Poesía y
lenguaje
No deberíamos,
entonces, deslizarnos al cliché apocalíptico, porque, felizmente, las culturas
transcurren y se suceden unas a otras, mientras el lenguaje, a pesar de llevar
en sí las cicatrices de las diferentes hecatombes culturales, económicas e
históricas de las cuales es testigo y víctima, sigue allí como depósito de la
memoria colectiva y fuente viva de la vida y la poética futura. Es decir, hay
algo perfectamente indestructible en el lenguaje y algo particularmente eterno
en ese especial resplandor del lenguaje que llamamos la poesía —el más
peligroso de los bienes, según Hölderlin. Y en realidad, tratar de defender a
la poesía es una empresa un tanto ridicula, porque es la poesía quien en
realidad nos defiende a nosotros, y hay algo permanente y permanentemente
sosegante en esa fortaleza con que la poesía nos defiende y sostiene el
esplendor de nuestra vida. De
eso hablaba Keats cuando dijo: «A thing of beauty is a joy for ever». Ese
gozo profundo que se desprende de la poesía nos es siempre accesible y tiene
que ver mucho más con la felicidad, que llega siempre en relámpago y conmoción,
que con esa forma bastarda y ciega del ser contemporáneo que es el bienestar.
En esencia, pase lo
que pase, seguimos siendo, con Manrique, «los ríos / que van a dar a la mar /
que es el morir. / Allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir».
También los señoríos electrónicos, también los bancos off shore se consumen y
desploman, pero no, curiosamente, las palabras de Jorge Manrique, que
resplandecen oscuramente a través de los siglos. Ninguna multinacional puede
apagar los ecos de aquel «Verde que te quiero verde» con el cual Federico
García Lorca modificó de una sola pincelada el español de su época, y a
nosotros con él. Ninguna deuda externa, ningún riesgo país puede superar lo que
el universo le adeuda a aquel muchacho oscuro que en una pensión de Santiago de
Chile, a los diecinueve años, se sienta a escribir: «Puedo escribir los versos
más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: El cielo está estrellado/ y
tiritan azules los astros a lo lejos».
Hay algo
particularmente hermoso y natural en la poesía que nace del lenguaje porque el
lenguaje nunca se acaba; no hay que salir a buscar o a comprar sus elementos,
como lo debe hacer el escultor o el pintor con sus materiales. Está allí,
inacabable, siempre; nunca agotable. Como decía Alfonso Reyes, es el baile del
habla. Riéndose de nosotros: pura abundancia, niñez, regocijo, todos los días
recreándose a sí mismo. En el principio es el verbo, en el final es el verbo:
siempre es el verbo, y nosotros, sus inútiles servidores. El destinatario e
interlocutor esencial de la poesía —y también su causa y su origen—, no es
jamás el público, ni el poeta mismo, sino el lenguaje que resplandece en las
tinieblas —de las que forma parte, en gran medida, el público. El que realmente
nos espera y nos exige, es el lenguaje, ese ser proteico, multiforme y eterno,
superior y anterior a nosotros. Aquello indecible, escandaloso y sublime,
escandalosamente sublime, que el público, interesado en el éxito, justamente no
comprende. Como la lluvia surge del agua y vuelve al agua, como el mar asciende
al cielo para regresar a sí mismo, así la poesía emerge del lenguaje y al
lenguaje vuelve, purificándolo en su viaje desde los abismos a las alturas más
remotas.
Algo que distingue
al verdadero poeta de aquél que codea por los honores —y vaya si los y las
«poetas» tienen codos fuertes— no es su modestia sino saber eso: que el
destinatario cierto de la poesía no es jamás el público sino esa misteriosa
calidad del lenguaje que el público adocenado justamente no comprende. De modo
que la ridicula desproporción entre la suprema dignidad de Aquello y la
vulgaridad del público que se menea y baja la frente obsecuentemente, con
sumisión enceguecedora, ante los premios y las supuestas consagraciones, es
tal, que el verdadero poeta se encoge de hombros y sigue su camino, fiel al
Verbo por el cual todo fue hecho y sin el cual ninguna cosa verdaderamente
viviente existe. A veces un Federico, a veces un Pablo rompen el cerco de
tinieblas y la luz se esparce por toda la tribu. Pero por uno de ellos, cuántas
Violetas muertas en el camino. Esto es lo que le da al poeta fortaleza contra
los editores estólidos y las audiencias bostezantes y las puertas cerradas.
