Stephen Edwin King es uno de los escritores
norteamericanos más prolíficos, autor de 50 novelas de terror y
fantasía ─30 de ellas adaptadas al cine y a la televisión─ y 350 millones de
ejemplares vendidos. Actualmente, vive en Bangor, estado de Maine, con su
esposa, la también escritora Tabhita Spruce,
aunque posee otras propiedades, en las que reside temporalmente.
Nacido en Portland en 1947, su infancia fue bastante dura.
Su padre abandonó a la familia cuando King tenía dos años y su madre sufrió
para criarlo, a él y a su hermano mayor. Trabajó para pagar sus estudios y cuando
se licenció, obtuvo un certificado para enseñar lengua y literatura. Se casó en
1971 con su actual esposa y la pareja vivió en un remolque, hasta que en 1974
se publicó su primera
novela Carrie. Por
aquel tiempo, y durante una década, King tuvo problemas con el alcohol. Esta
adicción le sirvió para perfilar el personaje principal, Jack Torrance,
de su tercera novela, El resplandor, publicada en 1977.
En 1999, King fue atropellado por un coche mientras
caminaba por el arcén de una carretera y arrojado a una zanja. Le operaron
cinco veces en diez días y, poco a poco, fue retomando su trabajo, a pesar de
los fuertes dolores que padecía en la cadera. En aquel
tiempo, estaba terminando un ensayo Mientras
escribo, a modo de pequeña autobiografía, en la que cuenta cómo
fueron sus inicios y expresa sus recomendaciones para todos aquellos que
quieran dedicarse a la literatura. La obra se publicó en el año 2000 bajo el
título On writing. De su contenido,
se han escrito numerosos extractos en forma de manuales o decálogos para
escritores, algunos de los cuales se pueden leer en los enlaces que figuran al
final de este artículo. Aquí, el resumen de parte del capítulo Caja de herramientas, en la que el autor
expone los requisitos básicos que él considera necesarios para todo aquél que
pretenda escribir una novela. Creo
que muchos de estos consejos sirven también para adaptar al cuento.
El primero de todos es la concreción: “Cuando escribas,
quita todo lo que no sea la historia”.
El vocabulario
Es la herramienta más importante, tu pan de cada día. Y no
te compliques la vida. Utiliza lo que tengas, el vocabulario de la calle, sin
ningún sentimiento de culpa o inferioridad. Elige palabras sencillas y cortas,
por ejemplo, “sueldo” en lugar de “retribución”. Buscar palabras complicadas por
vergüenza de usar las normales es lo peor que le puede pasar a tu estilo.
La escritura presenta cierta complejidad, pero el vocabulario no se aleja
demasiado del de los libros infantiles. Si consideras que tus lectores se
pueden ofender con el verbo “cagar”, di “hacer del vientre” o “hacer
sus necesidades”, pero no “ejecutar un acto de excreción”. No se
trata de fomentar las palabrotas, pero sí el lenguaje directo y cotidiano.
Hay escritores con un léxico enorme; algunos se asemejan a
esos personajes que no fallan una sola respuesta en los concursos de
vocabulario de la tele y que serían capaz de escribir un párrafo como éste: “Las
cualidades de correoso, indeteriorable y casi indestructible eran atributos
inherentes a la forma de organización de la cosa, pertenecientes a algún ciclo
paleógeno de la evolución de los invertebrados que se hallaba fuera del alcance
de nuestras capacidades especulativas” (H.P. Lowecraft, En las montañas de la locura). ¿Qué te
parece?
La gramática
Es el segundo requisito que hay que conocer para ser
escritor. Y no digas ahora que no tienes tiempo, que escribir es divertido,
pero que la gramática es un coñazo.(traducción española) Los principios
gramaticales de la lengua materna, o se asimilan oyendo hablar y leyendo, o no
se asimilan. Si quieres recordar sus reglas, cómprate un buen manual. Cuando
empieces a hojearlo, te darás cuenta de que lo sabes casi todo, solo hace falta
desoxidar la broca y afilar la hoja de la sierra.
Los elementos indispensables de la escritura son dos: los
sustantivos y los verbos. Con ellos, se
construyen las frases. Y éstas deben organizarse de acuerdo con las reglas de
la gramática. Infringirlas sería romper o dificultar la comunicación, salvo si
te sobra talento: “Según consta desde antiguo, a veces los mejores
escritores se saltan la retórica”, dice William
Strunk, autor de un excelente manual de
estilo The elements of style.
No obstante, añade a continuación: “A menos que estés seguro de actuar con
acierto, harás bien en seguir las reglas”.
Pero cómo estarlo sin una noción rudimentaria de cómo se
transforman las partes de un discurso en frases coherentes. La respuesta es
obvia: No se puede. Al menos, has de saber que los sustantivos son palabras que
designan, y los verbos, palabras que actúan. Si los juntas, obtienes una frase:
“Las piedras explotan”, “Jane transmite”, “Las montañas flotan”.
Pues bien, a no ser que seas un genio, trata de construir frases cortas. La
simplicidad de la construcción nombre-verbo es útil porque te dará seguridad y
evitará que te pierdas en el laberinto de la retórica. ¿A que a Hemingway no le
fue mal con las frases simples?
