domingo, julio 10, 2016

Cierre del blog

Estimadxs lectores, el blog La piedra en el estanque cerrará sus posteos este año, pero como en él se encuentra la historia de este taller de escritura y las personas que han pasado por aquí, dejando sus cuentos y poemas, como así también un menú que puede ser de utilidad para otros colegas e integrantes de talleres, menú que se fue enriqueciendo con otros blogs y artículos tomados de la propia bibliografía y también producto de investigaciones realizadas a través de internet. Por todas estas razones, por ser difusión de producciones literarias y posible fuente de consulta, no lo eliminaré sino que me mudo a otros.
Para consultas de consignas y bibliografia correspondiente, Escritura Creativa  
Para ver la historia y actividades culturales de este colectivo: Café literario BCN
Los espero allí y a todo el que navegue por este blog  le deseo que disfrute de su lectura.

Adriana Agrelo 

lunes, junio 13, 2016

Narrador - Foco Narrativo y otras cuestiones

El foco narrativo


Hasta el momento, en cuanto al narrador, pudimos ver:

Los diferentes tipos de narrador.
Los modos de expresión (niveles de lengua) que puede tener el narrador, y sus variantes.
La forma de uso de los diferentes tiempos verbales, y la forma en que éstos influyen en el ritmo de la narración.

Ahora quiero hablar del último recurso técnico del narrador: el foco narrativo.
El concepto de foco narrativo es simple: el narrador, en esencia, es un testigo de la acción del texto y procede a narrar lo que sucede en ella. Así como una cámara de fotos, o de cine, enfoca sobre una parte de la realidad; el narrador lleva su mirada hacia una parte de la realidad literaria que está narrando; hace foco sobre parte de esa realidad y desde allí narra.

Como concepto, el de foco narrativo, puede parecer caprichoso y artificial, pero de hecho es un recurso técnico que puede ser explotado de un modo interesante en la narración.
Voy a un par de ejemplos concretos para que pueda comprenderse mejor:


Imaginemos a dos personajes dialogando en un bar. Permanecen sentados en una mesa junto a la ventana que da a la calle.
Imaginemos, ahora, a un narrador. Tomemos, primero, al omnisciente en tercera persona. Se encuentra por fuera de la narración, suspendido sobre ella; es capaz de ver todo lo que sucede, y lo cuenta.
Supongamos, ahora, otro narrador en tercera, pero que narra no desde fuera sino sentado a las espaldas de uno de los personajes. Ahora, el narrador no puede ver, por ejemplo que hay sobre la mesa, o que hace exactamente el personaje que le da la espalda. Va a contar lo mismo que el omnisciente en tercera, pero en cierto modo los hechos no serán los mismos narrados por uno u otro.
Imaginen, un tercer narrador. Éste está en la cocina del bar, no puede ver a los personajes, pero puede escuchar el diálogo. Nuevamente estaremos en condiciones de contar otra versión diferente de la historia.

Segundo ejemplo, este es real. El narrador de la primera parte de El sonido y la furia de Faulkner. El narrador es un narrador omnisciente en tercera, pero narra desde el punto de vista de unos de los personajes -un deficiente mental- El narrador cuenta solo lo que ve e interpreta el personaje; por cierto un malabarismo técnico muy difícil de igualar.

En textos de cierta extensión -por encima de las 10000 palabras- las mudas, o cambios de foco narrativo, son otro modo de trabajar el ritmo de la narración. En este caso el narrador -que siempre es el mismo-narra desde diferentes puntos de vista, cambiando el lugar desde dondemira la escena.

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Nivel de lengua del narrador


En el post anterior comencé a hablar del recurso fundamental que tiene el escritor para contar una historia: el narrador. En aquel post me dediqué a catalogar los diferentes tipos de narradores que pueden ser utilizados; pero no solo interesa establecer quien es el que narra (tipos de narradores), sino también como narra (nivel de lengua); desde que lugar narra (foco narrativo); y desde que tiempo narra (utilizacion de los tiempos verbales y ritmo narrativo)
El nivel de lengua del narrador es el modo en que éste se expresa. En un primer momento que los modos expresivos que puden usarse son muchos e inclasificables en la práctica. Pero, por el contrario, son solo seis ordenados en tres pares de opuestos:

Clasicismo – Barroquismo
Coloquialismo – Experimentalismo
Realismo sucio – Realismo poético

Clasicismo: Se refiere a un uso del lenguaje despojado. El clasicismo basa su extructura expresiva en la utilización de sustantivos fuertes.
Los sustantivos fuertes son aquellos a los cuales no es necesario adosarles adjetivos, ya que su significación es lo bastante poderosa como para crear imágenes explícitas en el lector.
Por ejemplo, la palabra mamá es lo suficientemente significativo como para no ser adjetivado.
La narrativa clásica norteamericana -Hemingway, Auster, Richard Ford-; buena parte de la literatura argentina -Borges, Bioy Casares, algunos momentos de Cortázar-; son buenos ejemplos del clasicimo.


Barroquismo: Al contrario del clasicismo, aquí nos enocntramos con un uso más elaborado del lenguaje, mas adornado; con una masa narrativa densa, donde hay una tendencia al uso de sustantivos débiles (que requieren adjetivación) por sobre los fuertes. En el barroquismo hay, también, una tendencia hacia las descripciones.
La descripción es, desde el punto de vista narrativo, letra muerta, por lo que las mismas son en cierta forma peligrosas: atentan contra el desarrollo de la narración; durante un fragmento descriptivo, la narración se detiene, no avanza. Un recurso para evitar la inmovilidad del texto durante una descripción, es usar la descripción accional. ¿Qué es esto? Se trata de describir sin permitir que los personajes dejen de actuar. Por ejemplo, si digo que “Juan viste una camisa azul y el pelo canoso corto”; la masa narrativa permanece quieta, la acción se detiene; escribir lo anterior es lo mismo que estar contando la imagen que veo en una foto; todo aquello que se encuentra en la narración se mantine en suspenso.
En cambio, si digo que “Juan se alisó la camisa azul y arrugada; pasó su mano por el pelo corto y gris”; si bien estoy diciendo lo mismo, que Juan viste una camisa azul y tiene el pelo canoso y corto, aquí lo hago desde la acción; describo la camisa y el pelo de Juan al mismo tiempo en que narro las acciones de Juan.