Ésta es su única recompensa: saber que aquello es inalcanzable y siempre nos
sonríe —entre las tinieblas. «El que pone la mano en el arado y mira hacia
atrás no es digno de mí».
Y una de los rasgos
más peculiares de la poesía es que, a diferencia de los objetos de la ciencia,
que son definidos y definibles rigurosamente, nadie puede definirla a ciencia
cierta. Algunas definiciones son más afortunadas que otras, como por ejemplo
cuando se dice que la poesía es un aleteo, o el resplandor de la verdad, o el
lugar donde todo es posible, como afirmaba Pizarnik. Sin embargo, la esencia, o
más bien la experiencia de la poesía, sigue siendo fundamentalmente
inaferrable, y es precisamente en este carácter de permanente libertad y
misterio donde se centra su profundo e imperecedero encanto. En otras palabras,
ninguno de nosotros sabe en realidad, definitivamente, qué es la poesía; nadie,
en rigor, la conoce; pero todos, sin excepción, nos reconocemos en ella. Es
más, la precisamos: Baudelaire, que sabía algo más que algunos de nosotros
acerca de ella, decía que era imposible para un ser humano mantenerse vivo sin
una visitación diaria, aun cuando fugaz, aun cuando inconsciente, de la poesía;
y todos nosotros entendemos, comprobamos, de algún modo, que esto es cierto.
Y la poesía debe
pasar obligatoriamente por la catarsis del silencio, sobre todo del silencio
lector. Antes de escribir un poema, debiéramos asomarnos a escuchar aquellos
cien poemas que bordearon o dijeron lo que, acaso sin saberlo, repetiremos
defectuosamente. La poesía empieza con la escucha humilde y purificadora, no
con explosiones prematuras de un narcisismo mal contenido. Antes de decirnos a
nosotros mismos nos han dicho Isaías, Sófocles, Shakespeare, García Lorca,
Baudelaire. «Escribir es hablar y callarse a la vez. Alguna vez esto también
significa cantar», dice Marguerite Yourcenar.
Personalmente,
siento que la poesía es aquello que rompe los límites de lo indecible y cambia
nuestra lengua, transformándonos a nosotros con ella. La poesía intenta crear
un lenguaje dentro del lenguaje, decía Valéry; es más: es un combate contra el
lenguaje, añade Alfonso Reyes. La violencia que ejerce el poeta contra el
lenguaje inerte y cosificado con el cual tiene que medirse es la violencia de los
dolores de parto que anuncian la creación de un nuevo lenguaje en el lenguaje,
contra el lenguaje. A veces lo indecible es lo aparentemente trivial, aquello
que subyace la experiencia cotidiana y no alcanza a emerger al dominio de
nuestra atención porque carece de los prestigios temáticos de la poesía
convencional. A veces se trata de un fiero tabú. En todos los casos, hemos
saltado un límite de ese silencio que no es el silencio enriquecedor de la
contemplación sino el violento silencio de la represión o del ninguneamiento o,
más profundamente, la ceguera acerca de los propios mecanismos con que el
lenguaje se amortigua a sí mismo.
