La humedad se palpa como una cortina pegajosa.
Hay ecos de ecos.
Miríadas de hilitos de agua que se deslizan por las paredes, las hacen brillar como la urdimbre preciosa de una tela principesca. Profundos arcos se repiten en un juego de espejos sin fin, que se sospecha coronan en una bóveda inhallable.
Es una boca enorme que bosteza infinito.
Rumorea agua que corre entre guijarros tenues hacia la entrada.
El aire, denso y umbroso se acidula por momentos, según lo lleva o trae la mínima marea interior.
Modestas luces golpean en las agujas calcáreas que se atreven desde el techo a reencontrarse con sus hermanas elevadas desde el llano, urdiendo una trama interrumpida.
Hay un algo de órgano catedralicio en ese ámbito, de útero sagrado, de corazón batiente a pesar suyo, de buey vencido por su destino.
Con el adiós del día, parece replegarse sobre si, como un gigantesco parpado que se cierra.
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