Anselmo estaba sentado en la penumbra, con el bandoneón apoyado en los
muslos. Los acordes y las escalas emitidos por el instrumento salían por la
ventana, bajaban por la escalera y reverberaban en el patio del conventillo.
Algunos pibes estaban jugando a la pelota sobre las baldosas.
Estuvo un buen rato practicando. Por momentos se dejaba llevar y
entonces se hacía uno con la música, con la pieza casi a oscuras, con el patio
y los gritos de los pibes, con el crepúsculo que caía afuera, sobre la calle
Brandsen.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento.
Se levantó, dejó el bandoneón sobre la silla y abrió. Una muchacha de
ojos rasgados, con el pelo negro y lacio lo estaba esperando. Con la mano
derecha sostenía la manija de una caja de madera.
—Maestro —dijo—. Vengo para que me enseñe a tocar. Me manda Bereterbide.
"¿Por qué será que a los japoneses les gusta tanto el tango?",
pensó Anselmo. Le vino a la memoria la imagen borrosa de una cantante de ojos
rasgados. Pero no pudo recordar el nombre. Había pasado mucho tiempo.
—¿El arquitecto? —dijo.
—Si.
—Pero no puede ser. Si yo no enseño. Dígale a Fermín que lo quiero mucho
pero que no puede ser.
—Por favor, maestro. Terminé el conservatorio, me compré un bandoneón y estoy
aprendiendo. Me va bastante bien. Pero siento que necesito la guía de alguien
que sepa más que yo, de un maestro. Usted.
La muchacha hablaba con un perfecto acento de Buenos Aires. "Qué
extraño", pensó Anselmo. "Ese acento con esa cara".
—¿Cómo te llamás? —dijo.
—Keiko.
Anselmo la miró. Era muy linda. Por sobre la cabeza de la chica, las
nubes rojas en el cielo lejano parecían estar llenas de promesas. Su viejo
corazón se empezó a ablandar.
—Bueno, Ranko...
—Keiko.
—Perdón. Keiko. No te prometo nada. Dejámelo pensar. Volvé la semana que
viene.
La chica hizo un mohín.
—¡Oh, maestro! —dijo—. ¿Aunque sea no me puede tomar una prueba? Soñé
tanto con este día... ¡Mire, traje mi propio bandoneón! ¡Por favor!
El corazón de Anselmo se derritió. Vaciló un momento. Miró las paredes
del conventillo, pintadas de colores vivos, miró otra vez el hermoso rostro de
la chica. Los pibes seguían gritando, abajo. El sol moría en el horizonte.
—Bueno, pasá —dijo—. Pero solamente un ratito.
Encendió la luz de la pieza y arrimó otra silla.
—Sentate. A ver lo que sabés hacer.
Le acercó una partitura. La chica abrió la caja de madera, sacó el
bandoneón y se lo puso sobre las rodillas. Pasó las manos entre las manijas,
estiró el instrumento y emitió unos sonidos torpes.
—No, no —dijo Anselmo—. Re mayor, es re mayor.
—Perdón, maestro.
Anselmo se sentó, tomó su bandoneón y ejecutó la partitura de memoria.
—¿Ves? Es así, Ranko. Probá de
nuevo, por favor.
—Keiko.
—Perdón.
Keiko lo intentó otra vez, pero de su instrumento siguieron saliendo
sonidos horribles. Anselmo pensó que la chica no tenía la menor idea y empezó a
arrepentirse. ¡Pero era tan atractiva!
Pasó un largo rato indicándole, haciéndola recomenzar una y otra vez.
Por fin se recostó sobre la silla y cerró los ojos. Estaba muy cansado. La
imagen borrosa de la cantante de ojos rasgados volvió a aparecer en su mente.
—Maestro —lo despertó la chica—. ¿Quiere que le prepare un verdadero té
japonés?
—Bueno.
Keiko fue hasta la cocina. Al rato volvió con dos tazas humeantes. Anselmo
sopló en la suya y tomó un pequeño sorbo.
—Qué sabor raro —dijo.
—Es un té verde de los campos de Uji. Lo traje especialmente para usted,
maestro. Me lo mandó mi mamá desde Japón.
—Ajá —dijo Anselmo, y siguió tomando.
Keiko apoyó su taza sobre la mesa, guardó el bandoneón en la caja de
madera y la cerró. Esperó a que Anselmo terminara de tomar el té.
—Me voy, maestro —dijo.
Anselmo sintió un ardor en el estómago.
—Ranko...
—No me digas Ranko, yo soy Keiko.
Los ojos de la muchacha se habían vuelto de piedra. Le acercó la cara y
le habló con dureza.
—Ranko es la mujer que abandonaste hace veinte años sin decir una
palabra.
Anselmo empezó a sentirse mareado. El ardor le abarcaba todo el vientre.
—Tanto tiempo —dijo.
—Si, tanto tiempo y ni una palabra. Tanto tiempo y nunca te importó
saber nada de Ranko. Sos un hijo de puta. Ahora ella está muerta. Se acaba de
suicidar.
—¿Vos sos?
De repente recordó el concierto, en un teatro de Florencio Varela. Había
mucho público. En la primera fila, una familia de japoneses. El padre, la madre
y una chica de unos dieciséis años. Él estaba en lo mejor de su carrera y la
niña de ojos rasgados quedó deslumbrada.
Ya no sentía el fuego en el estomago, ni el mareo. En cambio, una pesada
somnolencia lo fue inundando y se le enfriaron los pies.
Después del concierto la chica fue sola hasta su camarín y se presentó.
"Mi nombre es Ranko. Me gusta mucho lo que usted hace y a mi me gustaría
cantar". Anselmo le sonrió. "¿Por qué será que a los japoneses les
gusta tanto el tango?", pensó.
Fue un amor intenso y breve, como todos los que había tenido a lo largo
de su vida. Después, él siguió su vida y no supo más de ella.
Y ahora...
—¿Vos sos?
Pero Keiko ya no lo escuchaba. Había agarrado la caja de madera, había
bajado la escalera del conventillo y se había perdido en la noche.
—Sos... —dijo Anselmo.
No pudo decir nada más. No pudo pensar nada más. Sentía que el nudo de
su vida se desataba y que entraba suavemente en la muerte.
1 comentario:
Hola Adriana. Muchas gracias por publicarme. Veo que seguís trabajando, a pesar del calor del verano. No podía ver el Blog en su nuevo formato. Bajé el Explorer 9 y ahora sí lo veo, aunque con alguna dificultad. Te mando un beso. Octavio
Publicar un comentario