-No
sé que pasó –la voz del viejo suena apagada. Sobre mi cabeza el incesante plic plic
en la chapa del techo.
El
viejo Cayeta mueve la cabeza de un lado al otro como tratando de afirmar su
desconsuelo. Lo miro a través de las lágrimas que nublan mis ojos. El pelo,
mugriento y mojado con la lluvia finita que cayó todo el maldito día, le chorrea.
Verlo me revuelve el estómago. Aprieto las manos en puños cargados de
violencia. Estoy dispuesto a destrozar la cabeza del maldito viejo. Me mira,
como adivinando mi pensamiento, con los ojos cargados de un brillo muerto.
-Te
juro que no se porque salió disparado -vuelve a decir, repitiendo una y otra
vez las mismas cosas.
Mi
perro Chucho está tirado sobre un costado con la barriga abierta y la sangre se
mezcla lentamente con la lluvia, apelmazando su pelambre enrulada. Levanto su
cuerpo inerte. Tantas veces lo tuve en brazos y nunca me resultó tan pesado.
Camino derecho a la salida dejando atrás los andenes y cruzando el enorme hall.
Por un momento las zapatillas mojadas de Cayeta se arrastran atrás mío haciendo
un ruido triste. Después solo queda el murmullo de la gente que camina por la abarrotada
estación de tren. Supongo que lo detuvo alguno de los barcitos donde se
adormece con vino barato.
En
la calle me recibe un frío intenso y
olor a fritanga.
Camino
con Chucho en mis brazos, sintiendo como pierdo la poca fuerza que tengo, pero
no cedo ni un centímetro la altura a la que lo llevo. Cruzo la calle hacia la
plaza sin mirar y siento bocinas, frenadas y varios insultos.
Deposito
a Chucho con mucho cuidado sobre el césped por el que tanto le gustaba correr y
me quedo mirándolo. No soporto la imagen de su cuerpo cubierto de sangre. Me
doy vuelta y empiezo a llorar con fuerza, tapándome la cara con las manos
manchadas donde se forma un amasijo rosado de lágrimas, mocos y saliva.
-¿Che,
eso es tuyo?
La
voz llega como desde otra dimensión. Descubro mi cara y levanto los ojos. Un
tipo de remera violeta y pantalón de verano blanco, está enmarcado por el cielo
celeste de un día pleno de sol. Sonríe con demasiados dientes y señala a mi
costado. Miro hacia la derecha y veo la caja, grande, azul con enormes lunares
naranjas y una cinta ancha de color verde. Levanto la cabeza para decirle que
no se de quien es. Que me deje en paz. Que mi perro murió. Que el viejo idiota
que lo cuida mientra abro puertas de taxis por monedas se distrajo con su vino
y su mierda.
El
tipo se esfumó tan vertiginosamente como apareció. Lo que sigue ahí es el día
radiante. El sol, el calor, el césped verde, el cielo azul. Vuelvo a mirar la
caja y pienso que finalmente me volví loco.
Como
le pasó a mamá, esa mañana que me miraba con ojos extraviados, señalando la
puerta.
-¡Fuera
de mi casa! –gritaba.
-Mamá
soy yo –le decía tapándome la cara para que no me golpeen las cosas que se
estrellaban contra la pared.
Una
vecina llamo a la policía. La última vez que la vi tenía seis años. Estaba
calmada y me dedicó una sonrisa empastada de tranquilizantes mientras decía.
-Que
lindo nene, anda con tu mami, te vas a perder.
No
la vi más.
Seis
años escapando. Seis años en los cuales lo único bueno que encontré fue a
Chucho y ahora era un amasijo de sangre y pelo. Giré con violencia, deseaba
abrazarme a su cuerpo muerto y dejarme llevar a donde quisieran llevarme. Ya no
huiría más. La locura había llegado y todo me daba igual.
Pero
Chucho no estaba.
Su
cuerpo había desaparecido. Igual que la lluvia, el frío, el invierno. Sentí la
cabeza muy liviana y mis piernas apenas me sostenían. Miré la caja que
pacientemente me esperaba sobre el pasto y empecé a reír.
-Que
mierda –grité a nadie en especial y caí de rodillas frente a ella. Rompí la
cinta de un tirón, rasgue el papel atropelladamente y arranque la tapa haciéndola
volar por el aire.
