El casco de la Estancia de los Sarmiento estaba abandonado hacía años. La maleza que había sido benévola, dejaba entrever un pasado de grandeza, las fuentes, las estatuas y dos gárgolas en la galería con forma de cancerberos, que aseguraban que los muertos no pudieran salir y que los vivos no pudieran entrar.
Decían en el pueblo que los Sarmiento eran tíos abuelos segundos del gran maestro, tuvieron siete hijos, seis varones y una mujer: Sarah, con la que crecimos juntas. Los mil metros que separaban ambas casas, eran nuestro campo de juego junto a flores y animales silvestres que venían desde el monte cuando Sarah asomaba su sonrisa.
Eramos inseparables, excepto esos días, que don Sarmiento la castigaba por sus travesuras, encerrándola en un cuarto en el fondo de la casona.
Vi partir a cada uno de los hermanos hacia la Capital..pude disfrutar de los colores de los peces de las fuentes, el aroma delicioso de las flores en primavera, vi sufrir la muerte de la Sra Sarmiento, vi crecer a Sarah, me ví crecer.
Ya no jugábamos como entonces, Sarah se ocupaba de los quehaceres de la casa y de la artrosis de su padre, yo me fui a estudiar a la ciudad y volvía en los veranos donde teníamos largas y jugosas charlas. Mis ojos eran la ventana por donde Sarah conocía el otro mundo, el que deseaba conquistar algún día.
Ya adulta, mis visitas se espaciaron hasta no volver más. Por aquellas épocas me enteré de la muerte de don Sarmiento, quien había dejado como legado colocar esas dos gárgolas en los techos de la galería pero nunca más supe de mi amiga.
Decidí volver a envejecer en paz entre recuerdos y aroma de flores. La casa de los Sarmiento está allí suspendida en el tiempo. Algo, que no sé que es, me impide acercarme. La observo desde lejos, lo que me permiten mis ojos ya cansados. A veces alucino y veo en las noches de luna llena, la imagen casi desnuda de una mujer que parece deambular por la antigua galería.
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