estación Lanús. Era el mediodía de una jornada calurosa. El colectivo nos sometía a una espera interminable. El único que circulaba por esa calle. Un raquítico árbol alguna sombra nos proporcionaba a los vecinos.La calle desierta. El calor avanzado. La mirada perdida. La mente embotada en la suma del todo.
Miré al sumidero. El agua oscura en el fondo tenía reflejos. Se movía. Hacía círculos. De pronto algo emergió. Un esbozo de algo. Pensé en un cocodrilo, porque tenía ojos amarillos, grandes. De un zarpazo veloz atrapó mi pie, me había acercado demasiado. Vi sus ojos muy cerca de los míos y sentí que todo mi cuerpo, como un pescado ondulante, se deslizaba a ese cubículo resbaladizo hacia profundidades negras y asquerosas.
Nadando en ese espacio y mientras me movía, veía las paredes con colgajos malolientes que se prendían a mi ropa. Pedazos de basura engrasada se adhería a mi piel, a mi cara. Paredes blandas de mugre que ennegrecían mis uñas.
En un momento vi la boca enorme de un caño maestro que traía la descarga de los deshechos. Líquidos de todas las casas. Me sumergí en ese torrente, en esa ola gigantesca y oleosa, con burbujas que explotaban y llenaban mis ojos de basura, impidiéndome la visión.
El ímpetu del oleaje me devolvió a la entrada. Aunque mis dedos resbalaban y las uñas se rompían, en la desesperación logré asirme al pedazo de loza que asomaba y trepé.
Conseguí estar parada, de nuevo, en la vereda. Chorreante, sucia. Impregnada de todos los despojos blandos y desmenuzados de la cloaca.
Y allí venía el colectivo 295. Lo paré. Subí. Al sacar el boleto noté mis manos barrosas, con larvas que se movían. Dejé que se fueran yendo en los pasamanos y en los bordes de los asientos. Apreté mi cuerpo, al pasar por el pasillo, contra los cuerpos de los pasajeros que viajaban parados. Me enrrollé, giré la posición y pude limpiarme, al menos superficialmente, de todas las miserias que llevaba encima. Apoyé las manos sobre los hombros de una camisa celeste y dejé huellas notables gris oscuro.
Me acerqué a una ventanilla abierta. Corría la brisa. Cuando el colectivo tomó velocidad, después de una parada, sentí que mi cabello húmedo comenzaba a ondear, secándose.
Y con ese viento, pululó en el ambiente cerrado, el tufo, la contaminación y la suciedad.
Observé que algunos cabellos se desprendían y tenían un bulbito en cada extremidad. Allí estaba mi ADN vagando libre por el aire.
Llegamos a la estación Lanús. Bajé blanca, pulcra, pura, nívea.
2 comentarios:
Hola Haydee: ¡Que buen texto¡ te atreviste a entrar en ese mundo fantastico.
Lo que instintivamente rechazamos.
La suciedad, lo feo, lo maloliente.
¿Cuantas veces a lo largo de nuestra vida nos vemos involucrados sin desearlo en desagradables situaciones, tratando de salir de ellas lo menos dañados posible.Me gusto Besos Syl
Hola Haydee: ¡Que buen texto¡ te atreviste a entrar en ese mundo fantastico.
Lo que instintivamente rechazamos.
La suciedad, lo feo, lo maloliente.
¿Cuantas veces a lo largo de nuestra vida nos vemos involucrados sin desearlo en desagradables situaciones, tratando de salir de ellas lo menos dañados posible.Me gusto Besos Syl
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