El cante hondo retumbó en las guitarras incendiadas de amarillo. El torna-torna, danza y zapateo de caireles, cascabeles tintineantes, eslabonados con golpeteo de tacones, pulseras y palmas, zarandeaba las faldas.
El aire, pesado, irrespirable por tantos alientos aguardentosos.
El Moro acarició su reciente cicatriz de oreja a oreja, consecuencia de un balcón de mujer, encerrada, obligada al silencio, a los almohadillados escarpines de satén,sobre las alfombras de terciopelo.
A través de los bailes y cuerpos contorsionados, los hombres adivinaban los sueños de las hembras con el corazón prohibido, deseosas de encuentros temblorosos con galanes de dientes blancos y faja ajustada.
El Moro, pensó en su propia mujer, infiel de pensamiento; rugió al tirar las copas y botellas, y apretando su daga, corrió hacia la habitación, donde sólo entraba un hilo de luz a través de las celosías caladas
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