viernes, diciembre 17, 2010

Devanagari, Fabiana Olea, Miércoles de 17.30 a 19.30

     Obsesionada con el texto de Borges, “Tlón, Uqbar, Orbis Tertuis”, decidí investigar si él realmente estaba describiendo un mundo ilusorio e idealista o había podido verificar su existencia y lo había escrito para que solo algunos pocos pudieran comprenderlo y esos algunos pocos fueran conocedores y lectores de la Anglo-American Cyclopaedia (New York, 1917).
     Investigué en todas las bibliotecas y librerías antiguas con volúmenes de enciclopedias fuera de edición. Luego de varios años cedí antes de enloquecer y opté por dejarlo en manos de la causalidad, si era posible develar la verdad oculta tras el cuento, algún día la respuesta vendría a mí, cuando estuviese preparada para comprenderla.
     Un día de mayo, caminando por la Avenida Corrientes a eso de las siete de la tarde, mis pasos apurados se detuvieron frente a un cartel de madera colgado sobre la puerta antigua de un negocio en un subsuelo, decía en letras de estilo gótico “Devanagari” y debajo en pequeñas letras “solo abierto para quienes quieran entrar”. Baje las escaleras y observé alrededor, a mis costados paredes grises y gastadas, frente a mí la incertidumbre, detrás los pies desconocidos y apurados de la avenida.
     Despacio baje el picaporte y empuje, cientos de años escaparon en un bostezo; mi corazón latía ansioso, asomé la cabeza por la apertura y miré dentro del lugar, estaba tranquilo, pequeños faroles antiguos iluminaban el recinto de manera agradable e íntima; en incontables estantes de madera rústica reposaban miles de libros teñidos por el tiempo. Dentro del lugar, todo mi cuerpo se volvió un observador atento; el recinto era angosto pero su largo no tenía fin visible. Me dirigí a un pequeño escritorio, bello y de estilo desconocido ubicado en un costado, allí había un hombrecito vestido con traje de pana verde y fumando lo que parecía ser una pipa, levantó sus ojos del libro que estaba leyendo, me miró y sonrío, sus ojos color turquesa eran enormes para el tamaño de su cara y se escondían tras unas gruesas lentes sin armazón sostenidas sobre su nariz, su pelo era amarillo y su piel de color azul, su aspecto era sorprendente pero para nada intimidante ni agresivo, cuando habló su voz no salía de su boca, simplemente flotaba en el aire como una melodía:
     -No tenemos ningún volumen de la Anglo-American Cyclopaedia y mucho menos el que usted busca – mis años de obsesión despertaron, agregó – aún no es un volumen olvidado. Tranquilo y pausado continúo, disculpe la grosería soy un fifiriche, embajador de Devanagari, sígame por favor que la acompaño a sentarse al quijongo – me guió hacia una mesa con sillas que parecían un gran hongo invertido – para que comprenda mejor este sitio le voy a entregar un pequeño libro que contiene la información que usted necesita.
     Mientras se alejaba me senté y la butaca se acomodó a las formas de mi cuerpo haciéndome sentir que estaba sentada en una nube (si es que hay descripción posible), el techo era como un cielo cambiando de colores todo el tiempo, de repente azul, de repente rosa, otras como la aurora boreal, otras toda la vía láctea. El lugar no dejaba de sorprenderme, me di un fuerte pellizco para comprobar que estaba despierta, y si lo estaba, el moretón en mi brazo daría luego pruebas de ello.
     El fifiriche regresó con un libro en una de sus manos y una taza en la otra.
     -Le dejo aquí el oolito – dijo entregándome el libro – y espero que disfrute de esta sabrosa minoca mientras lo lee, apoyó la taza plateada sobre el movedizo quijongo y antes de alejarse agregó – cualquier cosa que necesite solo tiene que pensarme.
     La minoca tenía un aroma delicioso, irresistible no probarla, su sabor era único e indescriptible, perfecto a mi paladar, cada parte de mi ser disfrutaba de aquella bebida transparente a la temperatura ideal, no podía compararla con nada que conociera. Luego de disfrutar ese nuevo y delicioso elixir, me detuve en el libro de tapas doradas, en color azul estaba escrito “Oolito” y debajo “en pequeñas palabras la sabiduría de Devanagari”.
     Abrí el libro en la primera hoja y allí estaba la palabra Devanagari y su definición, ciudad creada desde el principio de los tiempos por los habitantes de Devana, primeros estudiosos del lenguaje en el universo. La ciudad está ubicada en todos los sitios y al mismo tiempo en ninguno, abre sus puertas a quien quiera entrar. Solo conserva los libros olvidados.
     Cambié de página, estaba escrito Oolito, libro que contiene y explica las palabras incomprendidas por el lector y visitante de Devanagari; no podía con mi sorpresa, abrí el oolito por la mitad, fifiriche: ser milenario, conocedor de todos los secretos de la ciudad de Devanagari, hay solo diez y son descendientes de los reyes de Devana. Cerré el libro y lo abrí en otra página al azar, apareció la palabra minoca: infusión energética de letras, palabras y textos necesarios para el organismo que la bebe. Antes de que pudiera lamentarme por haberla consumido toda el fifiriche estaba a mi lado dejándome otra taza del sabroso néctar, le sonreí agradecida, volví a mirar la misma  página y allí estaba la palabra quijango: recinto de lectura creado por el lector acorde a sus necesidades tanto físicas como intelectuales.
     Cerré el oolito y me quede pensativa, comprendí que me sería imposible encontrar allí algún libro o enciclopedia que estuviese en mi mente, como narra Borges respecto a Tlón pero a la inversa, en Tlón cuando se olvida un objeto simplemente desaparece, pero aquí en Devanagari, la gran biblioteca de libros olvidados y desconocidos, basta que alguien lo piense para que no esté aquí. Apoyé el libro sobre el quijongo y cerré los ojos un instante, cuando los abrí estaba frente a la puerta clausurada del subsuelo, me senté en el primer escalón frente a ella y observé la entrada sin vida. La ciudad de Devanagari ya no era desconocida ni olvidada por mí, por lo tanto no estaba. Me sentí triste, me hubiese encantado leer algunos de esos libros antiguos, fuentes de sabiduría milenaria y olvidada, a pesar de saber que irían desapareciendo a medida que los leyese.
     Suspiré mirando el espejismo de la nada, sobre mi zapato encontré un pequeño trozo de una hoja de diario, en el decía “todo a su tiempo”, sonreí cómplice y lo guardé en mi agenda.
     Mis dudas comenzaron a disiparse, si la Anglo-American Cyclopaedia no estaba en Devanagari significaba que alguien poseía un ejemplar. Mi teoría era cierta, solo tenía que encontrar al poseedor o poseedora de ella y ese volumen en particular.
    Con respecto a Devanagari, tal vez alguien me crea si estuvo allí y tal vez si tengo suerte pueda volver a entrar. De su existencia, no tengo dudas.

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