Rosita
Fue cuando no quiso seguir en la escuela que su madre trató de convencerla, de motivarla.
Estás en quinto grado y ya no querés estudiar más. A vos te parece. Qué vas a ser cuando crezcas.
Rosita se daba cuenta de que el reproche era justo. Todas las chicas conocidas - mal que mal - iban al cole. Pero qué le importaba a ella lo que le enseñaba la maestra. Ya sabía- lo poco que leía- leer - y ya sabía - lo poco que escribía- escribir.
Le concedía la razón a su vieja, pero a ella le gustaba vagar por ahí, pasear con la Agustina y las otras chicas por el centro de Glew. Los sábados a la tarde o los domingos le pedía a su hermano Marcos unas monedas y se iba en colectivo con las otras a Temperley, a ver vidrieras y descubrir si los chicos las miraban. También los días que faltaba al colegio - antes de dejar - agarraba la bici de su hermano y se iba a ver conocidos en el barrio. Libertad total (que le dicen), sin obligaciones.
Un vecino de la cuadra, el Ricardo, hijo de una conocida de su madre, la miraba con interés. Interés que ella, tres o cuatro años menor, retribuía. Cualquier tarde lo encararía con algún motivo inventado, y que fuera lo que Dios quiera.
Al tercer día de ausencia a la escuela la directora mandó a buscar a su madre. Le dio a entender que los doscientos pesos mensuales que cobraba de la Municipalidad le serían retirados si Rosita dejaba la escuela. La Nelly habló con su hija. Le explicó lo de la amenaza de la directora y le rogó que retomara el estudio, que sinó perjudicaría a la familia. De muy mala gana Rosita se dio cuenta que no le quedaba salida. Había plata de por medio y la necesitaban.
Cuando finalizaron las clases, y próxima a cumplir doce años, Rosita se vio obligada a hablar con su madre: se había acostado con el Ricardo en la pieza de él, en su casa. Ahora no sabía, - aunque parecía que sí - si estaba embarazada. Lo que sí cuidó de decirlo - que si estaba encianta zafaría de ir al sexto grado y a su vieja le seguirían dando los doscientos mensuales.
Fue cuando no quiso seguir en la escuela que su madre trató de convencerla, de motivarla.
Estás en quinto grado y ya no querés estudiar más. A vos te parece. Qué vas a ser cuando crezcas.
Rosita se daba cuenta de que el reproche era justo. Todas las chicas conocidas - mal que mal - iban al cole. Pero qué le importaba a ella lo que le enseñaba la maestra. Ya sabía- lo poco que leía- leer - y ya sabía - lo poco que escribía- escribir.
Le concedía la razón a su vieja, pero a ella le gustaba vagar por ahí, pasear con la Agustina y las otras chicas por el centro de Glew. Los sábados a la tarde o los domingos le pedía a su hermano Marcos unas monedas y se iba en colectivo con las otras a Temperley, a ver vidrieras y descubrir si los chicos las miraban. También los días que faltaba al colegio - antes de dejar - agarraba la bici de su hermano y se iba a ver conocidos en el barrio. Libertad total (que le dicen), sin obligaciones.
Un vecino de la cuadra, el Ricardo, hijo de una conocida de su madre, la miraba con interés. Interés que ella, tres o cuatro años menor, retribuía. Cualquier tarde lo encararía con algún motivo inventado, y que fuera lo que Dios quiera.
Al tercer día de ausencia a la escuela la directora mandó a buscar a su madre. Le dio a entender que los doscientos pesos mensuales que cobraba de la Municipalidad le serían retirados si Rosita dejaba la escuela. La Nelly habló con su hija. Le explicó lo de la amenaza de la directora y le rogó que retomara el estudio, que sinó perjudicaría a la familia. De muy mala gana Rosita se dio cuenta que no le quedaba salida. Había plata de por medio y la necesitaban.
Cuando finalizaron las clases, y próxima a cumplir doce años, Rosita se vio obligada a hablar con su madre: se había acostado con el Ricardo en la pieza de él, en su casa. Ahora no sabía, - aunque parecía que sí - si estaba embarazada. Lo que sí cuidó de decirlo - que si estaba encianta zafaría de ir al sexto grado y a su vieja le seguirían dando los doscientos mensuales.
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