La inundación
El viejo hacía
torta fritas en la casucha cuyas goteras se agrandaban con la lluvia. Única
comida, único refugio en la vastedad de los olvidos. La masa habrá levado con la angustia, pensó ante la posible
inundación cuando las cuatro gotas locas rebasaban el arroyo, lejano a los
poderosos. Deseó que la hija y el nieto llegasen a tiempo del cirujeo. Él solía
ir con ellos pero –en ese entonces- las piernas no le sostenían la espalda y
sólo esperaba con el recuerdo de carpintero y culpa por la miseria.
La
grasa se licuó por el calor tanto como los nylons del techo lo hacían por el
agua. Con su cuerpo protegió al débil fuego del tifón entrante por la puerta vestida de arpillera. Hubiera
peleado con el cielo por esas brasas.
La
tarde ennegreció; las gotas devinieron piedras; las nubes liberaron cataratas.
El río de lodo lo vencía, el espanto le
sumó vejez. Al abandonar la casilla temió morir sin volver a verlos.
Rogó
con desesperación: Dios respondéme ésta,
las que antes desoíste ahora no cuentan.
Pero apuráte, el agua ya está acá y ellos no. Traémelos sanos. Y se
persignó. La repitió más de cien veces en tanto se ataba a un árbol con las
sogas quitadas de los palos que sostenían en pie a la miserable casa, negándose a sucumbir junto
al caserío. La oscuridad del amanecer fue testigo del lloro por sus amores
mientras el riacho mortal oleaba sobre los ranchos y el corazón.
Alguien
lo desató. Chapoteaba en el barro; se ahogaba en remolinos de mugre y llanto, pero no iba a desistir hasta
encontrarlos. Bomberos, hospitales, escuelas no dieron respuesta.
Tres
días. Una semana. Las cifras oficiales le mentían a la pena sabedora de
certezas. Ante cierto comentario caminó
errático hacia el depósito donde hallaron cuerpos. Y el último rayo lo hirió de
muerte. Un niño, el sobreamado, ido para siempre sobre restos de cartones. Una
joven, la querida, en viaje eterno dentro de un auto estéril para el amparo.
Luego
de reclamarlos con la escasa fuerza del alma, el entierro politiquero fue aquel
día de sol. No pudo decir nada; tampoco quiso gritar, sólo pasó.
Deambulaba
en duelo y con pocos latidos hasta caer sobre la vereda del final. Los anteojos
volaron como él hacia los suyos.
Fotos: Dormir con la almohada de basura:
Raphael Ríos /
La alfombra de los sueños: Edir Romero / Soledad: Manuel Valencia
3 comentarios:
Cuánto dolor, muy buen relato Bárbara.
Me convierto en blogera. No soy la cubana.
Alicia
Muy buena la idea Adri.
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