Había
una vez un libro con tantas historias que era imposible leerlo. Viajaba en una carreta que trajinaba por
caminos pedregosos y solitarios. En estos trayectos, los personajes se
mezclaban y se perdían en otras épocas y en otras vidas que no les pertenecían.
Por eso, el libro era para su dueño, un titiritero que iba de comarca en
comarca, un objeto inquietante: nunca se agotaba su trama.
Cierto
día, un campesino que recogió en las afueras de
la última aldea habló de una bruja benévola que hacía maravillas y
adivinaciones. El titiritero encontró con dificultad la choza, siguiendo las
indicaciones de su compañero de camino.
La
anciana arrugadita y desdentada lo recibió con
llaneza. Sus manos resecas y callosas tomaron el volumen y recorrieron
las tapas gruesas y las hojas rústicas.
-Ya no es un libro – le dijo-; es un sueño, una ciudad, las montañas, el cielo y el infierno, el río y la laguna, y es la tierra y tu vida y la mía y
la de todos, tu amigo y tu enemigo, las mujeres que te amaron y las que no te
conocieron, los niños, tus muñecos, el hambre y el alimento, un cofre de
riquezas y tu pan duro de cada día, es tus ojos cuando lo recorren pasmados y
los míos que ya no ven.
El
titiritero le dio una moneda, salió a la tarde rojiza y subió al pescante.
Antes
del anochecer definitivo, hizo un pozo al costado del camino y lo enterró. Las
primeras estrellas naufragaron en sus lágrimas.
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