El abuelo encendió la pipa con la parsimonia acostumbrada. Era todo un rito. Cada movimiento le permitía enhebrar un pensamiento como una cuenta de collar.
Una vez cumplido esto, comenzaban las volutas de humo a tomar altura, como queriendo adherirse al cielorraso, dibujando incoherencias. Es fácil filosofar viendo flotar esos anillos, pensó.
Tomó la pava que ya estaba a punto de parir el agua para el mate y comenzó la segunda parte de su ritual: yerba, cascaritas de limón y termo. El mantelito pequeño, de rayitas, se adornó con una panera llena de crocantes tortas fritas
La radio bostezó un tango de Rivero y la lluvia continuó golpeteando suavemente en la ventana que daba al patio. El Murrungo se acomodó a sus pies como desde siempre y el viejo comenzó a cebarse: espumoso y amargo.Ese mate constituía una de sus últimos placeres, esos, de los que uno va despidiéndose de a poquito. La tibieza del brebaje lo invadió. Sintió ese calorcito penetrándolo como una caricia. Lo hizo sentir casi bien.
Era casi como en vida de la vieja, suspiró. Pero casi. Solamente casi.
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