Hace
muchos años llegaron al barrio de Nueva Pompeya numerosas familias de
inmigrantes procedentes de distintos países. Eran tiempos de río navegable,
puente Alsina abierto al paso de pequeñas naves, o alzado para impedir la
llegada de hordas indeseables que venían de la provincia.
Dicen que
convivían en el barrio, en la calle Falucho, dos familias rivales. Rivales en
lo económico y en lo político. Simón Pérez, comerciante de origen español
venido de Santa Fe, formó una hermosa familia. Su vecino de enfrente, Pascual
Impagliazzo, constructor del norte de Italia, se casó con la hija de un amigo
de su pueblo y tuvo con ella seis hijos.
Simón,
hijo de anarquistas, creyó ver en el peronismo naciente el futuro de su
familia. Impaggliazzo, por el contrario, detestaba el ascenso de tanto cabecita
negra. Allá en Italia había padecido compartir luchas y comida con los morochos
del sur que llegaban a su lugar para saciar el hambre. Detestaba en especial a
ésa, la “abanderada de los pobres”, a la que tanto amaba Simón. Ninguno de
ellos ocultaba sus ideas, las proclamaban a viva voz. Ambos ostentaban progreso
económico mejorando hasta el hartazgo la apariencia de sus casas. Las fachadas
se pintaban, se adornaban, se lucían con los mejores materiales.
Dicen que
los hijos, ajenos a las disputas de los padres, jugaban en la calle de tierra
sin hacer diferencias entre ricos y pobres, rubios y morenos, criollos e
inmigrantes.
Amelia
Impagliazzo, rubia como pocos, tenía quince años cuando descubrió el amor en
los besos del moreno Adolfo Pérez. En medio de una escondida que jugaba toda la
cuadra, los dos supieron de inmediato que su amor no sería sencillo.
Acudieron
a sus madres, con la esperanza de que los comprendieran. Mujeres de otros
tiempos, no se atrevieron a desafiar el poder patriarcal. Intentaron en vano
desalentar a los enamorados, buscaron el apoyo de los hermanos mayores, hasta
los llevaron a hablar con el cura de Pompeya, que les aconsejó obediencia y
docilidad.
Dicen que
Pascual y Simón nunca se enteraron de lo que ocurría. El hermetismo de las
mujeres ocultó todo, excepto la tristeza en el rostro de los jóvenes. Los jefes
de familia no se ocupaban de los hijos. Cosa de mujeres.
Amelia y Adolfo escapaban de las miradas
de los otros a orillas del río, lloraban, sufrían, planeaban cómo escapar.
Dicen que una tarde de otoño Adolfo le
pidió a Amelia que huyera con él. A pesar del temor, ella accedió. Acordaron
encontrarse en la esquina de Alcorta y Pepirí el sábado después de la cena. Un
amigo le prestaría un bote para irse lo más lejos posible.
El poder no admite fisuras. Los padres
notaron, por primera vez, miradas cruzadas entre los chicos, el nerviosismo de
Adolfo y Amelia, las madres desatentas en sus tareas. Ellos, que nunca veían
más allá de lo suyo, esa noche olieron algo.
Dicen que salieron a la vereda y se
encontraron. Los saludos siempre negados, las miradas despectivas, todo el odio
y la rivalidad les cayeron encima como una pared derrumbada.
Los enamorados navegaban en silencio por
las aguas oscuras. Los padres llegaron corriendo, desesperados. Sus voces autoritarias
no lograron detenerlos. El río, a medida
que se alejaban, se cerraba detrás de ellos.
Dicen que desde ese día nadie pudo navegar
ese río transformado en una masa negra, inmunda.
Dicen también los viejos del barrio que
fue doña Segunda, la bruja de la calle Romero, quien lanzó un conjuro para
ayudar a los amantes.
Y dicen algunos soñadores que un día, no
se sabe cuándo, las aguas volverán a ser limpias, como lo fueron antes, cuando
el amor pueda vencer los odios y las diferencias, cuando el río y el puente
sean lazos de unión, y no instrumentos de distancia y separación.
Pilar Cuevas
2 comentarios:
Atrapante historia, Pilar, Montescos y Capuletos siempre se reeditan, para desgracia de los protagonistas.
Felicitaciones Pilar!
Sos tan buena narradora en español como alumna de italiano.
Besos.
Silvia Papasidero.
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