sábado, abril 27, 2013

Geografía extraña, pero mía, Bárbara Benítez



Avenida Corrientes, te recorro con mirada ajena; antes no padecías de apuros. Te cruzo por Pueyrredón y las comidas peruanas invaden. Me tientan pero no me atrevo.
Un poco más allá dos morenas vociferan las trenzas de Shakira. Soy asaltada por las ganas de sentarme en el banco callejero y exponer el peinado a los caminantes. Pregunto el precio; cuestiono mi edad. Tal vez otro día de más coraje.
Sigo hacia el Abasto e imagino a los africanos vendedores de gafas escapando de una dictadura. ¡Pavadas! O no.
Entro al shopping con el recuerdo de pasillos sucios, rodeados de puestos de frutas y verduras que alguna vez comí mientras preguntaba dónde filmó Tita Merello o cantó El Zorzal. Añoranza decepcionada por el piquete de la historia.  Para volver al país cuarenta años sí son muchos.
Camino por mi antigua calle hasta llegar a Bustamante y Cangallo (que ya no es can ni gallo sino general). A través de los vidrios del nuevo edificio regreso al bodegón donde los puesteros comían el mondongo de los días martes. Una lágrima se conduele en esa esquina de adioses.
Giro sobre mí y –aunque nunca más estará- veo a Isaura, mi compañera de patinaje sobre las aceras sucias, a quien cuyo padre vendía para saldar deudas de juego. No le importaba; menos a mí, dispuesta a triangular cuando la comida venía después de aplacar al cliente.
Épocas de patear con medias rotas, zapatos descoloridos y ralo abrigo a cambio de billetes para otros. Pero sólo hasta Bulnes porque ahí trabajaban las chicas del Flaco Karate, quien revólver en cinto, nariz blanca y feroz tumor en el cuello protegía la parada.
Dejaste de ser el arrabal del que la gallega Cármina echó  a la hija para quedarse con el marido; el de los proxenetas cantando en algún conventillo La Última Curda o Uno. Sólo para acompañar la pena de Cátulo o Discépolo porque las nuestras rameras no contaban.  
El sábado era de gloria. Nos sacábamos la meretriz vestimenta para usar pilchas renovadas, tacones de punta fina y alta con cinta de cuero ajustada al tobillo, pelirrojas cabelleras, perlas que no eran, chucherías carnavalescas y así entregarnos a la milonga con el otario de turno, bajo la ruda mirada del ocho cuarenta disfrazado de comprensión en nuestra noche libre.
Los diecisiete años fueron viejos hasta que un empresario se encachiló conmigo y, tras buena paga, me llevó a Italia. Allá nos casamos; por él, no por mí. Me hizo estudiar idiomas, marketing y análisis contable. Entregó buenos años y  murió sin reprochar.  
Como asesora de empresas vuelvo a este pedazo de Buenos Aires maquillado con sucursales bancarias, luces intensas, boutiques de diseñador, plaza con rejas, construcciones de lujo emplazadas en los baldíos de mi anterior quehacer y bicisendas que confabulan contra la orientación.
De ese ayer prostituto sólo quedan imágenes subrrealistas. Ni lo cuento ni lo niego. El costoso perfume no me oculta el estigma de mis comienzos.

                                                                                                                         Bárbara Benítez

No hay comentarios.: