jueves, enero 31, 2013

Novedades literarias

Entrevista a Ana María Shua, cuyos textos nos acompañaron el año pasado en diversas consignas de microrrelatos, contiene también la lectura de relatos  breves y el comentario de otros libros y autores. Que lo disfruten. Un agradecimiento especial a Julia Bowland que es la diseñadora de Novedades literarios. 

Novedades literarias

martes, enero 22, 2013

Gatos, Alicia Infante




Llegará el día en que alguien, algún ser iluminado y valiente desenmascare por fin a los gatos, revele el cinismo gigantesco de su mirada imperturbable, la imperdonable burla de sus modales distantes, el verdadero origen plebeyo de  su pretendida  actitud contemplativa.
Como aristócratas perdonavidas se pasean con paso elástico pero en realidad están ocultando su incapacidad para sortear un aburrimiento milenario.   Gestos mínimos y estudiados  disfrazan su falta de interés por el mundo que los rodea, como si vinieran de un planeta brillante y divertido, y todo lo trascendente lo hubieran dejado allí y ahora sólo les restara tolerar nuestra  gris rutina con actitud condescendiente.
Comparten nuestro mundo con actitud desconsiderada: no sólo se apropian de nuestro sillón preferido,  sino que además debemos resignar la mejor ubicación frente a la estufa para que ellos se tiendan indolentes. 
 Es bien sabido que los gatos o tienen dueño sino personal a disposición, que acceden a cruzarse de vez en cuando en nuestro camino y a frotarse con desdén entre nuestras pantorrillas con el único objeto de incentivar nuestra cándida alegría, ruta directa y segura al plato de leche o a la latita de atún.
Y  en el extremo de la manipulación son capaces de emitir un maullido lacerante como llanto de bebé recién nacido y abandonado  para extraernos hasta la última gota de compasión.


Kimono tango , Octavio Belardinelli




Anselmo estaba sentado en la penumbra, con el bandoneón apoyado en los muslos. Los acordes y las escalas emitidos por el instrumento salían por la ventana, bajaban por la escalera y reverberaban en el patio del conventillo. Algunos pibes estaban jugando a la pelota sobre las baldosas.
Estuvo un buen rato practicando. Por momentos se dejaba llevar y entonces se hacía uno con la música, con la pieza casi a oscuras, con el patio y los gritos de los pibes, con el crepúsculo que caía afuera, sobre la calle Brandsen.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento.
Se levantó, dejó el bandoneón sobre la silla y abrió. Una muchacha de ojos rasgados, con el pelo negro y lacio lo estaba esperando. Con la mano derecha sostenía la manija de una caja de madera.
—Maestro —dijo—. Vengo para que me enseñe a tocar. Me manda Bereterbide.
"¿Por qué será que a los japoneses les gusta tanto el tango?", pensó Anselmo. Le vino a la memoria la imagen borrosa de una cantante de ojos rasgados. Pero no pudo recordar el nombre. Había pasado mucho tiempo.
—¿El arquitecto? —dijo.
—Si.
—Pero no puede ser. Si yo no enseño. Dígale a Fermín que lo quiero mucho pero que no puede ser.
—Por favor, maestro. Terminé el conservatorio, me compré un bandoneón y estoy aprendiendo. Me va bastante bien. Pero siento que necesito la guía de alguien que sepa más que yo, de un maestro. Usted.
La muchacha hablaba con un perfecto acento de Buenos Aires. "Qué extraño", pensó Anselmo. "Ese acento con esa cara".
—¿Cómo te llamás? —dijo.
—Keiko.
Anselmo la miró. Era muy linda. Por sobre la cabeza de la chica, las nubes rojas en el cielo lejano parecían estar llenas de promesas. Su viejo corazón se empezó a ablandar.
—Bueno, Ranko...
—Keiko.
—Perdón. Keiko. No te prometo nada. Dejámelo pensar. Volvé la semana que viene.
La chica hizo un mohín.
—¡Oh, maestro! —dijo—. ¿Aunque sea no me puede tomar una prueba? Soñé tanto con este día... ¡Mire, traje mi propio bandoneón! ¡Por favor!
El corazón de Anselmo se derritió. Vaciló un momento. Miró las paredes del conventillo, pintadas de colores vivos, miró otra vez el hermoso rostro de la chica. Los pibes seguían gritando, abajo. El sol moría en el horizonte.
—Bueno, pasá —dijo—. Pero solamente un ratito.
Encendió la luz de la pieza y arrimó otra silla.
—Sentate. A ver lo que sabés hacer.
Le acercó una partitura. La chica abrió la caja de madera, sacó el bandoneón y se lo puso sobre las rodillas. Pasó las manos entre las manijas, estiró el instrumento y emitió unos sonidos torpes.
—No, no —dijo Anselmo—. Re mayor, es re mayor.
—Perdón, maestro.
Anselmo se sentó, tomó su bandoneón y ejecutó la partitura de memoria.
—¿Ves?  Es así, Ranko. Probá de nuevo, por favor.
—Keiko.
—Perdón.
Keiko lo intentó otra vez, pero de su instrumento siguieron saliendo sonidos horribles. Anselmo pensó que la chica no tenía la menor idea y empezó a arrepentirse. ¡Pero era tan atractiva!
Pasó un largo rato indicándole, haciéndola recomenzar una y otra vez. Por fin se recostó sobre la silla y cerró los ojos. Estaba muy cansado. La imagen borrosa de la cantante de ojos rasgados volvió a aparecer en su mente.
—Maestro —lo despertó la chica—. ¿Quiere que le prepare un verdadero té japonés?
—Bueno.
Keiko fue hasta la cocina. Al rato volvió con dos tazas humeantes. Anselmo sopló en la suya y tomó un pequeño sorbo.
—Qué sabor raro —dijo.
—Es un té verde de los campos de Uji. Lo traje especialmente para usted, maestro. Me lo mandó mi mamá desde Japón.
—Ajá —dijo Anselmo, y siguió tomando.
Keiko apoyó su taza sobre la mesa, guardó el bandoneón en la caja de madera y la cerró. Esperó a que Anselmo terminara de tomar el té.
—Me voy, maestro —dijo.
Anselmo sintió un ardor en el estómago.
—Ranko...
—No me digas Ranko, yo soy Keiko.
Los ojos de la muchacha se habían vuelto de piedra. Le acercó la cara y le habló con dureza.
—Ranko es la mujer que abandonaste hace veinte años sin decir una palabra.
Anselmo empezó a sentirse mareado. El ardor le abarcaba todo el vientre.
—Tanto tiempo —dijo.
—Si, tanto tiempo y ni una palabra. Tanto tiempo y nunca te importó saber nada de Ranko. Sos un hijo de puta. Ahora ella está muerta. Se acaba de suicidar.
—¿Vos sos?
De repente recordó el concierto, en un teatro de Florencio Varela. Había mucho público. En la primera fila, una familia de japoneses. El padre, la madre y una chica de unos dieciséis años. Él estaba en lo mejor de su carrera y la niña de ojos rasgados quedó deslumbrada.
Ya no sentía el fuego en el estomago, ni el mareo. En cambio, una pesada somnolencia lo fue inundando y se le enfriaron los pies.
Después del concierto la chica fue sola hasta su camarín y se presentó. "Mi nombre es Ranko. Me gusta mucho lo que usted hace y a mi me gustaría cantar". Anselmo le sonrió. "¿Por qué será que a los japoneses les gusta tanto el tango?", pensó.
Fue un amor intenso y breve, como todos los que había tenido a lo largo de su vida. Después, él siguió su vida y no supo más de ella.
Y ahora...
—¿Vos sos?
Pero Keiko ya no lo escuchaba. Había agarrado la caja de madera, había bajado la escalera del conventillo y se había perdido en la noche.
—Sos... —dijo Anselmo.
No pudo decir nada más. No pudo pensar nada más. Sentía que el nudo de su vida se desataba y que entraba suavemente en la muerte.

