Corría sobre el asfalto de la avenida desierta; entre sombras que lo acosaban deambulando frente a sus ojos. Por detrás, trataba de darle alcance la oscuridad que todo lo deglutía a su paso. Los edificios ondulaban hasta que sus estructuras cedían por la presión de ríos formados de lluvias densas. En cada esquina se erguía una figura de ella –sin rostro-, y en cada esquina esa misma figura se volvía sombra que lo acosaba frente a sus ojos. Cada nuevo latido de su corazón más fuerte y rápido que el anterior. Esa violencia cardíaca, igualada por la velocidad con que los árboles –a los costados de la avenida, sobre la acera-, emergían hasta alcanzar alturas que rozaban el cielo. Algunas ramas se deslizaban hasta su cuello, intentando ahorcarlo; otras se enredaban en sus zapatos gastados de tanto correr. El pecho parecía estallarle; hubiese deseado encontrar a alguien para pedirle ayuda. Sus piernas pesadas se hundían en cada zancada, más y más. El cielo deliraba entre luces de aurora boreal y soles de verano que le chamuscaban los pelos de la cabeza, sin embargo el perfume que percibía era el de su amada. –Ah, Victoria ¿Por qué? –balbuceaba y las lágrimas alfombraban el suelo.
En la avenida parecía vislumbrarse un final, una luz que iba en aumento. Sobre los edificios se distinguían las primeras puertas; primero cerradas, luego abiertas, y más adelante con sujetos que lo invitaban a quedarse. Él estaba agotado, el estómago se le agarrotaba; la luz que tenía enfrente, sobre el horizonte, iría tomando la forma de su amada, y de sus labios se oían susurros: “Ignacio, ¿Por qué? ¿Por qué?”
La oscuridad le desgarró la ropa; desnudo, dejaba de sentir el ambiente de la ciudad. Frenó su carrera, y cuando la oscuridad parecía envolverlo por completo, las manos de Victoria se esforzaron para sacarlo de la bañera repleta de agua con sales minerales. Mientras ella acariciaba los cabellos empapados, las pastillas que no fueron digeridas por Ignacio se le acercaban brillando en la penumbra del baño.
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