La casa en donde vivimos nuestra infancia comenzaba con un
local de negocio de tintorería, precediendo la vivienda familiar. Una mampara
de madera separaba un estar y comedor y traspasando una puerta de hierro con
vidrios coloreados, un pequeño patio inicial. Subiendo un escalón, un segundo
patio, angosto y largo, al que se habrían tres habitaciones corridas.
Dos casas iguales, divididas por una pared alta.
Al fondo, la cocina y una escalera que llevaba a la azotea y
en un recodo, el entrepiso con una habitación que papá había transformado en su
cuarto de lavado de ropas. Era su lugar de trabajo, abierto, sin puertas, un
gran ventanal sin marcos ni vidrios, protegido por un pequeño alero. En su
interior, una máquina lavadora industrial, que al término de su tarea, era
limpiada y secada cuidadosamente, refulgiendo cual objeto de oro, las planchas
perforadas de bronce del tambor horizontal. Una secadora centrífuga, una mesa
de material en la que lavaba las prendas y algunos implementos más. Sobre la
pared principal, escrita en tiza, una sentencia en el idioma vernáculo,
seguramente por mamá, sacralizando el lugar.
Protegía su cuerpo del agua, con un delantal de goma negro y
los pies con zuecos de madera, en lugar de botas, quizás rememorando las
tradicionales sandalias de su país de origen. Desde la mesada, frente al
ventanal , veía avanzar una planta de glicina blanca, que fue acomodando en su
crecimiento con hilos, clavos y alambres, de tal manera que las ramas se entremezclaran y fueran formando una cortina que lo amparaba
de la lluvia y del sol y asemejaba un telón natural, de una puesta en escena,
propia de selvática comedia musical japonesa.
El origen de esta enredadera manejada por manos orientales,
tenía la particularidad de provenir de la casa lindera, la gemela. El primitivo
dueño decidió plantar en un pequeño cuadrado de tierra del angosto patio, esa
hermosa planta, que al crecer, traspasó la pared divisoria y fue inclinándose
hacia nuestra cas y papá la fue orientando y encaminando hasta convertirla en
su paisaje.
En septiembre,
primero estallaban sus flores blancas, inundando el aire de olorosa sustancia y
después surgían las delicadas hojas y la explosión del verde follaje era total. La arquitectura vegetal devenía en invernadero personal, de raíces lejanas y
evocadas.
Nunca olvidaré los días de lluvia en esa casa. El sonido
pequeño de las gotas pluviales chocando en el ramaje, se hacía cómplice de las
canciones cantadas por papá, mientras trabajaba, o no, recordando en la lengua
materna, las letras infantiles y de su
adolescencia, a veces con aires marciales, muy sentidas.
El cambio de dueño de la casa vecina trastocó su pequeño
universo vegetal. Quiso sacar la enredadera porque sus
hojas, sus flores, los pájaros e insectos, inseparables compañeros, ensuciaban
la casa y no pretendía mantenerla.
No sabemos qué sentimientos provocaron en papá, pero no
necesitó tiempo para decidir lo que debía hacer. La planta no era suya y a la
mañana siguiente tomó sus tijeras de podar y poco a poco, fue cortando
prolijamente toda la enredadera; en pequeñas ramas y trozos para poder
embolsarla adecuadamente.
Nosotros no vimos cuando lo hacía. Despertábamos tarde; pero
después del desayuno enfrentamos el nuevo panorama; parecía otra escalera, otra
pared, otro ventanal. Otra casa.
Por la tarde, en lugar de dormir la siesta acostumbrada,
salió a caminar por el barrio y al
volver, regresó con una jaula de madera y alambre, habitada por un primoroso
canario amarillo que instaló en la pared, al costado del ventanal. Trabajando
no lo vería, pero sí escucharía su
canto; sus trinos remplazarían, sin dudas, el sonido que habían producido, hasta hace poco tiempo,
las ramas de las glicinas blancas, movidas por el viento, en su encantamiento estacional.
Nubes oscuras cubrían el cielo. Amenazaba una tormenta de
verano. Se escuchaba el murmullo de pájaros nerviosos, acompañando el primer
gorjeo armónico del canario en su nueva casa.
Sonó el timbre de calle, varias veces, en forma insistente.
Era el empleado de la casa de artículos del hogar de la esquina. Traía nuestro
primer televisor y el viejo gato gris, corrió a refugiarse en su lugar
preferido.