domingo, agosto 19, 2012

La caja de cristal, Leonardo Fernández, jueves de 18 a 20 hs.



Crucé la calle con mucho cuidado por la senda peatonal y la luz que habilitaba. Igual no me sentí tranquilo.
La última semana se había convertido en un verdadero infierno. Todo me asustaba o le tenía desconfianza.
Yo sé que soy un poco paranoico pero pensando con cuidado supe que esto había comenzado en una cena entre amigos del circo. Esa noche dábamos la bienvenida a un nuevo integrante, el mago y mentalista Doctor Alí. A los postres dio una pequeña exhibición para matizar la cena.
El doctor Alí, halagado, se prestó a demostrar su habilidad como adivino. Dijo que estudiando el aura de cada uno podía predecir el futuro y comenzó con algunos voluntarios, utilizando extrañas palabras y tocando distintas partes del cuerpo.
Mis compañeros se prestaban con gusto y otros como yo de mala gana.
Alí se molestó especialmente conmigo, y al llegar mi turno, me tocó y se puso a temblar extrañamente y a gritar que mi aura estaba invadida por el maligno, y me auguraba todo tipo de accidentes y desgracias además de una muerte violenta  en mi futuro.

A partir de allí comencé a dormir sobresaltado. Me encontraba de pronto en un pasillo del edificio sin ninguna explicación. Despertaba bañado en transpiración y el tranquilizante que usaba habitualmente no daba ningún resultado.
Estaba en todos mis sueños.
Decidí consultar a un psicólogo que evidentemente no entendió mi urgencia y quería comenzar llevándome a las frustraciones y miedos de mi adolescencia. Naturalmente aboné la consulta y no volví a verlo.
Comencé a fallar en mi trabajo ya que la falta de descanso impedía concentrarme;  siendo el encargado de luces no generaba peligros con mis errores pero si fastidio y bronca ya que los artistas no la  recibían a tiempo, o por el contrario se iban en penumbras.
El mago tenía gran éxito y me fui dando cuenta de que todo estaba preparado con anterioridad, que gente del circo mezclada entre el público colaboraba con el engaño. El doctor Alí me eludía toda vez que me cruzaba y me miraba con desprecio. Yo pensaba  en lo fácil que podía devolverme la tranquilidad con solo algunas palabras.   

 Cada prueba de magia tenía un complicado esquema de entradas y salidas de luces y aparatos que  facilitaban desplazamientos de artistas que vestidas de un modo aparecían luego en otro lugar con ropa diferente; naturalmente no eran las mismas.
El dueño del circo, que me conoce desde hace diez años, me llamó a su oficina y me planteó su preocupación por las reiteradas fallas. Me habló con dureza y elípticamente mencionó un posible despido.
Decidí  contarle lo que sucedía y solo obtuve consejos para dormir mejor. No me creyó y solo me reiteró que pusiera más atención en el trabajo.
La presencia del mago despertaba lo peor de mí, deseaba el fracaso en alguno de sus trucos que lo pusiera en ridículo.
Varias veces pensé en matarlo, tal era mi estado emocional.  Estudié cada uno de sus trucos para ver si podía lograr por lo menos un grave accidente que lo sacara de circulación.
El espectáculo tenía momentos de gran emotividad y supuesto peligro, que mi habilidad con las luces y manejo de los aparatos acentuaba. El   cierre de la actuación consistía en emular al gran Houdini y su famoso acto de la caja de cristal llena de agua. El mago encadenado se liberaba y salía exitosamente a recibir el aplauso.
Luces apropiadas daban suspenso al momento de sumergirse y la lucha por sacarse las cadenas. Siempre había salido bien pero en esta ocasión la puerta de la parte superior se trabó y no pudo abrirla. La posibilidad estaba convenientemente estudiada y el ayudante solo debía abrir un candado inferior para que el agua se descargara con violencia. Noté que no podía. Corrí para ayudar. Le quité la llave de la mano y segundos después conseguí abrirlo. Lamentablemente el mago  había muerto ahogado. El dueño del circo me ordenó  apagar las luces para que ingresaran los payasos mientras retiraban el cuerpo.

Volví al trabajo y terminamos la función casi con normalidad. Más tarde la policía comprobó que la tapa superior estaba deformada  posiblemente por el traslado de la grúa hasta la pista. En cuanto al candado inferior, verificaron su correcto funcionamiento y llegaron a la conclusión de que los nervios del ayudante impidieron actuar con la velocidad necesaria para evitar el accidente.
Al día siguiente luego de la autopsia fue enterrado en respetuoso silencio y despedido con aplausos.

A partir de esa noche volví a recobrar el sueño. Ahora tengo en el cuello un nuevo amuleto contra la mala suerte: junto al crucifijo agregué una inútil y antigua llave de candado. Espero que dé buenos resultados.  

1 comentario:

maria cristina dijo...

ja ja ja, muy bien Leonardo, a veces "los fines justifican los medios"