A pesar de la brevedad de su manual de estilo, William Strunk encontró espacio
para exponer sus manías en cuestión de gramática y usos lingüísticos. Odiaba
las expresiones “el hecho de que” o “por el estilo de”. Prefería
utilizar “alumnado” en lugar de “cuerpo de alumnos”. Su famosa
regla 17 no ha perdido valor cien años después: “La
escritura vigorosa ha de ser concisa. La frase no debe contener palabras
superfluas ni el párrafo, frases innecesarias. Esto no significa que haya que
utilizar siempre frases cortas, omitir los detalles o tratar los temas a la
ligera, sino que cada palabra diga algo”.
La voz pasiva
Stephan King también tiene sus fobias (“en aquel
preciso instante”, “al final del día”), pero sobre todo arremete contra el uso de la voz pasiva. La voz pasiva es
una afición propia de escritores tímidos, igual que los enamorados tímidos
tienen predilección por las parejas pasivas. La voz pasiva no entraña peligro,
no obliga a enfrentarse a una acción problemática. Y también, de los escritores
inseguros que creen que la voz pasiva confiere autoridad e incluso
majestuosidad. Escribe el tímido o el inseguro: “La reunión ha sido
programada para las siete”. Levanta la cabeza, yergue los hombros y toma
las riendas: “La reunión es a las siete”. Y punto. ¿A qué suena mejor?
El abuso de la voz pasiva le da ganas de gritar. Queda
fofo, demasiado indirecto y a menudo enrevesado: “El primer beso siempre
será recordado por mi memoria como el inicio de mi idilio con Shayna”. Este
individuo, además de tímido e inseguro, es un cursi, seguro que Shayna no le
aguanta mucho tiempo. “Mi idilio con Sayna empezó con el primer beso. No lo
olvidaré”. Así está mucho mejor, a pesar de repetir la preposición “con”.
Partida la frase en dos, la idea original es mucho más fácil de entender, y nos
hemos librado de la maldita voz pasiva.
Los adverbios terminados en -mente
Igual que la voz pasiva, los adverbios
terminados en –mente parecen hechos a la medida del escritor
tímido que tiene miedo de no expresarse con claridad, de no transmitir la
imagen que tiene en la cabeza. Es como el diente de león, uno en el jardín
hasta hace bonito, pero como no lo arranques, al día siguiente encontrarás
cinco, al otro cincuenta… y a partir de ahí, lo tendrás “completamente”,
“avasalladoramente” cubierto de dientes de león. Entonces los verás como
lo que verdaderamente son, malas hierbas que ya no podrás
cortar.
Examinemos la frase “cerró firmemente la puerta”.
¿Es necesario el “firmemente”? Aunque, en este caso, no está del todo
mal, es preferible actuar sobre el texto precedente para informar al lector de
cómo el personaje cerró la puerta que no acudir al adverbio para transmitir la
sensación de “portazo”. En general, si el relato está bien construido,
el contexto de la narración indicará el modo en que se produce la acción y
lector sabrá entenderlo, sin necesidad de acudir a términos como “lentamente”,
“alegremente”, “tristemente”…, que en la mayoría de los casos son
superfluos, si no redundantes.
Verbos de atribución y uso de adverbios
Los verbos de atribución (que la RAE denomina “verbos
declarativos” o “verba dicendi”) del diálogo sirven para asignar el
discurso al personaje y van precedidos del guión largo. Los más usados son:
decir, pensar, exclamar, replicar, aclarar, preguntar, responder, criticar,
murmurar, etc. Sin embargo, Stephen King es partidario de utilizar solo uno:
“decir”. Es un adepto del “dijo” hasta en los momentos de crisis emocional,
pero solo si hace falta. Si se sabe quién habla, el verbo de atribución sobra,
otro ejemplo de la regla 17: “Omitir palabras innecesarias”.
Hay autores que plantan el adverbio para modificar los
verbos de atribución en el diálogo, quizá para que el lector entienda mejor lo
que quieren expresar. Es una mala práctica que solo debe usarse en ocasiones
muy especiales. Veamos tres ejemplos:
─¡Suéltalo! ─exclamó amenazadoramente.
─Devuélvemelo ─suplicó lastimosamente.
─No seas tonto, Jekyll ─dijo despectivamente Utterson.
─Devuélvemelo ─suplicó lastimosamente.
─No seas tonto, Jekyll ─dijo despectivamente Utterson.
En estas tres frases, “exclamó”, “suplicó” y “dijo” son
verbos de atribución de diálogo (o declarativos). En los tres casos, el
adverbio sobra, no aporta información, salvo quizá en el tercero. Si tu relato
está bien narrado, es probable que el lector sepa cómo lo dijo, sin necesidad
de acudir al adverbio. Ahí está el talento del escritor.
También hay escritores que intentan esquivar la regla
antiadverbial inyectando esteroides al verbo de atribución:
─¡Suelta la pistola, Utterson! ─graznó Jekyll.
─¡No pares de besarme! ─jadeó Shayna.
─¡Qué puñetero! ─le espetó Blil.
─¡No pares de besarme! ─jadeó Shayna.
─¡Qué puñetero! ─le espetó Blil.
No caigas en ello. La mejor
manera de atribuir diálogos es “dijo” a secas. Por fácil que parezca
un idioma, siempre está sembrado de trampas. Solo te pido que te esfuerces al
máximo. Ten presente que escribir adverbios es humano, pero escribir “dijo” es
divino.
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