Se pararon los dos bajo la arcada del salón del bailongo. El olfateó el ambiente, acomodándose el clavel en el ojal del jetra cruzado. El petizo Tarasca hizo punta, y se mandaron adentro.
¡Que
baranda, hermano! Estaban acostumbrados a la colonia barata y al perfume de la
brillantina que hacía relucir el pelo de los chabones, peinado tirante para
atrás con raya al costado, al estilo del “mudo”.
El
escuchó al zopeti repasar en voz alta, como siempre, la semblanteada de las
namis. La sabía de memoria. Tacos de 15, con plataforma y pulserita al tobillo
estilo bataclana, medias brillantes y vestidos con lentejuelas reflejando las
luces que, aunque fuertes, empalidecían ante los labios rojos de las bocas
recargadas de rouge, que buscaban disimular algún diente ausente o resaltar
algún otro de oro puro.
Con
Tarasca se enfrentó al hembraje, que se alineaba delante del espejo y, cuando largó la típica, ahí nomás encajó el sabiolazo. Una veterana bien
pulenta, que lo había estado fichando de
coté, se le acercó.
Chica
Divito, la naifa. Se avivó cuando le enlazó el talle y sintió que le sobraba
brazo y, al apretarla para darle marca, el DePayne se le clavó en el pecho.
El correaje
que le tanteó en la cintura parecía el
de un cana con pilcha de gala en el Día de la Patria, y su napia manyó el agrio
aroma del sudor que desprendían sus sobacos. Sin embargo, también tenía olor a
hembra, y eso le provocó inquietud entre las piernas. Sus atributos no lo
engañaban jamás, y al toque decidió
dónde y cómo quería terminar la vermouth con ella, después que los musicantes enfundaran los
instrumentos.
El
roce de sus cuerpos, bien pegados, y la perfección en los pasos de un gotán y
una milonga, hicieron que el parlamento enmudeciera hasta que la música paró.
Fue entonces cuando intercambiaron discursos. Parcos, sin camelo, se chamuyaron
sus urgencias.
Del
brazo, caminaron hacia el guardarropa. El número de él lo tenía Tarasca, que al
junar que se rajaba, corrió y se lo dio a la pebeta que atendía.
Antes de volverse a la pista, el petizo le batió al oído
- Te sacaste la sortija, guacho. Ahora, ensartala. Ja, ja.
El
le encajó un codazo y lo apartó.-Desbocao, rajá de acá - le dijo.
La pebeta miró el
pelpa, cazó un bastón y se lo chantó en la mano. Lo conocía, y el color blanco no la
sorprendió.
La
“Divito” lo agarró del codo, y lo guió para bajar las escaleras. Cruzaron la vereda Ella chistó a un tacho y, ya adentro, él le
dijo al chofer - Al mueble de Carlos Calvo, macho. Rápido -, y ambos fueron
manos pungas, hurgándose en misterios
presentidos.
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