Retazos de una historia, María Cristina Carrizo




ANGUSTIAS Y DOLORES – a los ocho años.

Se los podía escuchar aunque estuviésemos medio dormidas. El primer sonido era el timbre; después, algún plato que se rompía. Todas las noches se repetía lo mismo.
Me encerraba en el baño, sobre el inodoro. Desde la escalera se los podían escuchar mejor.
La voz de padre casi ni se escuchaba; al principio, cuando regresaba de trabajar. Por momentos, la discusión parecía amainar.
A las seis tienen que levantarse para ir a la escuela.
El trabajo, el jefe o la plata. Siempre la plata. Al final, vago e inútil, un poco antes del portazo.
En la misma habitación, mi hermana seguía despierta. Yo, sentada. Por ver si dejaba de contener su llanto.
-Cuando seamos grandes, nos vamos a vengar de esta mierda, Murmuraba yo.
Al rato, afónica y con la cara enrojecida se metía en mi cama.
La mañana siguiente no podíamos evitar los ojos hinchados. La ronda de excusas.
-        ¡Que sea la última vez que no duermen cada una en su lugar!, gritaba madre.

EL MOSTRO

Nosotros, a toda hora del verano en la calle. Asolamos cada uno de los pasajes con nuestros gritos. Los vecinos asomados a la puerta se reían por lo bajo. Los mil y un días de los indios Carapachay, murmuraban.
Nunca llegamos más allá de tres o cuatro cuadras a la redonda. Por eso elegíamos los platos de metal.
Sacábamos galletitas de la despensa. Conseguíamos palos largos que caían de los árboles. Éramos una bandada que aprendió a cambiar pañales; a robar trapos y  almohadas por la noche. Y al día siguiente, vacilamos sobre los cordones de la vereda, bajo el sol y el ojo de madre, barriéndola.
Andreíta, a veces, no podía salir por su dolor de oídos. Otros días, Irina y sus hermanos llorosos, tras las rejas verdes. El padre de Alicia y Josecito, cada tanto, los corría con un rebenque.
Si llovía, Carmen y su hermana Helena invitaban submarino con bizcochos. Esa casa olía siempre a perros y viejo hacinado. Y el saludo de su esposo, a alcohol.
Lo primero que conseguimos fue una pequeña linterna, recuerdo. Bajo el mentón, en las noches de luna nueva.
Cada vez la pedía otro. Quería ser El Monstruo.