Coloquialismo: Es un intento por crear un cercania entre la materia escrita y el lector, intentando transcribir el modo de hablar cotidiano. No es un nivel de lengua usado con frecuencia, por lo que los ejemplo (buenos) no abundan. Quizás el mejor libro escrito desde el coloquialismo sea El palacio de las blanquísimas mofetas, de Reinaldo Arenas.
Una variante que podría ubicarse dentro del coloquialismo es el monólogo. Pero éste muchas veces adopta la forma del monólogo interior, o fluir consciente; que se encuentra encuadrado en el nivel de lengua opuesto al coloquialismo (el experimentalismo). Dentro de la variante del monólogo, se podría citar el cuento Monólogo, de Simone de Beauvoir; pero el mismo anda a caballo entre el coloquialismo y la experimentación literaria.


Experimantalismo: Es, al contrario del coloquialismo, un intento por alejar la masa narrativa del lector. Éste alejamiento lleva al experimentalismo nos lleva a escarbar bajo la superficie del texto.
El concepto de alejamiento o extrañamiento, es sólo una parte del experimentalismo. Luego, el mismo evolucionó como herramienta para intentar modos de expresión diferentes a los tradicionales.
La búsqueda de nuevas formas experesivas en la narrativa, muchas veces se vuelve peligrosa: pareciera que escribir raro fuera sinónimo de experimentalismo; pareciera que renegar del canon literario, es ser original. Sin embargo, no puede hacerse experimentalismo en serio si no se tiene un conocimiento profundo de las formas clásicas de la narrativa: ¿cómo se puede pretender cuestionar una forma literaria de la cual no se tiene un amplio conocimiento?
De éste modo es común encontrarse con gente que se lenza, por ejemplo, a hacer escritura automática, cuando es incapaz de escribir una sola frase mas o menos coherente.
Algunos escritores que incursionaron (de un modo feliz) en el experimentalismo: Joyce, Ballard, Willam Burroughs.


Realismo sucio: Consiste en escribir lo que se piensa cuando se está narrando. ¿Qué quiero decir con ésto?; simple: si un personaje está sintiendo mucho mucho frío dice, que frío está haciendo; en el realismo sucio diría, hace un frío de cagarse.
El ejemplo anterior es un tanto burdo, lo reconozco, pero creo que es lo suficientemente gráfico como para explicar al realismo sucio.
Como escritor emblemático del realismo sucio podría nombrar a Charles Bukowski; que por otra parte ha sido un poeta excelente.


Realismo poético: De los tres pares de opuestos que existen en el nivel de lengua, el del realismo sucio y realismo poético es el mas marcado, el que diferencias más marcadas y notorias tiene. No es usual encontrarlo, ya que siempre cae en una especie de poética edulcorada. Es común encontrarlo en escritoras latinoamericanas del estilo de Isabel Allende o Laura Esquivel.
Las novelas -son casi inexistentes los cuentos escritos en éste nivel de lengua- caen en la imitación melosa del primer García Marquez; que dicho sea de paso, es muy superior a cualquiera de estas escritoras.




El narrador características básicas

La herramienta de la cual dispone el escritor al momento de narrar es, precisamente, el narrador. Es común que se confunda la voz del narrador con la voz del autor, pero son dos entidades diferentes: el escritor es una persona física, real -real desde lo objetivo- El narrador es, en cambio, un recurso del escritor para poder dar forma a la materia narrada; esto se pone en evidencia por el hecho que el narrador nunca se expresa del mismo modo que el escritor.

Así como no existe un único cuento, ni una única novela; no puede existir un único narrador. Incluso cada autor hace uso de un narrador diferente en cada uno de sus textos. Por supuesto los narradores de cada autor tendrán un cierto aire de familia que hará que cada autor pueda ser identificado del resto. 

Otro modo de categorizar a los narradores es a través del tiempo verbal en el que narran:

1- En pretérito. Se narran hechos pasados. Se logra, en general, un clima de seguridad en el lector. El narrador cuenta hechos que han sucedido, y por lo tanto ya no pueden modificarse o alterar.


2- En presente. Los hechos se cuentan al mismo momento en que se producen. No
existe digresión previa por parte del narrador. La narración es inestable, y los puntos de anclaje a la historia que posee el lector son débiles.


3- En futuro. Es el tiempo verbal más inestable de los tres posibles. Se narran hechos y situaciones que aún no han ocurrido en el tiempo de la acción. Es el menos
aconsejable de los tres, y podría utilizarse solo en ciertos pasajes del texto.


Desde el punto de vista del narrador, es decir considerando desde el lugar donde éste narra, podemos categorizarlos como: 

Narrador omnisciente en tercera persona

Narrador testigo en tercera persona. Permanece a medias dentro y fuera de la narración, contando únicamente los hechos que ve. No conoce los pensamientos de los personajes; no sabe todo lo que ocurre en la narración. 

Narrador personaje. El que cuenta es uno de los personajes de la narración, siempre en primera persona. Cuenta en primera persona, únicamente sus pensamientos y aquellos hechos de los cuales es testigo directo. Al tener un narrador que relata solo los hechos y situaciones que puede ver o de las que tiene conocimiento directo; se logra insuflar un alto grado de incertidumbre en el lector. 

Narrador coral. La historia está contada por diferentes narradores, cada uno con una voz propia, única y perfectamente identificable. Por lo general son narradores testigos o narradores personajes; o bien una combinación de ellos; aunque no puede descartarse la participación de un narrador omnisciente. No es un tipo habitual de narrador, pero su uso puede dar lugar a cuentos muy interesantes desde el clima que puede crearse; quizás uno de los mejores cuentos narrados de este modo es Háblenme de Funes de Humberto Constantini.

Un caso especial es el narrador en segunda persona. 

