lunes, septiembre 12, 2011

Las Semillas, Alicia Sabella


                                                                                                                
Después de tantos años, volver al caserón vetusto, olvidado, no tenía más explicaciones para Sonia, que ese deseo compulsivo de recuperar el tiempo perdido luego de divorcio.
Recorrió las habitaciones escuchando el eco de voces conocidas que la guiaban. Crujidos de maderas y el quejumbroso sonido del viento la llevaron, en medio de la penumbra, a un espacio irreal.
Llegó, casi sin darse cuenta, al dormitorio de la bisabuela. Los muebles oscuros, tallados le parecieron más bajos, como si el tiempo los hubiera reducido entre el polvo gris y la poca luz que se filtraba por la ventana. Corrió las pesadas cortinas y el sol alumbró el lugar, se sintió, otra vez, pequeña deslizando las manos inquietas por los volados de la colcha, la cajita de música y la polvera de porcelana. Recordó a la bisabuela delgada, silenciosa, sentada en la hamaca de mimbre, con su mirada enigmática y aquella boca de labios finos que nunca sonreían.
Entonces advirtió que todavía estaba el viejo arcón, al verlo un deseo aplazado la animó a abrir la cerradura con la llave que colgaba del cordón desteñido. Un rechinar oxidado acompañó la tapa mientras se levantaba. En una nebulosa impalpable, aparecieron encajes, alhajas, álbumes y una cajita nacarada. La tomó con cierta prudencia como quien no quiere violar un secreto. En su interior, un sobre amarillento, que gimió de vejez entre sus dedos, al abrirlo encontró un pañuelo de color indefinido, bordeado por una puntilla marchita. Había sido doblado con esmero y adentro aparecieron un puñado de semillas agrisadas de textura rugosa.
Sonia se sorprendió ante el hallazgo, no entendía el porqué de ese ocultamiento ni que significado tuvo para la familia. No había una nota o nombre que la orientaran en la búsqueda de una respuesta.
Recordó lo poco que supo de la historia de la bisabuela. Hija de españoles, nacida en Haití y según contaban, dueños de una plantación de caña de azúcar. Siendo muy joven se casó con un francés y vino a radicarse a la Argentina.
Pensó que, tal vez, esas semillas pertenecían a alguna planta exótica que la bisabuela quiso cultivar en el jardín. Como quien recibe un legado decidió ser ella la encargada de plantar las semillas para cumplir el sueño postergado. Debajo de un álamo cavó un hoyo y colocó algunas, repitió la operación en varios lugares, luego de taparlos, marcó con piedras las plantaciones para no olvidarlas.
Arrodillada sobre la tierra húmeda, miró a su alrededor, se sintió poseída por el susurro de la vegetación que le traían resonancias de tambores lejanos, una sensación de placidez detuvo sus pensamientos hundiéndola en una ensoñación difusa con representaciones indescifrables.
Con esfuerzo, trató de recuperarse y tomó la decisión de conservar la casa, a pesar de que sus parientes le aconsejaban venderla. Junto con las semillas, ella también quería arraigarse en esa tierra.
Volvió a la costumbre de una vida agitada, con un trabajo que le ocupaba la mayor parte del tiempo, la intención de reacondicionar la casa para pasar los fines de semana quedó suspendida, pero no cayó en el olvido.
Pasó un año y la calidez de la primavera le hizo añorar el caserón familiar, una mañana, la ruta la llevó a destino.
Al estacionar el auto frente al portón, vio un extraño arbusto invadiendo el jardín. La mata violácea crecía con tentáculos retorcidos apoderándose del terreno, los árboles, antes, robustos y añosos, se veían enflaquecidos, sin hojas, consumidos por hilachas verdosas que se descolgaban de tallos espinosos. La maleza se entrelazaba en un abigarrado tejido que ocultaba la casa y asfixiaba la luz.
Entonces, Sonia, recordó las semillas y un temblor le recorrió el cuerpo. El sendero de lajas que conducía a la puerta de entrada se había convertido en un laberinto estrecho sobre el que apenas se podía andar. Atemorizada, avanzó, rodeada por una humedad umbrosa y un rumor inquietante. Al llegar observó con estupor la devastación, el monstruo vegetal, en su incontenible avidez, había destruido el caserón, sólo quedaban trozos de ladrillos, hierros y restos de mampostería que asomaban debajo de la maraña de hojas y ramas.
Desanduvo el camino, detrás escuchó una agitación, un movimiento, no se dio vuelta para ver qué era aquello.

4 comentarios:

maria cristina dijo...

Impactante relato! Felicitaciones!

Anónimo dijo...

Me gustó mucho tu cuento, atrapante y bien escrito. Felicitaciones.

Lydia Carabajal

Diego Cleriere dijo...

Me gustó mucho, realmente interesante.

Diego

haydée medina dijo...

Me encantó, lo seguí con interés.

Haydée Medina