sábado, octubre 31, 2015

Abandonado
“Las cosas
 que nadie mira, salvo el Dios de Berkeley”
J. Luis Borges
en la costa espejada
Foto: Liliana Waipan
es intruso
y es ajeno
no le importa a nadie
quién lo calzó
ni dónde está su compañero
ni quién caminó con él
ni quién lloró con él
ni quién bailó o besó con él
es el testigo
de una historia
que ignoramos
pero existe
el río trajo ese fragmento de vida
que grita su silencio
en la locura de la soledad
y del sol enceguecedor
en el vacío
de lo fragmentario y estéril
de lo inquietante
me acerco…lo tomo
y lo abrazo
salvo a un náufrago
del sinsentido


Cristina Diez

Imagen y Palabra - Relatos y Fotos

Katupirí

Foto de Fabián Poggi
¿Una foto?
Eh señor, ¿sacarme una foto? No sé…¿cómo? ¿Por qué? No sé, gualicho…mala suerte…
Me va a llevar lo poco que me queda, señor. Lo poquito que tengo, yo, mi espíritu, mi alma la llama el padre Ignacio.
Si, sólo eso. Lo demás lo perdí. Casa grande no tengo, sólo el rancho. Lo hice con palos del monte y plástico. Si, lo ve, negro, en el techo. Chico es señor. Sólo para dormir. Vivo más afuera. Mucho calor adentro. Mucho para los tres, señor. Con mis hijos. Ahora salieron al pueblo por comida. A veces cuatro. Mi marido hace changas A veces no está.
...¿Cómo? yo cuido éste lugar señor, chiquito es pero es mío. El perro también. Me acompaña.
¿Cómo, señor? ¿Mi familia? Ya le dije. Más no tengo. Murieron. Jóvenes murieron.
Sí señor, cuando yo era chica. Estábamos juntos. Sí. Más que ahora. Comida no faltaba. Ellos cazaban. Ellos. Sí señor. Había animalitos. Carpinchos había. Era una fiesta señor ese día.
¡No…ahora No! No quedó nada. Pájaros sí, pero chicos. Pescado… poco señor. Dicen que el río.  Contaminación dicen… Más arriba. Sí, señor. Una fábrica. Mueren muchos, señor. Algunos quedan. Sí, señor. Contaminación dicen…difícil de hablar…, si, muy larga.
No señor, ellos no van al río ahora. Al pueblo van. A la noche. Ahí consiguen. A veces ropa también. No, zapatillas no señor. Pero no importa. En pata igual, señor.
¿Cómo? No señor, está muy lejos. Van si pueden. Tienen que ayudar acá señor. Ahora no, ya van a aprender.  Después puede ser.
Sí, ellos sí señor. A veces. Para votar. Sí señor, me trajeron el plástico y colchón. Lástima que no votamos más seguido, señor.
¿Dónde? No, de acá no nos movemos señor. Para qué  quieren esto si poco les sirve ¿Adónde? No señor. Ahí nos morimos señor. Como mi comadre. Ella aceptó. Sí señor. Nosotros no. ¿Cuánto? Eso no es nada señor. Acá estamos. Cerca estuvieron los otros, los ancianos, señor. Sí señor, y los de antes. Los antiguos, señor. Como dice señor? apeo de qué? Qué es eso? Cortar madera ilegal? No señor, le dije, sólo para hacer el rancho! Cómo? Denuncia? Para eso la foto? Los palos? Váyase señor, ya váyase. No le interesa mi alma!, a usted le interesa la tierra. Como señor? Claro que nos importa la tierra. Siempre acá señor, siempre acá, y acá me muero señor! Váyase ahora. Váyase ya señor.

Oscar Gutiérrez   / ogutierrez42@hotmail.com

Foto: Katupirí - Fabián Poggi

Glicinas blancas, Delia Takara, Lunes de 14 a 16 hs.




La casa en donde vivimos nuestra infancia comenzaba con un local de negocio de tintorería, precediendo la vivienda familiar. Una mampara de madera separaba un estar y comedor y traspasando una puerta de hierro con vidrios coloreados, un pequeño patio inicial. Subiendo un escalón, un segundo patio, angosto y largo, al que se habrían tres habitaciones corridas.
Dos casas iguales, divididas por una pared alta.
Al fondo, la cocina y una escalera que llevaba a la azotea y en un recodo, el entrepiso con una habitación que papá había transformado en su cuarto de lavado de ropas. Era su lugar de trabajo, abierto, sin puertas, un gran ventanal sin marcos ni vidrios, protegido por un pequeño alero. En su interior, una máquina lavadora industrial, que al término de su tarea, era limpiada y secada cuidadosamente, refulgiendo cual objeto de oro, las planchas perforadas de bronce del tambor horizontal. Una secadora centrífuga, una mesa de material en la que lavaba las prendas y algunos implementos más. Sobre la pared principal, escrita en tiza, una sentencia en el idioma vernáculo, seguramente por mamá, sacralizando el lugar.
Protegía su cuerpo del agua, con un delantal de goma negro y los pies con zuecos de madera, en lugar de botas, quizás rememorando las tradicionales sandalias de su país de origen. Desde la mesada, frente al ventanal , veía avanzar una planta de glicina blanca, que fue acomodando en su crecimiento con hilos, clavos y alambres, de tal manera  que las ramas se entremezclaran  y fueran formando una cortina que lo amparaba de la lluvia y del sol y asemejaba un telón natural, de una puesta en escena, propia de selvática comedia musical japonesa.
El origen de esta enredadera manejada por manos orientales, tenía la particularidad de provenir de la casa lindera, la gemela. El primitivo dueño decidió plantar en un pequeño cuadrado de tierra del angosto patio, esa hermosa planta, que al crecer, traspasó la pared divisoria y fue inclinándose hacia nuestra cas y papá la fue orientando y encaminando hasta convertirla en su paisaje.
En  septiembre, primero estallaban sus flores blancas, inundando el aire de olorosa sustancia y después surgían las delicadas hojas y la explosión  del verde follaje era total.  La arquitectura  vegetal devenía  en invernadero personal, de raíces lejanas y evocadas.
Nunca olvidaré los días de lluvia en esa casa. El sonido pequeño de las gotas pluviales chocando en el ramaje, se hacía cómplice de las canciones cantadas por papá, mientras trabajaba, o no, recordando en la lengua materna,   las letras infantiles y de su adolescencia, a veces con aires marciales, muy sentidas.
El cambio de dueño de la casa vecina trastocó su pequeño universo  vegetal.        Quiso sacar la enredadera porque sus hojas, sus flores, los pájaros e insectos, inseparables compañeros, ensuciaban la casa y no pretendía mantenerla.
No sabemos qué sentimientos provocaron en papá, pero no necesitó tiempo para decidir lo que debía hacer. La planta no era suya y a la mañana siguiente tomó sus tijeras de podar y poco a poco, fue cortando prolijamente toda la enredadera; en pequeñas ramas y trozos para poder embolsarla adecuadamente.
Nosotros no vimos cuando lo hacía. Despertábamos tarde; pero después del desayuno enfrentamos el nuevo panorama; parecía otra escalera, otra pared, otro ventanal. Otra casa.
Por la tarde, en lugar de dormir la siesta acostumbrada, salió a caminar por  el barrio y al volver, regresó con una jaula de madera y alambre, habitada por un primoroso canario amarillo que instaló en la pared, al costado del ventanal. Trabajando no lo vería, pero sí escucharía  su canto; sus trinos remplazarían, sin dudas, el sonido  que habían producido, hasta hace poco tiempo, las ramas de las glicinas blancas, movidas por el  viento, en su encantamiento estacional.
Nubes oscuras cubrían el cielo. Amenazaba una tormenta de verano. Se escuchaba el murmullo de pájaros nerviosos, acompañando el primer gorjeo armónico del canario en su nueva casa.
Sonó el timbre de calle, varias veces, en forma insistente. Era el empleado de la casa de artículos del hogar de la esquina. Traía nuestro primer televisor y el viejo gato gris, corrió a refugiarse en su lugar preferido.

Cuentos de verano - Hundido sin respuesta



  
 Esa imagen que casi cala en el infinito, que se recuesta en el asombro, me hace meditar. Me provoca, por que no, a pensar en un cuadro dispuesto para disparar una soledad y un hecho angustioso. Ahí quedó como testimonio de algo que no podemos contar, por cuanto su paso está trunco, asemejando a un conjunto con un elemento testigo..Un conjunto que encierra un solo objeto y ese espacio es cerrado por algo paradójico, el de la interminable nada que lo rodea.

Los colores azules y celestes suponen un mar sin olas, sin vientos ni mareas, tampoco de playas con sol incandescente por que se ve luminoso. Otra temible paradoja que propone el cuadro. En el medio, o en la escena, está ese zapato solitario de una mujer que quizás como Alfonsina sucumbió al amor y enhebrando poemas se acercó para fundirse en su inmensidad.

 Raro dolor el dejar de ser uno mismo, a partir de una muerte, al no ser. El miedo y el espanto de los que hoy somos y queremos seguir siendo. Quizás esa instancia sea tan clara como lo muestra la figura. Quizás sea dulce como el manantial de los sueños que no fueron. Quizás yo mismo pueda estar entrando en ese mundo. Si así ocurre, también dejaré un zapato para que alguien pueda recrearme.

Foto: Liliana Waipan
Texto: Jorge E. Brescia

Memoria de una mantilla, Delia Rosende

 
 Alta, revestida de gran dignidad, la abuela se movía en un mundo de cortinas al crochet, mantones de Manila, retratos y grabados antiguos. Entrar a la sala de su casa era retrotraerse a la España de l900.
Mis años de infancia fueron embellecidos con relatos de la abuela que estimulaban mi fantasía.
Durante mucho tiempo la perseguí para que nos permitiera, a mi hermana y a mí conocer, qué encerraba un arcón que guardaba muy celosamente.  Su respuesta siempre fue la misma: - "cuando sean mayores".
Al cumplir trece años y ante tanta insistencia accedió a nuestros ruegos y nos permitió abrir el arcón. Con vehemencia comenzamos a hundir las manos en él, hasta que aparecieron vestidos largos de suaves tonos, pañuelos de colores algo opacados por la acción del tiempo, zapatos puntiagudos con tacones y entre otras cosas, una guía del Madrid de entonces. Más al fondo descubrí muy dobladita una mantilla de encaje color negro. Cuando la tomé mis manos temblaron. A medida que iba desplegándola los relatos de juventud de la abuela se fueron corporizando. Apareció en mi retina El paseo del Prado, La Cibeles, los bailes de la Verbena y los teatros de Zarzuela. Al concluir las funciones, las noches culminaban bebiendo chocolate y churros en los típicos cafés madrileños.
Al levantar la mirada había lágrimas en los ojos de la abuela. Sus ojos antes tan negros se habían tornado, no sé si por el tiempo  o por los recuerdos, en un tenue color gris.
Y pasaron muchos años, guardo la mantilla como un amado e inapreciable tesoro. No hace mucho sentí la necesidad de revivirla,  con motivo de una ceremonia que aún estremece mi corazón, pero ese relato lo contaré cuando sea "mayor".

Octava. Aldo Bianco

Sobre el atril un pentagrama
en blanco.
Se corporiza.
La brisa lo agita
por la ventana abierta.
El Do se inicia.

Susurros del bosque 
mecen el vaivén de los árboles,
las hojas excitadas
murmuran
con el soplo
el suspiro inquieto.

El Re convierte la floresta en
rojo amarillento, y
pálido café, con verdes tallos.

Mi suelta las notas del
viento silvestre con eco
de montaña.

 El semitono del Fa desata el
arroyo que moja  
y ofrece brillantes
al áspero canto rodado.

Horas pasan
El Sol ilumina
el gris plomizo de la mañana
hacía un rojo atardecido.

La se regodea
anunciando el lucero.
La noche mira 
con ojos centelleantes.

.Las olas se deslizan sobre
la arena quieta,
el Si cierra la melodía.

Acontece el silencio.

Partida, Miryam Brollo

“Hay cosas que no se pueden perdonar, o que nunca podremos
perdonarnos. Y sin embargo lo hacemos, lo hacemos a todas horas.”