Es preciso decir que
el carácter inasible de la poesía es uno de sus poderes, pero también una de
sus mayores debilidades, porque en nombre de ella, es decir, en su nombre
falsificado, se producen enormes embustes y sacrilegios, como lo es la
producción de teorías ininteligibles acerca de ella, o bien la carrera de los
premios oficiales, que muchas veces laurea a determinados escritores por modas
culturales, por sus preferencias políticas o sexuales, es decir,
consideraciones que nada tienen que ver con ella. Esta política es nefasta, no
tanto porque recompense a actores equivocados, sino y ante todo porque ahuyenta
de la verdadera poesía a quienes se sienten genuinamente, inocentemente
inclinados a ella o arraigados en ella, y se ven sin embargo confundidos por
este curso erróneo de los acontecimientos. Pero en realidad, aunque esto suene
extraño, el lugar de la poesía no es la literatura y mucho menos los premios o
las distinciones y aun menos el canon o la crítica académica. Es bueno y
necesario saber o recordar que los mayores poetas del mundo han sido grandes
desconocidos en su tiempo. La más hermosa poesía lírica de la Península Ibérica
—según Román Jakobson, el monumento lírico mayor de todo Occidente— las
cantigas de amor galaico-portuguesas, canciones de amigo, provienen de mujeres
analfabetas, muchachas campesinas que las cantaron en el siglo XIV, en pleno
Medioevo, mientras poetas cortesanos las recogían y a veces las firmaban
descaradamente. Algunos de los mejores versos de la poesía argentina andan en
boca de pastores y pastoras collas, recogidos en los cancioneros de Carrizo y
Valladares. El poeta contemporáneo, como dice Joyce, tiene sólo tres armas a su
disposición: astucia, silencio y exilio. Son las armas de Kavafis, las de
Pessoa, las de Miguel Hernández, las de César Vallejo, que murieron sin el
menor asomo de celebridad, y algunos de ellos en la mayor penuria. Esto no es
un azar, como tampoco es un azar el hecho de que nunca hubieran sido premiados
en vida: a una poesía de cóndores corresponde muchas veces una crítica de
topos. El desprecio que cerca a los mejores poetas es el mismo desprecio que
cerca e impide la escucha profunda del lenguaje: por cierto, ese desprecio no
juzga a los poetas, sino que confirma y condena la sordera y mediocridad de su
época.
El mismo desdén o
falta de atención cerca a aquellas creaciones espontáneas que no precisan el
aura literaria sino la presencia de un ojo poético para emerger. El imperdible
y fatídico refrán de nuestras operadoras telefónicas: «El destino que intenta
alcanzar se encuentra congestionado» es un buen ejemplo de poesía negra
involuntaria, perla del humor argentino. Como dice José María Parreño en el
epilogo del delicioso libro de Esteban Peicovich, Poemas Plagiados, que recoge
muchas de estas perlas, lo poético acecha en lo escrito o lo dicho sin
pretensión estética alguna. «Y es que la poesía vive silvestre y muchas veces
en los libros de versos es el único sitio donde no está»
Cuerpo de la palabra
Mallarmé advertía a
Degas —que pretendía escribir versos con ideas, ya que no le faltaban en sus
ratos de ocio: «Pero los versos, oh Degas, no se hacen con ideas, sino con
palabras». Parecería obvio que la primera y primordial materia de la poesía es
la música de la palabra, el cuerpo glorioso de la palabra, y que precisamente
la poesía sea el reclamo de los poderes corporales del lenguaje. Como lo dice
Borges: «Creo que la poesía debe impresionar inmediatamente y de un modo casi
físico». Y cita a un poeta inglés que dice: «Si al leer un poema no sentimos
que nuestra sangre circula más de prisa, ese poema ha fracasado». Desde esta
perspectiva, podemos pensar en aquella conmoción que acompaña a la poesía
imaginándola, en las palabras de un pensador francés, como «aquello que no
engaña». Un ejemplo eficaz, proveniente del mismo Borges, es aquella su célebre
línea: «Me duele una mujer en todo el cuerpo».
Y si hablo de la
música de las lenguas poéticas es porque curiosamente la poesía contemporánea,
en particular la de algunos poetas más jóvenes, parece alinearse casi
ferozmente del lado más sordo del idioma, allí donde las palabras parece que se
avergüenzan de su cuerpo. Esta deliberada amusicalidad del lenguaje poético
ocurre, paradójicamente, cuando en la teoría contemporánea se habla
incansablemente del cuerpo. Es notable que esto ocurra precisamente cuando el
pobre cuerpo humano es clonado, reducido constantemente a dieta, obligado a
operaciones indignas para ocultar una digna ancianidad, proclive a la anorexia,
compelido a gimnasias extenuantes, degradado constantemente por la pornografía
global. En particular, parece curioso que la muy positiva revolución sexual del
siglo XX y la muy positiva liberación de las mujeres no hayan desembocado, como
acaso hubiera cabido esperar, en el nacimiento de una poesía erótica,
naturalmente distinta pero comparable en calidad y eficacia a la del medioevo y
la del renacimiento. Es como si el cuerpo se hubiera divorciado de la palabra.