Es el tipo de narrador menos utilizado. Tiene las características del narrador autodiegético porque suele contar su propia historia.  Es un tipo de narrador que busca la complicidad del lector. Por eso se dirige constantemente a él. Aunque utiliza los paradigmas de segunda persona, es decir, “tú”, “te”, “a ti”, “vosotros”, os”, etc., no pretende identificar a nadie en particular. El protagonista puede ser cualquiera. Por lo tanto, este tipo de narrador se suele utilizar con temas universales. Se supone que lo que le pasa al protagonista puede ser experimentado por casi todo el mundo.

Un inconveniente de la segunda persona, que justifica su raro empleo, es que si la obra es larga suele cansar al lector. Por eso no suele utilizarse en obras de largo recorrido como la novela. Hay que tener en cuenta que el lector es una especie de “voyeur”, que busca en soledad -la lectura suele ser un acto solitario- la historia de otros. Ese ojo constante, esa apelación continua a la que le somete el narrador le hace sentirse incómodo, como un mirón descubierto. Aunque otros puedan encontrar interesante ser protagonistas de historias de ficción.
Rara vez nos encontramos con un texto de ficción narrado en segunda persona (dirigido a ti o a vosotros), pero sí existen algunos casos. Este tipo de narrador se usa mucho, por ejemplo, en los blogs. También se puede usar en el género epistolar y muchas veces nos encontramos con cartas dentro de una novela o una historia mayor que están escritas así. Sin embargo, estos no son casos de narradores en segunda persona que quiero tratar aquí, sino un narrador en segunda persona algo más complicado, que va más allá y se dirige directamente al lector.
En Si una noche de invierno un viajero”, de Ítalo Calvino, el narrador en segunda persona actúa a modo de un máster de juego de rol, intentando que el lector se identifique con el personaje principal y se meta, a través de la imaginación, en su propia piel.
Otra obra mucho más reciente que nos muestra un caso de narrador en segunda persona esDiario de invierno”, de Paul Auster. En esta autobiografía novelada Auster se dirige al lector en segunda persona contando su propia historia, ya que la idea que pretende que se desprenda del libro es que sus emociones y vivencias son cotidianas, normales, y podrían ser las de cualquier otro. De esta forma, a través del narrador en segunda persona, el autor logra el curioso efecto de que el lector viva la vida del escritor como si le hubiese sucedido a él.
Como muestra, aquí os dejo el inicio de Diario de Invierno:
Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro”.


Principales características del narrador en segunda persona:
El lector es el protagonista:
El narrador tiene que conseguir el efecto de que los acontecimientos de la historia los protagoniza directamente el lector.
Describe e intuye:
La carga psicológica al escribir con este tipo de narrador es muy importante. Como si de un buen máster de rol se tratase, el narrador tiene que describir bien lo que ocurre para que el lector se visualice a sí mismo en medio de la escena. Además, ha de intuir las reacciones del lector para poder adaptarse a sus emociones y pensamientos. De otra manera, el lector se sentirá estafado. Esto es, si quieres que se emocione, el narrador tendrá que lograr que el lector se emocione a través de la descripción y de los acontecimientos. De poco servirá que le digas: “Ahora estás emocionado” si no logras que llegue a ese punto por su propio pie.
La ambientación es fundamental:
Precisamente para lograr que el lector se emocione o se divierta, que viva la historia como propia y entre en el juego, la clave estará en la ambientación. Tienes que crear una atmósfera real (que no necesariamente realista) y con el peso suficiente como para envolver con ella al lector.
El tiempo es el presente:
El lector no tiene realmente los recuerdos que intentas generarle, no ha vivido esas experiencias, sino que las está viviendo en tiempo presente. Por eso es importante que uses los verbos en presente para dirigirte a él, como si de un guión se tratase. El lector es el actor que interpreta el papel que tú has creado.
De cualquier forma, piénsatelo bien antes de ponerte a escribir un texto en segunda persona. Tiene que ser algo muy específico que de verdad lo requiera y además hay que saber hacerlo bien, porque si no es muy posible que los lectores se sientan confusos con este narrador.
Si a pesar de las dificultades que implica tienes ganas de aventurarte con este tipo de narrador, te recomiendo que te leas antes algunos libros escritos con dicha técnica, para ver dónde funcionan y dónde fallan, para analizar sus mecanismos. Los dos que comentaba antes pueden ser de mucha ayuda:

Uso de "tú"( vos / ud)

La narración en segunda persona está inundada con el uso del pronombre personal "tú" de forma narrativa, en lugar de comunicativa. Por ejemplo, una narración en primera persona puede decir: "De repente, le grité al niño, '¡Eh, tú, sal de la calle!' " Pero una narración en segunda persona diría: "De repente, tú le gritaste al niño, '¡Eh, tú, sal de la calle!' " En el segundo ejemplo, el primer "tú" es el personaje principal.

El "tú" narrado

En una narración en segunda persona, "tú" se refiere de manera abrumadora al protagonista, como si el personaje principal no recordara sus acciones y hubiera que volver a contarle lo que hizo.

Secuencia de eventos

El pronombre personal "tú" se usa como catalizador para hacer avanzar el argumento de la historia. Esta característica es similar a la narración en primera persona en la que, si el personaje principal no está, la historia se estanca.

El "tú" representativo

A diferencia de otras formas de narración, donde el "tú" se usa como un componente del diálogo, la narración en segunda persona lo usa de un modo representativo. En cierto modo, tú (el lector) eres el personaje principal.




sábado, mayo 21, 2016

La palabra amenazada - Ivonne Bordelois -


Poesía y lenguaje

  No deberíamos, entonces, deslizarnos al cliché apocalíptico, porque, felizmente, las culturas transcurren y se suceden unas a otras, mientras el lenguaje, a pesar de llevar en sí las cicatrices de las diferentes hecatombes culturales, económicas e históricas de las cuales es testigo y víctima, sigue allí como depósito de la memoria colectiva y fuente viva de la vida y la poética futura. Es decir, hay algo perfectamente indestructible en el lenguaje y algo particularmente eterno en ese especial resplandor del lenguaje que llamamos la poesía —el más peligroso de los bienes, según Hölderlin. Y en realidad, tratar de defender a la poesía es una empresa un tanto ridicula, porque es la poesía quien en realidad nos defiende a nosotros, y hay algo permanente y permanentemente sosegante en esa fortaleza con que la poesía nos defiende y sostiene el esplendor de nuestra vida. De eso hablaba Keats cuando dijo: «A thing of beauty is a joy for ever». Ese gozo profundo que se desprende de la poesía nos es siempre accesible y tiene que ver mucho más con la felicidad, que llega siempre en relámpago y conmoción, que con esa forma bastarda y ciega del ser contemporáneo que es el bienestar.