Alice Munro

Por supuesto que estaba oscuro, llovía. Te había servido quizás el café muy caliente. Humeaba. Ni lo tocaste. No, es verdad, ahora me acuerdo, le pusiste una cucharadita de miel. Y eso fue todo.
Yo esperaba unas palabras tuyas. Ahora ya lo sabías. Yo misma te lo conté. Luego de eso, me serví un té, para mojar mi boca, que luego de mi confesión, se secó de golpe.
No aflojabas, mirabas la taza de café. Suspiraste. Esperé, sintiendo mi corazón dar golpes. Nada de tu parte. Solo el sonido de la lluvia. Mi té también se enfriaba y no me animé a levantar la taza. Mudos los dos.
¿Así terminarían esos años? ¿Sin ninguna reacción de tu parte? Dios mío, cómo no ibas a decir algo. Me estabas mortificando.
De repente, te paraste, ni me miraste, diste la vuelta a la mesa, abriste la puerta de salida y así sin otra señal que tu desprecio, te alejaste.

Miryam Brollo

miryambrollo@yahoo.com.ar

AHHHHHHHH



Es el único sonido que puede pronunciar. ¿Cómo pretende este tipo que le responda si lo tiene con la boca abierta mientras sondea con cruel pericia su dentadura?. Distinto sería si estuvieran en un café, frente a frente, y el energúmeno le hubiera contado lo mismo. Diría entonces “¡Ahh, qué curioso!”  O en el cine, mirando una de acción y cuando todo el edificio vuela por los aires, ambos dirían “¡Ahh, qué exagerado!
Su madre solía reprenderlo por su vocabulario limitado, nunca entendió por qué. ¿Qué tiene de malo responder “Ahh” al comentario: “Llegaste más tarde hoy” O sentarse a la mesa y, al ver el plato del día, murmurar : “Ahh, me hubiera quedado a comer en lo de mi amigo.” ¿Acaso preferiría que dijese todo lo que pensaba? No sería saludable para ninguno.
Tal vez el dentista lo sabe, y por eso pregunta cuando no se le puede responder. Armado ante el paciente, lo ataca en su momento de mayor indefensión, con una sonrisa inamovible en su rostro. Habla y comenta, comenta y pregunta, responde y no escucha.
¿Acaso no es siempre así? ¿Cuántos “ahh” esconden verdades no dichas, dudas no manifestadas, dolores escondidos? ¿Podrá alguien algún día llenar ese vacío de palabras que esconden todos los “ahh” que se han largado al mundo? ¿Qué traductor se necesita para poder interpretar lo que tan celosamente se guarda en esas letras que no dicen nada y lo dicen todo?
Algún día, cuando seres de otros planetas nos observen, comentarán curiosos: “Estos bichos humanos son más peligrosos de lo que pensamos. Tienen una forma de comunicación muy extraña. A menudo no hablan y sin embargo todos parecen entenderse. Habrá que indagar, quién sabe qué cosa rara están planeando. Ese “ahh” debe ser un código secreto.”

Pilar Cuevas

MILONGA, ROBERTO TITO TCHECHENISTKY -


     
Se pararon los dos bajo la arcada del salón del bailongo. El olfateó el ambiente, acomodándose el clavel en el ojal del jetra cruzado. El petizo Tarasca hizo punta, y se mandaron adentro.

¡Que baranda, hermano! Estaban acostumbrados a la colonia barata y al perfume de la brillantina que hacía relucir el pelo de los chabones, peinado tirante para atrás con raya al costado, al estilo del “mudo”.

El escuchó al zopeti repasar en voz alta, como siempre, la semblanteada de las namis. La sabía de memoria. Tacos de 15, con plataforma y pulserita al tobillo estilo bataclana, medias brillantes y vestidos con lentejuelas reflejando las luces que, aunque fuertes, empalidecían ante los labios rojos de las bocas recargadas de rouge, que buscaban disimular algún diente ausente o resaltar algún otro de oro puro.

Con Tarasca se enfrentó al hembraje, que se alineaba delante del espejo y,  cuando largó la típica, ahí nomás  encajó el sabiolazo. Una veterana bien pulenta,  que lo había estado fichando de coté,  se le acercó.
Chica Divito, la naifa. Se avivó cuando le enlazó el talle y sintió que le sobraba brazo y, al apretarla para darle marca, el DePayne se le clavó en el  pecho.
El correaje que le tanteó en la  cintura parecía el de un cana con pilcha de gala en el Día de la Patria, y su napia manyó el agrio aroma del sudor que desprendían sus sobacos. Sin embargo, también tenía olor a hembra, y eso le provocó inquietud entre las piernas. Sus atributos no lo engañaban jamás, y  al toque decidió dónde y cómo quería terminar la vermouth con ella,  después que los musicantes enfundaran los instrumentos.