En lugar de una renovada poesía erótica presenciamos la irrupción indetenible
de la pornografía internética: una vez más, el lenguaje calla avergonzado.
Volviendo a la
centralidad del cuerpo, cuando habla del impacto físico que debe tener la
poesía, Borges está hablando de los poderes musicales e irracionales de la
lengua, allí donde las palabras no son referencia sino presencia, contacto
mágico con el otro lado del lenguaje. Dicho de otro modo, las palabras dejan de
ser signos duales provistos de significado y significante, de sentido y sonido,
para fusionarse en una sola experiencia simbólica más cercana al sueño y a la
sangre que al discurso articulado. En la tradición de la poesía argentina
tenemos hermosísimas ilustraciones de estas magias corporales de la poesía,
desde Lugones a Pizarnik pasando por Orozco, Molina, Biagioni, Castilla y
tantos otros más. Una manera de reconocer estas magias es que el verso se clava
inmediatamente en nuestra memoria y no la abandona nunca más, como un talismán
necesario que nos protegerá desde allí en adelante. Pienso por ejemplo en las
líneas de Pizarnik: «Explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un
barco, llevándome», o en Molina
cuando dice: «Cuando un hombre y una mujer que se han amado
se separan / se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo / la
errónea maravilla de sus noches de amor…»
La ausencia de esta
fuerza física, esa capacidad de impregnar de un solo golpe nuestra memoria y
nuestra vida que tiene la gran poesía, es quizá uno de los rasgos más notables
de la poética contemporánea en nuestro medio. Acaso con el propósito de
liberarse de toda retórica, se incurre ahora en una retórica negativa, que es
la de la trivialidad, la opacidad, la deliberada mortificación del espléndido
cuerpo verbal de la palabra.
Esta situación, por
otra parte, no es privativa de la poesía argentina actual. Quiero decir que a
principios y mediados del siglo XX hubo una gran renovación de la poética
mundial, iniciada por las vanguardias y continuada por grandes figuras de la
talla de Neruda o Dylan Thomas. Se ha hablado mucho, por ejemplo, del boom de
la novela latinoamericana, pero se olvida demasiado que a este boom lo precedió
y lo alimentó un boom anterior, el de la poesía en lengua española representada
por Vallejo, Lorca, Neruda o el primer Paz. En ciertos aspectos, estos
escritores desataron ideológica y metafóricamente la imaginación de los grandes
novelistas que de ellos se nutrieron. Es más, dentro de la novela del boom, los
límites entre poesía y narrativa no son siempre nítidos, y figuras como las de
Cortázar no representan sólo a novelistas innovadores, sino, en su caso
específico, a un buen poeta muy mal conocido, que convendría releer con mayor
atención. En ese sentido, ha habido un nuevo Siglo de Oro para la literatura
española —y para la poesía en general— en esa etapa del siglo XX, y a las
grandes cumbres de inspiración poética, como se sabe, suelen sucederse períodos
de cierta opacidad y repliegue.
¿Cuál sería,
entonces, la estrategia a seguir para quienes nos aferramos atentamente a las
zonas de supervivencia de la poesía, ya que la poesía es nuestra propia forma
de supervivencia? Pienso fundamentalmente en dos caminos. Uno, el que consiste
en desembarazarse de la panoplia oficial de evaluaciones, y atender y suscitar
con mayor lucidez y ternura a la poesía de los más desconocidos —no de aquellos
que hacen de la poesía un buzón sentimental, como ocurre con excesiva
frecuencia, sino de aquellos que saben que la poesía es fundamentalmente un
salto mortal en un lenguaje nuevo, y a esa riesgosa empresa se atreven.