  En esencia, pase lo que pase, seguimos siendo, con Manrique, «los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir. / Allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir». También los señoríos electrónicos, también los bancos off shore se consumen y desploman, pero no, curiosamente, las palabras de Jorge Manrique, que resplandecen oscuramente a través de los siglos. Ninguna multinacional puede apagar los ecos de aquel «Verde que te quiero verde» con el cual Federico García Lorca modificó de una sola pincelada el español de su época, y a nosotros con él. Ninguna deuda externa, ningún riesgo país puede superar lo que el universo le adeuda a aquel muchacho oscuro que en una pensión de Santiago de Chile, a los diecinueve años, se sienta a escribir: «Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: El cielo está estrellado/ y tiritan azules los astros a lo lejos».

  Hay algo particularmente hermoso y natural en la poesía que nace del lenguaje porque el lenguaje nunca se acaba; no hay que salir a buscar o a comprar sus elementos, como lo debe hacer el escultor o el pintor con sus materiales. Está allí, inacabable, siempre; nunca agotable. Como decía Alfonso Reyes, es el baile del habla. Riéndose de nosotros: pura abundancia, niñez, regocijo, todos los días recreándose a sí mismo. En el principio es el verbo, en el final es el verbo: siempre es el verbo, y nosotros, sus inútiles servidores. El destinatario e interlocutor esencial de la poesía —y también su causa y su origen—, no es jamás el público, ni el poeta mismo, sino el lenguaje que resplandece en las tinieblas —de las que forma parte, en gran medida, el público. El que realmente nos espera y nos exige, es el lenguaje, ese ser proteico, multiforme y eterno, superior y anterior a nosotros. Aquello indecible, escandaloso y sublime, escandalosamente sublime, que el público, interesado en el éxito, justamente no comprende. Como la lluvia surge del agua y vuelve al agua, como el mar asciende al cielo para regresar a sí mismo, así la poesía emerge del lenguaje y al lenguaje vuelve, purificándolo en su viaje desde los abismos a las alturas más remotas.

  Algo que distingue al verdadero poeta de aquél que codea por los honores —y vaya si los y las «poetas» tienen codos fuertes— no es su modestia sino saber eso: que el destinatario cierto de la poesía no es jamás el público sino esa misteriosa calidad del lenguaje que el público adocenado justamente no comprende. De modo que la ridicula desproporción entre la suprema dignidad de Aquello y la vulgaridad del público que se menea y baja la frente obsecuentemente, con sumisión enceguecedora, ante los premios y las supuestas consagraciones, es tal, que el verdadero poeta se encoge de hombros y sigue su camino, fiel al Verbo por el cual todo fue hecho y sin el cual ninguna cosa verdaderamente viviente existe. A veces un Federico, a veces un Pablo rompen el cerco de tinieblas y la luz se esparce por toda la tribu. Pero por uno de ellos, cuántas Violetas muertas en el camino. Esto es lo que le da al poeta fortaleza contra los editores estólidos y las audiencias bostezantes y las puertas cerradas. Ésta es su única recompensa: saber que aquello es inalcanzable y siempre nos sonríe —entre las tinieblas. «El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de mí».

  Y una de los rasgos más peculiares de la poesía es que, a diferencia de los objetos de la ciencia, que son definidos y definibles rigurosamente, nadie puede definirla a ciencia cierta. Algunas definiciones son más afortunadas que otras, como por ejemplo cuando se dice que la poesía es un aleteo, o el resplandor de la verdad, o el lugar donde todo es posible, como afirmaba Pizarnik. Sin embargo, la esencia, o más bien la experiencia de la poesía, sigue siendo fundamentalmente inaferrable, y es precisamente en este carácter de permanente libertad y misterio donde se centra su profundo e imperecedero encanto. En otras palabras, ninguno de nosotros sabe en realidad, definitivamente, qué es la poesía; nadie, en rigor, la conoce; pero todos, sin excepción, nos reconocemos en ella. Es más, la precisamos: Baudelaire, que sabía algo más que algunos de nosotros acerca de ella, decía que era imposible para un ser humano mantenerse vivo sin una visitación diaria, aun cuando fugaz, aun cuando inconsciente, de la poesía; y todos nosotros entendemos, comprobamos, de algún modo, que esto es cierto.

  Y la poesía debe pasar obligatoriamente por la catarsis del silencio, sobre todo del silencio lector. Antes de escribir un poema, debiéramos asomarnos a escuchar aquellos cien poemas que bordearon o dijeron lo que, acaso sin saberlo, repetiremos defectuosamente. La poesía empieza con la escucha humilde y purificadora, no con explosiones prematuras de un narcisismo mal contenido. Antes de decirnos a nosotros mismos nos han dicho Isaías, Sófocles, Shakespeare, García Lorca, Baudelaire. «Escribir es hablar y callarse a la vez. Alguna vez esto también significa cantar», dice Marguerite Yourcenar.