Adentro
estaba Chucho. Un cachorro de hocico chiquito y ojos brillantes, como el día
que nos conocimos. Lo levanté y apreté contra mi pecho, mientras me lamia la
cara y gemía con ese sonido feliz que solo pueden emitir los cachorros.
Lo
besaba, embriagado de felicidad y por el rabillo del ojo vi que dentro de la
caja había más cosas, corrí a Chucho de mi cara y me asome. Una carta de
grandes dimensiones con prolijas letras negras reposaba a un costado. En el
centro un camión rojo de bomberos con detalles en cromado brillante. Lo
reconocí enseguida. Fue el regalo que me dio el señor que vino un año antes de
que mamá perdiera la cabeza. Dijo que era mi tío Ernesto. Se quedó apenas un
ratito hasta que mamá lo hecho a empujones y nunca volvió. Mamá tiro el camión
a la basura esa noche mientras yo dormía. Soñé con ese único juguete de mi
infancia durante mucho tiempo.
Prolijamente
doblado a un costado estaba el camisón rosa de mi madre. Se lo ponía los
sábados por la noche. Decía que vendría una visita y me acostaba temprano para
que no molestara. Muchas de esas noches me quedé despierto hasta muy tarde y
jamás sentí llegar a nadie. Por la mañana cuando me levantaba la encontraba con
el camisón puesto dormida en el sillón mugriento frente a la puerta.
Sobre
el camisón había un crucifijo de madera oscura. Una tarde otoño, un viejo se acercó
a nosotros caminando despacio, ayudado por un bastón. Caminábamos con mamá por
la calle y al verlo ella paró en seco. Yo empecé a preguntar que pasaba y apretó
mi mano con fuerza para callarme. El señor sonrió y abrió la boca para decir
algo, pero al ver la reacción de mi madre sus ojos se entristecieron y la cerró
suspirando. Metió la mano en el bolsillo de su largo sobretodo. Saco un
crucifijo y me lo colgó del cuello con un cordel. Miré mi pecho pequeño y la
enorme cruz sobre el saco de lana azul con mucha curiosidad. Mi madre se agacho
y la arranco de un tirón. La cruz aterrizo en el medio de la calle y varios
autos le pasaron por encima. Sentí la sacudida en mi brazo y seguí caminando.
El viejo se quedo ahí parado mirándonos sin decir nada. El ardor en la parte
trasera de mi cuello, provocado por el cordón al ser arrancado, fue un vago
recuerdo por mucho tiempo y nunca supe bien por qué.
Reconocía
cada objeto en esa caja aparecida tan mágicamente como el verano que me
rodeaba. Miré a Chucho que se había adormilado en mis piernas y tome la carta
de prolijas letras negras. Leí lo que decía con total curiosidad.
“Estimado encontrador
de cajas: Nos dirigimos a Ud. por la presente a fin de hacerle llegar los cosas
que significaron algo en su corta o larga vida,
sin importar el tiempo que haya pasado desde que los vio por última vez
o si lo hicieron feliz o terriblemente infeliz. De los cuatro objetos, más esta
carta con explicaciones que tanto necesita, puede solo elegir uno. Le rogamos
lo piense muy bien, pues su futuro dependerá solo de su elección. Es propicio
decirle que siempre será así, cada elección modificará su vida para bien o para
mal. Una vez que haya hecho su elección solo debe cerrar la caja dejando dentro
la presente nota con las cosas sobrantes, tomar lo elegido y caminar hacia su
vida.
Si decide que
necesita todas las cosas que hay en esta caja, la única forma de tenerlas es
viviendo en ella. Por lo tanto debe meterse adentro, cerrar la tapa y esperar
lo que se puede esperar viviendo en una caja.
No teniendo nada
más para decirle a Ud., nos despedimos con toda cordialidad.
Firmado: El
escuadrón de la caja “las 5 C” “
Después
de todas las cosas extrañas que me habían pasado ese día, la nota me resultó
muy coherente. La guardé prolijamente doblada, miré por ultima vez el camisón
rosa de mi madre internada en un hospicio, la cruz de ese viejo extraño que no
me importaba en lo mas mínimo y el camión de bomberos que de niño me pareció lo
mas lindo del mundo. Tapé la caja, alcé a Chucho, que se despertó con el
movimiento llenándome la cara de lengüetazos y caminé sonriente por la plaza en
ese hermoso verano instantáneo hacia mi futuro.
1 comentario:
Hermoso y original relato, Verónica!
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