El sabía que Bea realizaba la sacrosanta dieta con evidentes adelantos. Por esos días ella abría tan poco la boca, tanto, como otros varios que ya ni le hablaba. Tampoco surgía ninguna pelea habitual.
Fue cuando, para atraer su atención, Raven arremetió vuelta tras vuelta por el living cerca de ella, aunque esto apenas alcanzó para que cambiara de posición y prosiguiera su lectura.
Entonces él aumentó con la frecuencia, el ritmo, hasta el intolerante umbral de cualquier paciencia, y Bea abandonó el libro en su falda y lo miró.
Esa mirada oblicua fija en ella, le indicaba algo que no entendió ni entendería en ese momento, por qué sin más, vino aquello que le estaba reservado, una andanada de coloreadas golosinas en forma de lluvia que le cayeron de la cabeza a los pies.
Sin tiempo de reaccionar a la primera, recibió una nueva descarga, lo cual evidenciaba claramente un reclamo pendiente y silencioso.
Sin conmoverse esta vez por Raven –que quizá se sintiera abandonado- tomó el ataque, por ataque, ya que él consecuentemente se surtía de nuevo para tirárselo con simbólica cortesía; entonces Bea, olvidando la idea del posible niño rencoroso, se ocupó laboriosamente en arrojar por la ventana todo aquello que venía cada vez , como también por el momento, sus propósitos de amor
Ya al día siguiente, suspiró hondo al ver los despanzurrados chocolates y brillantes paquetitos derritiéndose al sol, que la obligaban a un repaso sincero de lo ocurrido.
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