El roce de sus cuerpos, bien pegados, y la perfección en los pasos de un gotán y una milonga, hicieron que el parlamento enmudeciera hasta que la música paró. Fue entonces cuando intercambiaron discursos. Parcos, sin camelo, se chamuyaron sus urgencias.

Del brazo, caminaron hacia el guardarropa. El número de él lo tenía Tarasca, que al junar que se rajaba, corrió y se lo dio a la pebeta que atendía.
Antes de volverse a la pista, el petizo le batió al oído - Te sacaste la sortija, guacho. Ahora, ensartala. Ja, ja.                                                                           

            El le encajó un codazo y lo apartó.-Desbocao, rajá de acá - le dijo.
La pebeta miró el pelpa, cazó un bastón y se lo chantó en la mano.  Lo conocía, y el color blanco no la sorprendió.

La “Divito” lo agarró del codo, y lo guió para bajar las escaleras. Cruzaron la vereda  Ella chistó a un tacho y, ya adentro, él le dijo al chofer - Al mueble de Carlos Calvo, macho. Rápido -, y ambos fueron manos pungas,  hurgándose en misterios presentidos. 



Tres textos breves, Marina Guarnieri

Estación de tren     


 Soledad, tiempo de espera, tiempo vacío; manos traspiradas; ojo atento, inquieto; las piernas solas, las piernas siguen el chis-chis de las ruedas del tren. Arrulla una nube gris enviada a distancia: bocanadas de humo oscuro. Aparece a lo lejos la formación. El badajo de la campana de bronce con el tintineo infantil que remite a un aviso: tan-tan-tan.

     La gente, poca gente, sube a los vagones. Hace frío, mucho frío. Los sacos, los tapados, los pañuelos, se incorporan, toman distancia, se arremolinan, ocupan asientos desvencijados. No se miran. Abren diarios, hojean revistas. Los chiquitos espían por las ventanillas, comen bizcochos, cuentan a sus muñecos lo que alcanzan a ver. Trapitos manoseados, chupeteados.

     El tren prosigue, el anochecer deambula por las vías: se derrumba, desaparece. Las melenas al viento desmelenan el ocio.


El Hermético 



     No era luz, no era línea, no era sombra.
     Como viborita, luciendo solitario, destacándose.
     Milímetros de materia inmaterial, color indefinido.
     Lo quería; lo necesitaba. Cada vez que alargaba la mano, huía, aumentando mi desconsuelo.

  
     Decidí dejarlo. ¿Quién gobernaba ese objeto? Librado a su soledad, muchas veces pensé abandonarlo a       su efímera suerte.
     Puse fin a esta situación. Alguien me estaba estudiando. Dejé el objeto a su propia soledad.
     ¿Para quién era? ¿Para él, para mí, o para quien deseara hermético el poder?


Cenicienta y el gato 


    La corte alborotada busca la dueña de la sandalia sin tapita en el taco, llena de estrellas y lazos plateados, que se traspapeló en la escalinata del Palacio junto con una bota.
    El príncipe, que ha bailado Twist con ella, no la olvida. Se llama Cenicienta.

    El jerarca envió comisionados hacia todas direcciones para ubicarla. Ella, la muy ladina, ha huido con el “gato gatungo”, alias “mishomishungo”, que a su vez perdió una bota de siete leguas porque el cordón de este calzado se quebró. Igual da paso de tres leguas y media por minuto.

    La hermosa damisela después de haber bailado con él el “Vals de las horas” se dejó engatusar y, subida a la grupa del gato, se fueron felices perdidos en la larga madrugada, vagando a placer.

    El príncipe, mucho disgusto, ha proclamado por doquier que donará bienes y monedas a granel a quien la encuentre y jura que le retorcerá el cogote al caballero que la ha secuestrado. (Por supuesto, no sabe que el joven de nuestro cuento tiene poderes mágicos ocultos y que su calzado gana velocidades increíbles).

     Por ahora, la jovencita y el felino, han llegado hasta la estrella que está a la derecha de la luna. . . ¡y van por más!