Pero como la poesía
participa del eterno retorno (es un avatar dichoso de este mito), está también
el camino del regreso. Éste es el camino que nos lleva a releer y reconstruir
con amor la gran poesía descuidada o ignorada que nos ha precedido, y que yace
entre nosotros como esa «inmensa riqueza abandonada» de la que hablaba Edgar
Bailey. Pienso en las relecturas de la espléndida poesía olvidada que nos
rodea, en la necesidad, por ejemplo, de una reedición de las obras de Amelia
Biagioni. Pienso en los grandes, enormes poetas chilenos que nos llaman desde
el otro lado de la Cordillera: pienso en el entrañable Jorge Teillier, pienso
en la injustificablemente desoída Violeta Parra, una figura magnífica que está
esperando do el lugar que le corresponde en las letras latinoamericanas. La
mirada que se detiene en estas figuras y las relanza a la vida es también
poesía, es guardiana de la alta llama inextinguible de la poesía entre
nosotros, es garantía y condición de la permanencia de la poesía con nosotros.
Memoria digital y memoria poética
Además del deterioro
del cuerpo glorioso de la poesía, otro ejemplo muy fuerte del ataque de la
cultura contra el lenguaje —y un gran daño a nuestra escuela, a nuestros
chicos, a nosotros mismos— es que se haya interrumpido la tradición de algunos
grandes poemas sabidos —saboreados— de memoria, porque los poemas que se
aprenden durante la infancia y la adolescencia son como grandes hitos de
belleza y emoción, grandes arcángeles guardianes que nos alumbran y a los que
nos referimos consciente o inconscientemente toda la vida. Yo recuerdo poemas
de Juana de Ibarbourou, de Pedro Miguel Obligado, de Rubén Darío que me han acompañado
siempre como grandes señales luminosas, como ese fuego alrededor del cual se
encuentran desconocidos en una noche de invierno, y en donde se respira ese
fuerte y querido aroma de la patria como si ella fuera la vieja y hermosa casa
de la infancia. Por ejemplo, se me grabaron para siempre en la memoria aquellos
dos versos del Nido de Cóndores que, en líneas generales, es un poema terrible,
lleno de retórica patriotera, pero que tiene estas inmensas líneas: «Todo es
silencio en torno. Hasta las nubes / van pasando calladas / como tropas de
espectros que dispersan / las ráfagas heladas». De un solo aletazo nos han
llevado a la mirada de los cóndores, a los Andes magníficos mirados y vigilados
por un antiguo cóndor. O, en otro registro muy distinto, aquella maravilla de
Banchs: «Si supieras cuánto, cuánto / la casa y yo te queremos. / Es como un
montón de estrellas / todo lo que te queremos».
¿Se puede ser más
simple, mas cierto, más conmovedor que esta estrofa? ¿Y se puede ser más obtuso
que aquellos que impiden, por razones de didáctica actual, el encuentro de los
chicos con estas palabras milagrosas? La poesía está allí diciendo: «Dejen que
los chicos se acerquen a mí», y los celadores del orden global y electrónico,
los mismos que distribuyen pornografía a destajo por Internet, no se lo
permiten.
Una tecnología que
impulsa a desplazar toda memoria al depósito de una computadora y destierra el
aprendizaje verbal en la superficie de la tierra civilizada es una tecnología
que se ensaña con nuestra conciencia lingüística, con sus poderes y placeres,
para reemplazarla por el muchas veces vulnerable poderío de la máquina.
Alienación de la memoria, esclavitud del mercado computacional: el
deslumbramiento y entusiasmo por el innegable progreso que los «ordenadores»
representan oculta muchas veces la violencia depredadora de esta empresa que no
casualmente se acompaña de medidas pedagógicas pretendidamente progresistas,
destinadas a recluir y cegar los manantiales del verbo a lo largo y lo ancho de
todo el planeta-
Obras
·
El alegre apocalipsis, 1995
·
Correspondencia Pizarnik, 1998
·
Un triángulo crucial: Borges, Lugones y
Güiraldes, 1999
·
La palabra amenazada, 2003
·
Etimología de las pasiones, 2005
·
El país que nos habla, 2005
·
A la escucha del cuerpo, 2009