Iba caminando por Córdoba hacia el bajo. Era una tarde de fin de verano, con un sol fuerte, que todavía exigía anteojos oscuros.
Crucé la interminable anchura de la Nueve de Julio y antes de hacer los primeros metros de la siguiente cuadra me dí cuenta que en la esquina, al llegar a Suipacha, ocurría algo.
No soy afecto a las aglomeraciones. Las marchas de piqueteros, gremiales y cualquier reclamo me motivan a abrirme, a apartarme en búsqueda de cierta tranquilidad en mi camino. Tampoco me acerco cuando sospecho un accidente. Soy impresionable y varios días después me acuerdo si vi sangre derramada.
Pero esa vez cierto automatismo, cierta inercia inevitable dirigió mis pasos hacia la acumulación de personas que miraban todas hacia un punto determinado.
A medida que me acercaba a Suipacha fui comprendiendo. Dos patrulleros de la policía con las puertas abiertas y las luces del techo girando estaban colocados como barricadas en la intersección con Córdoba. Una especie de “no pasarás” rotundo y categórico ante el intento de huída de alguien.
Al llegar a la esquina y pedir permiso para tener un panorama de lo que pasaba, me di cuenta de que nadie se iba a poder escapar. Seis o siete policías, algunos con armas largas, rodeaban a dos tipos que estaban acostados boca abajo sobre la vereda de Suipacha, con los brazos a la espalda, esposados, y las cabezas cubiertas por sus remeras.
Obviamente el tránsito estaba cortado en las dos calles, y dos uniformados que interrogaban a los que parecían testigos anotaban sus dichos en carpetas.
-¿Qué pasó?- pregunté a uno a mi lado. –Asaltaron una escribanía pero parece que pudieron avisar al novecientos once y los agarraron cuando salían- me dijo. --- Lástima que mañana están otra vez en la calle. Habría que matarlos a todos –agregó. –No es para tanto-, dije, o pensé, ya no me acuerdo.
Me quedé un poco más a ver cómo terminaba. La policía parecía no tener apuro en llevarse a los chorros, y de a poco los grupos de curiosos se disgregaban. Al rato, cuando ya me aburría de esperar e iba a seguir camino, los canas ayudaron a levantarse a los tipos –que a efectos de las capuchas no veían nada- y los guiaron hacia los coches. Ahí les bajaron a la fuerza las cabezas y los metieron en el asiento trasero. Subieron también los policías, menos uno que quedó parado a la puerta del edificio asaltado. Los patrulleros, con toda su parafernalia de luces girantes y ulular de sirenas, enfilaron por Córdoba hacia su destino.
De a poco, las calles fueron tomando su enloquecida normalidad diaria y los curiosos que quedábamos nos fuimos desperdigando. Autos, colectivos y motos volvieron a cruzar por sus carriles. Cinco minutos después allí no había pasado nada.
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