  Personalmente, siento que la poesía es aquello que rompe los límites de lo indecible y cambia nuestra lengua, transformándonos a nosotros con ella. La poesía intenta crear un lenguaje dentro del lenguaje, decía Valéry; es más: es un combate contra el lenguaje, añade Alfonso Reyes. La violencia que ejerce el poeta contra el lenguaje inerte y cosificado con el cual tiene que medirse es la violencia de los dolores de parto que anuncian la creación de un nuevo lenguaje en el lenguaje, contra el lenguaje. A veces lo indecible es lo aparentemente trivial, aquello que subyace la experiencia cotidiana y no alcanza a emerger al dominio de nuestra atención porque carece de los prestigios temáticos de la poesía convencional. A veces se trata de un fiero tabú. En todos los casos, hemos saltado un límite de ese silencio que no es el silencio enriquecedor de la contemplación sino el violento silencio de la represión o del ninguneamiento o, más profundamente, la ceguera acerca de los propios mecanismos con que el lenguaje se amortigua a sí mismo.

  Es preciso decir que el carácter inasible de la poesía es uno de sus poderes, pero también una de sus mayores debilidades, porque en nombre de ella, es decir, en su nombre falsificado, se producen enormes embustes y sacrilegios, como lo es la producción de teorías ininteligibles acerca de ella, o bien la carrera de los premios oficiales, que muchas veces laurea a determinados escritores por modas culturales, por sus preferencias políticas o sexuales, es decir, consideraciones que nada tienen que ver con ella. Esta política es nefasta, no tanto porque recompense a actores equivocados, sino y ante todo porque ahuyenta de la verdadera poesía a quienes se sienten genuinamente, inocentemente inclinados a ella o arraigados en ella, y se ven sin embargo confundidos por este curso erróneo de los acontecimientos. Pero en realidad, aunque esto suene extraño, el lugar de la poesía no es la literatura y mucho menos los premios o las distinciones y aun menos el canon o la crítica académica. Es bueno y necesario saber o recordar que los mayores poetas del mundo han sido grandes desconocidos en su tiempo. La más hermosa poesía lírica de la Península Ibérica —según Román Jakobson, el monumento lírico mayor de todo Occidente— las cantigas de amor galaico-portuguesas, canciones de amigo, provienen de mujeres analfabetas, muchachas campesinas que las cantaron en el siglo XIV, en pleno Medioevo, mientras poetas cortesanos las recogían y a veces las firmaban descaradamente. Algunos de los mejores versos de la poesía argentina andan en boca de pastores y pastoras collas, recogidos en los cancioneros de Carrizo y Valladares. El poeta contemporáneo, como dice Joyce, tiene sólo tres armas a su disposición: astucia, silencio y exilio. Son las armas de Kavafis, las de Pessoa, las de Miguel Hernández, las de César Vallejo, que murieron sin el menor asomo de celebridad, y algunos de ellos en la mayor penuria. Esto no es un azar, como tampoco es un azar el hecho de que nunca hubieran sido premiados en vida: a una poesía de cóndores corresponde muchas veces una crítica de topos. El desprecio que cerca a los mejores poetas es el mismo desprecio que cerca e impide la escucha profunda del lenguaje: por cierto, ese desprecio no juzga a los poetas, sino que confirma y condena la sordera y mediocridad de su época.

  El mismo desdén o falta de atención cerca a aquellas creaciones espontáneas que no precisan el aura literaria sino la presencia de un ojo poético para emerger. El imperdible y fatídico refrán de nuestras operadoras telefónicas: «El destino que intenta alcanzar se encuentra congestionado» es un buen ejemplo de poesía negra involuntaria, perla del humor argentino. Como dice José María Parreño en el epilogo del delicioso libro de Esteban Peicovich, Poemas Plagiados, que recoge muchas de estas perlas, lo poético acecha en lo escrito o lo dicho sin pretensión estética alguna. «Y es que la poesía vive silvestre y muchas veces en los libros de versos es el único sitio donde no está»

Cuerpo de la palabra

  Mallarmé advertía a Degas —que pretendía escribir versos con ideas, ya que no le faltaban en sus ratos de ocio: «Pero los versos, oh Degas, no se hacen con ideas, sino con palabras». Parecería obvio que la primera y primordial materia de la poesía es la música de la palabra, el cuerpo glorioso de la palabra, y que precisamente la poesía sea el reclamo de los poderes corporales del lenguaje. Como lo dice Borges: «Creo que la poesía debe impresionar inmediatamente y de un modo casi físico». Y cita a un poeta inglés que dice: «Si al leer un poema no sentimos que nuestra sangre circula más de prisa, ese poema ha fracasado». Desde esta perspectiva, podemos pensar en aquella conmoción que acompaña a la poesía imaginándola, en las palabras de un pensador francés, como «aquello que no engaña». Un ejemplo eficaz, proveniente del mismo Borges, es aquella su célebre línea: «Me duele una mujer en todo el cuerpo».

  Y si hablo de la música de las lenguas poéticas es porque curiosamente la poesía contemporánea, en particular la de algunos poetas más jóvenes, parece alinearse casi ferozmente del lado más sordo del idioma, allí donde las palabras parece que se avergüenzan de su cuerpo. Esta deliberada amusicalidad del lenguaje poético ocurre, paradójicamente, cuando en la teoría contemporánea se habla incansablemente del cuerpo. Es notable que esto ocurra precisamente cuando el pobre cuerpo humano es clonado, reducido constantemente a dieta, obligado a operaciones indignas para ocultar una digna ancianidad, proclive a la anorexia, compelido a gimnasias extenuantes, degradado constantemente por la pornografía global. En particular, parece curioso que la muy positiva revolución sexual del siglo XX y la muy positiva liberación de las mujeres no hayan desembocado, como acaso hubiera cabido esperar, en el nacimiento de una poesía erótica, naturalmente distinta pero comparable en calidad y eficacia a la del medioevo y la del renacimiento. Es como si el cuerpo se hubiera divorciado de la palabra. En lugar de una renovada poesía erótica presenciamos la irrupción indetenible de la pornografía internética: una vez más, el lenguaje calla avergonzado.