LA MUERTE DEL GENERAL – a los diez años

Lo encuentro a papá en la habitación más grande. Me paro en el marco de la puerta. Bajo sus ojos hay más oscuridad.
Está sentado en el borde de la cama matrimonial. Con la camisa desabrochada; en la derecha, la chaqueta del uniforme azul. Todavía en la cintura, el arma reglamentaria.
Al lado de sus pies, hay dos botones dorados. Me acerco para levantarlos y sentarme.
Con los ojos fijos en la pantalla, me hace seña de alto. Solo puedo ver de la televisión prendida, la carcasa.
Entonces, me siento en la cabecera de esa cama de matrimonio. La espalda bien derecha apoyada en la cabecera.
Veo las imágenes de un entierro multitudinario. De fondo, la voz del hombre muerto. Hablando cansina, con autoridad frente a otra multitud de jóvenes.
-        Y esta vez, esta vez... – murmura, solloza mi padre- no vuelve más.

EL FITITO - a los doce años

Piso, con la bicicleta, tierno celeste en las veredas. Me acaricia el viento ahumado con eucaliptos. Después de llover, los troncos añosos del barrio se vuelven oscuros como el petróleo.
Una vez, me llamaron. Sin apagar el motor ni bajarse de un pequeño auto blanco.
Era joven el hombre con anteojos. Me acerqué con la bicicleta al cordón. Preguntaba por una calle. Sonrió y yo sonreí. La camisa blanca afuera del pantalón. Una goma gruesa en la cintura que se movía un poco. Sin sonreír más, me quedé mirándola.
Luego miré su cara. Esa sonrisa se parecía a una de la televisión. Balbuceé. Miré hacia el fondo de la calle y le contesté que no sabía.
Pero es ésta, pensé. Un calor sentía de mi pecho a mi cuello.
Lo miré otra vez. De reojo, supe que la goma seguía en el mismo lugar. Muy callada escuché:
-        ¿Por qué te ponés nerviosa, nena?
Con el pie derecho ya en el pedal, contesté:
-        Señor, yo no estoy nerviosa.
Arranqué sin mirar para atrás. Mejor no decía nada en casa. Ojalá hubiera podido encontrar pronto a Silvina. No sabía qué era eso que tenía el hombre. Por qué se reía de mí.

EL SONIDO DE LA MANO – Argentina, 1976.

Sonidos de agua y vajilla en la cocina. Hasta las habitaciones infantiles de la planta alta llegan en sordina.
Dos vueltas de llave, en la puerta de calle. El hombre de la casa entra en la cocina. Su mano izquierda apoya con cuidado la pistola cuarenta y cinco arriba de la alacena. La derecha, en el hombro de su mujer. Con ojos y voz de haber dormido casi nada, murmura:
-        El tipo sale tarde.
-        Decíle que el fin de semana no podés. Mi hermano..., intenta continuar.
El hombre caminaba hasta el baño pero se detiene.
-        ...un garca que tiene contactos...
-        ...los chicos me hacen renegar.
-        Trabajo para vos y para ellos...
-        ¿Con este jefe no te peleás todos los días? – Acota ella y abre la heladera.
-        Con un civil sólo discuto por dinero...
-        ...entonces...
-        ¿Me venís escuchando? ¡El jefe permite todo tipo de ilícitos!
-        No es tan malo; exagerás – Sonríe. Un sachet de leche en la mano.
-        Se aprovechan del decreto...
-        Rebelde y vago. Por algo mi padre no te quería...
-        ..era contrera y punto...
-        ...¡peronista y policía!, grita la mujer.
-        ...calláte, calláte, calláte – murmura él y en milésimas de segundo, atenaza sus muñecas – Los vas a despertar.
-        Me los llevo a casa de mi hermana – responde parada sobre un charco blanco en el granito negro del piso de la cocina.
El hombre se sienta y  hojea el diario con una media sonrisa.
-        Traslado: el  Mundial78 lo vamos a ver desde la provincia de Río Negro.
-        ¡Dios mío! – Exclama su mujer desde el baño. Se masajéa las muñecas bajo el agua fría y agrega- ¡Cambios de colegio en septiembre!
-        Negativo. El 10 de enero, viajo. Después, ustedes en camarote. Casa por dos años, mínimo. Un extra mensual importante durante el primer año por zona desfavorable. Me voy a dormir.
Las llaves de la puerta de entrada suenan otra vez.
La mujer sentada sobre el inodoro mira el espejo y da un portazo.
En el primer piso, otra puerta entornada - muy despacio - se cierra.