  Volviendo a la centralidad del cuerpo, cuando habla del impacto físico que debe tener la poesía, Borges está hablando de los poderes musicales e irracionales de la lengua, allí donde las palabras no son referencia sino presencia, contacto mágico con el otro lado del lenguaje. Dicho de otro modo, las palabras dejan de ser signos duales provistos de significado y significante, de sentido y sonido, para fusionarse en una sola experiencia simbólica más cercana al sueño y a la sangre que al discurso articulado. En la tradición de la poesía argentina tenemos hermosísimas ilustraciones de estas magias corporales de la poesía, desde Lugones a Pizarnik pasando por Orozco, Molina, Biagioni, Castilla y tantos otros más. Una manera de reconocer estas magias es que el verso se clava inmediatamente en nuestra memoria y no la abandona nunca más, como un talismán necesario que nos protegerá desde allí en adelante. Pienso por ejemplo en las líneas de Pizarnik: «Explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco, llevándome», o en Molina
cuando dice: «Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan / se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo / la errónea maravilla de sus noches de amor…»

  La ausencia de esta fuerza física, esa capacidad de impregnar de un solo golpe nuestra memoria y nuestra vida que tiene la gran poesía, es quizá uno de los rasgos más notables de la poética contemporánea en nuestro medio. Acaso con el propósito de liberarse de toda retórica, se incurre ahora en una retórica negativa, que es la de la trivialidad, la opacidad, la deliberada mortificación del espléndido cuerpo verbal de la palabra.

  Esta situación, por otra parte, no es privativa de la poesía argentina actual. Quiero decir que a principios y mediados del siglo XX hubo una gran renovación de la poética mundial, iniciada por las vanguardias y continuada por grandes figuras de la talla de Neruda o Dylan Thomas. Se ha hablado mucho, por ejemplo, del boom de la novela latinoamericana, pero se olvida demasiado que a este boom lo precedió y lo alimentó un boom anterior, el de la poesía en lengua española representada por Vallejo, Lorca, Neruda o el primer Paz. En ciertos aspectos, estos escritores desataron ideológica y metafóricamente la imaginación de los grandes novelistas que de ellos se nutrieron. Es más, dentro de la novela del boom, los límites entre poesía y narrativa no son siempre nítidos, y figuras como las de Cortázar no representan sólo a novelistas innovadores, sino, en su caso específico, a un buen poeta muy mal conocido, que convendría releer con mayor atención. En ese sentido, ha habido un nuevo Siglo de Oro para la literatura española —y para la poesía en general— en esa etapa del siglo XX, y a las grandes cumbres de inspiración poética, como se sabe, suelen sucederse períodos de cierta opacidad y repliegue.

  ¿Cuál sería, entonces, la estrategia a seguir para quienes nos aferramos atentamente a las zonas de supervivencia de la poesía, ya que la poesía es nuestra propia forma de supervivencia? Pienso fundamentalmente en dos caminos. Uno, el que consiste en desembarazarse de la panoplia oficial de evaluaciones, y atender y suscitar con mayor lucidez y ternura a la poesía de los más desconocidos —no de aquellos que hacen de la poesía un buzón sentimental, como ocurre con excesiva frecuencia, sino de aquellos que saben que la poesía es fundamentalmente un salto mortal en un lenguaje nuevo, y a esa riesgosa empresa se atreven.

  Pero como la poesía participa del eterno retorno (es un avatar dichoso de este mito), está también el camino del regreso. Éste es el camino que nos lleva a releer y reconstruir con amor la gran poesía descuidada o ignorada que nos ha precedido, y que yace entre nosotros como esa «inmensa riqueza abandonada» de la que hablaba Edgar Bailey. Pienso en las relecturas de la espléndida poesía olvidada que nos rodea, en la necesidad, por ejemplo, de una reedición de las obras de Amelia Biagioni. Pienso en los grandes, enormes poetas chilenos que nos llaman desde el otro lado de la Cordillera: pienso en el entrañable Jorge Teillier, pienso en la injustificablemente desoída Violeta Parra, una figura magnífica que está esperando do el lugar que le corresponde en las letras latinoamericanas. La mirada que se detiene en estas figuras y las relanza a la vida es también poesía, es guardiana de la alta llama inextinguible de la poesía entre nosotros, es garantía y condición de la permanencia de la poesía con nosotros.

  Memoria digital y memoria poética

  Además del deterioro del cuerpo glorioso de la poesía, otro ejemplo muy fuerte del ataque de la cultura contra el lenguaje —y un gran daño a nuestra escuela, a nuestros chicos, a nosotros mismos— es que se haya interrumpido la tradición de algunos grandes poemas sabidos —saboreados— de memoria, porque los poemas que se aprenden durante la infancia y la adolescencia son como grandes hitos de belleza y emoción, grandes arcángeles guardianes que nos alumbran y a los que nos referimos consciente o inconscientemente toda la vida. Yo recuerdo poemas de Juana de Ibarbourou, de Pedro Miguel Obligado, de Rubén Darío que me han acompañado siempre como grandes señales luminosas, como ese fuego alrededor del cual se encuentran desconocidos en una noche de invierno, y en donde se respira ese fuerte y querido aroma de la patria como si ella fuera la vieja y hermosa casa de la infancia. Por ejemplo, se me grabaron para siempre en la memoria aquellos dos versos del Nido de Cóndores que, en líneas generales, es un poema terrible, lleno de retórica patriotera, pero que tiene estas inmensas líneas: «Todo es silencio en torno. Hasta las nubes / van pasando calladas / como tropas de espectros que dispersan / las ráfagas heladas». De un solo aletazo nos han llevado a la mirada de los cóndores, a los Andes magníficos mirados y vigilados por un antiguo cóndor. O, en otro registro muy distinto, aquella maravilla de Banchs: «Si supieras cuánto, cuánto / la casa y yo te queremos. / Es como un montón de estrellas / todo lo que te queremos».

  ¿Se puede ser más simple, mas cierto, más conmovedor que esta estrofa? ¿Y se puede ser más obtuso que aquellos que impiden, por razones de didáctica actual, el encuentro de los chicos con estas palabras milagrosas? La poesía está allí diciendo: «Dejen que los chicos se acerquen a mí», y los celadores del orden global y electrónico, los mismos que distribuyen pornografía a destajo por Internet, no se lo permiten.

  Una tecnología que impulsa a desplazar toda memoria al depósito de una computadora y destierra el aprendizaje verbal en la superficie de la tierra civilizada es una tecnología que se ensaña con nuestra conciencia lingüística, con sus poderes y placeres, para reemplazarla por el muchas veces vulnerable poderío de la máquina. Alienación de la memoria, esclavitud del mercado computacional: el deslumbramiento y entusiasmo por el innegable progreso que los «ordenadores» representan oculta muchas veces la violencia depredadora de esta empresa que no casualmente se acompaña de medidas pedagógicas pretendidamente progresistas, destinadas a recluir y cegar los manantiales del verbo a lo largo y lo ancho de todo el planeta-

Ivonne Bordelois (Juan Bautista Alberdi, Buenos Aires, 1934) Poeta, ensayista y lingüista argentina.1 Egresó de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires para luego realizar estudios literarios y lingüísticos en La Sorbona. Trabajó en la Revista Sur y realizó entrevistas y publicaciones junto a Alejandra Pizarnik para diferentes publicaciones nacionales e internacionales.2
En 1968 fue becada por el CONICET y se trasladó a Boston para estudiar en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde se doctoró en lingüística en 1974, teniendo a Noam Chomsky como director de su tesis.1 2 Entre 1975 y 1988 ocupó una cátedra de lingüística en el Instituto Iberoamericano de la Universidad de Utrecht, Holanda, obtenida por concurso internacional. En 1983 consiguió la Beca Guggenheim.2 En 2004 recibió el Diploma al Mérito de los Premios Konex a las Letras en la disciplina Ensayo Literario. En 2005 le fue otorgado el Premio La Nación-Sudamericana, por su ensayo El país que nos habla.3

Obras

·        El alegre apocalipsis, 1995
·        Correspondencia Pizarnik, 1998
·        Un triángulo crucial: Borges, Lugones y Güiraldes, 1999
·        La palabra amenazada, 2003
·        Etimología de las pasiones, 2005
·        El país que nos habla, 2005
·        A la escucha del cuerpo, 2009


jueves, abril 28, 2016

Stephen King. La caja de herramientas



Stephen Edwin King es uno de los escritores norteamericanos más prolíficos, autor de 50 novelas de terror y fantasía ─30 de ellas adaptadas al cine y a la televisión─ y 350 millones de ejemplares vendidos. Actualmente, vive en Bangor, estado de Maine, con su esposa, la también escritora Tabhita Spruce, aunque posee otras propiedades, en las que reside temporalmente.

Nacido en Portland en 1947, su infancia fue bastante dura. Su padre abandonó a la familia cuando King tenía dos años y su madre sufrió para criarlo, a él y a su hermano mayor. Trabajó para pagar sus estudios y cuando se licenció, obtuvo un certificado para enseñar lengua y literatura. Se casó en 1971 con su actual esposa y la pareja vivió en un remolque, hasta que en 1974 se publicó su primera novela Carrie. Por aquel tiempo, y durante una década, King tuvo problemas con el alcohol. Esta adicción le sirvió para perfilar el personaje principal, Jack Torrance, de su tercera novela, El resplandor, publicada en 1977.

En 1999, King fue atropellado por un coche mientras caminaba por el arcén de una carretera y arrojado a una zanja. Le operaron cinco veces en diez días y, poco a poco, fue retomando su trabajo, a pesar de los fuertes dolores que padecía en la cadera. En aquel tiempo, estaba terminando un ensayo Mientras escribo, a modo de pequeña autobiografía, en la que cuenta cómo fueron sus inicios y expresa sus recomendaciones para todos aquellos que quieran dedicarse a la literatura. La obra se publicó en el año 2000 bajo el título On writing.  De su contenido, se han escrito numerosos extractos en forma de manuales o decálogos para escritores, algunos de los cuales se pueden leer en los enlaces que figuran al final de este artículo. Aquí, el resumen de parte del capítulo Caja de herramientas, en la que el autor expone los requisitos básicos que él considera necesarios para todo aquél que pretenda escribir una novela. Creo que muchos de estos consejos sirven también para adaptar al cuento.

El primero de todos es la concreción: “Cuando escribas, quita todo lo que no sea la historia”.

El vocabulario

Es la herramienta más importante, tu pan de cada día. Y no te compliques la vida. Utiliza lo que tengas, el vocabulario de la calle, sin ningún sentimiento de culpa o inferioridad. Elige palabras sencillas y cortas, por ejemplo, “sueldo” en lugar de “retribución”. Buscar palabras complicadas por vergüenza de usar las normales es lo peor que le puede pasar a tu estilo. La escritura presenta cierta complejidad, pero el vocabulario no se aleja demasiado del de los libros infantiles. Si consideras que tus lectores se pueden ofender con el verbo “cagar”, di “hacer del vientre” o “hacer sus necesidades”, pero no “ejecutar un acto de excreción”. No se trata de fomentar las palabrotas, pero sí el lenguaje directo y cotidiano.
Hay escritores con un léxico enorme; algunos se asemejan a esos personajes que no fallan una sola respuesta en los concursos de vocabulario de la tele y que serían capaz de escribir un párrafo como éste: “Las cualidades de correoso, indeteriorable y casi indestructible eran atributos inherentes a la forma de organización de la cosa, pertenecientes a algún ciclo paleógeno de la evolución de los invertebrados que se hallaba fuera del alcance de nuestras capacidades especulativas” (H.P. Lowecraft, En las montañas de la locura). ¿Qué te parece?

La gramática

Es el segundo requisito que hay que conocer para ser escritor. Y no digas ahora que no tienes tiempo, que escribir es divertido, pero que la gramática es un coñazo.(traducción española) Los principios gramaticales de la lengua materna, o se asimilan oyendo hablar y leyendo, o no se asimilan. Si quieres recordar sus reglas, cómprate un buen manual. Cuando empieces a hojearlo, te darás cuenta de que lo sabes casi todo, solo hace falta desoxidar la broca y afilar la hoja de la sierra.
Los elementos indispensables de la escritura son dos: los sustantivos y los verbos. Con ellos, se construyen las frases. Y éstas deben organizarse de acuerdo con las reglas de la gramática. Infringirlas sería romper o dificultar la comunicación, salvo si te sobra talento: Según consta desde antiguo, a veces los mejores escritores se saltan la retórica”, dice William Strunk, autor de un excelente manual de estilo The elements of style. No obstante, añade a continuación: “A menos que estés seguro de actuar con acierto, harás bien en seguir las reglas”.
Pero cómo estarlo sin una noción rudimentaria de cómo se transforman las partes de un discurso en frases coherentes. La respuesta es obvia: No se puede. Al menos, has de saber que los sustantivos son palabras que designan, y los verbos, palabras que actúan. Si los juntas, obtienes una frase: “Las piedras explotan”, “Jane transmite”, “Las montañas flotan”. Pues bien, a no ser que seas un genio, trata de construir frases cortas. La simplicidad de la construcción nombre-verbo es útil porque te dará seguridad y evitará que te pierdas en el laberinto de la retórica. ¿A que a Hemingway no le fue mal con las frases simples?
A pesar de la brevedad de su manual de estilo, William Strunk encontró espacio para exponer sus manías en cuestión de gramática y usos lingüísticos. Odiaba las expresiones “el hecho de que” o “por el estilo de”. Prefería utilizar “alumnado” en lugar de “cuerpo de alumnos”. Su famosa regla 17 no ha perdido valor cien años después: “La escritura vigorosa ha de ser concisa. La frase no debe contener palabras superfluas ni el párrafo, frases innecesarias. Esto no significa que haya que utilizar siempre frases cortas, omitir los detalles o tratar los temas a la ligera, sino que cada palabra diga algo”.

La voz pasiva

Stephan King también tiene sus fobias (“en aquel preciso instante”, “al final del día”), pero sobre todo arremete contra el uso de la voz pasivaLa voz pasiva es una afición propia de escritores tímidos, igual que los enamorados tímidos tienen predilección por las parejas pasivas. La voz pasiva no entraña peligro, no obliga a enfrentarse a una acción problemática. Y también, de los escritores inseguros que creen que la voz pasiva confiere autoridad e incluso majestuosidad. Escribe el tímido o el inseguro: “La reunión ha sido programada para las siete”. Levanta la cabeza, yergue los hombros y toma las riendas: “La reunión es a las siete”. Y punto. ¿A qué suena mejor?
El abuso de la voz pasiva le da ganas de gritar. Queda fofo, demasiado indirecto y a menudo enrevesado: “El primer beso siempre será recordado por mi memoria como el inicio de mi idilio con Shayna”. Este individuo, además de tímido e inseguro, es un cursi, seguro que Shayna no le aguanta mucho tiempo. “Mi idilio con Sayna empezó con el primer beso. No lo olvidaré”. Así está mucho mejor, a pesar de repetir la preposición “con”. Partida la frase en dos, la idea original es mucho más fácil de entender, y nos hemos librado de la maldita voz pasiva.

Los adverbios terminados en -mente

Igual que la voz pasiva, los adverbios terminados en –mente parecen hechos a la medida del escritor tímido que tiene miedo de no expresarse con claridad, de no transmitir la imagen que tiene en la cabeza. Es como el diente de león, uno en el jardín hasta hace bonito, pero como no lo arranques, al día siguiente encontrarás cinco, al otro cincuenta… y a partir de ahí, lo tendrás “completamente”, “avasalladoramente” cubierto de dientes de león. Entonces los verás como lo que verdaderamente son, malas hierbas que ya no podrás cortar.
Examinemos la frase “cerró firmemente la puerta”. ¿Es necesario el “firmemente”? Aunque, en este caso, no está del todo mal, es preferible actuar sobre el texto precedente para informar al lector de cómo el personaje cerró la puerta que no acudir al adverbio para transmitir la sensación de “portazo”. En general, si el relato está bien construido, el contexto de la narración indicará el modo en que se produce la acción y lector sabrá entenderlo, sin necesidad de acudir a términos como “lentamente”, “alegremente”, “tristemente”…, que en la mayoría de los casos son superfluos, si no redundantes.

Verbos de atribución y uso de adverbios

Los verbos de atribución (que la RAE denomina “verbos declarativos” o “verba dicendi”) del diálogo sirven para asignar el discurso al personaje y van precedidos del guión largo. Los más usados son: decir, pensar, exclamar, replicar, aclarar, preguntar, responder, criticar, murmurar, etc. Sin embargo, Stephen King es partidario de utilizar solo uno: “decir”. Es un adepto del “dijo” hasta en los momentos de crisis emocional, pero solo si hace falta. Si se sabe quién habla, el verbo de atribución sobra, otro ejemplo de la regla 17: “Omitir palabras innecesarias”.
Hay autores que plantan el adverbio para modificar los verbos de atribución en el diálogo, quizá para que el lector entienda mejor lo que quieren expresar. Es una mala práctica que solo debe usarse en ocasiones muy especiales. Veamos tres ejemplos:
─¡Suéltalo! ─exclamó amenazadoramente.
─Devuélvemelo ─suplicó lastimosamente.
─No seas tonto, Jekyll ─dijo despectivamente Utterson.
En estas tres frases, “exclamó”, “suplicó” y “dijo” son verbos de atribución de diálogo (o declarativos). En los tres casos, el adverbio sobra, no aporta información, salvo quizá en el tercero. Si tu relato está bien narrado, es probable que el lector sepa cómo lo dijo, sin necesidad de acudir al adverbio. Ahí está el talento del escritor.
También hay escritores que intentan esquivar la regla antiadverbial inyectando esteroides al verbo de atribución:
─¡Suelta la pistola, Utterson! ─graznó Jekyll.
─¡No pares de besarme! ─jadeó Shayna.
─¡Qué puñetero! ─le espetó Blil.
No caigas en ello. La mejor manera de atribuir diálogos es “dijo” a secas. Por fácil que parezca un idioma, siempre está sembrado de trampas. Solo te pido que te esfuerces al máximo. Ten presente que escribir adverbios es humano, pero escribir “dijo” es divino.




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