sábado, octubre 31, 2015

Glicinas blancas, Delia Takara, Lunes de 14 a 16 hs.




La casa en donde vivimos nuestra infancia comenzaba con un local de negocio de tintorería, precediendo la vivienda familiar. Una mampara de madera separaba un estar y comedor y traspasando una puerta de hierro con vidrios coloreados, un pequeño patio inicial. Subiendo un escalón, un segundo patio, angosto y largo, al que se habrían tres habitaciones corridas.
Dos casas iguales, divididas por una pared alta.
Al fondo, la cocina y una escalera que llevaba a la azotea y en un recodo, el entrepiso con una habitación que papá había transformado en su cuarto de lavado de ropas. Era su lugar de trabajo, abierto, sin puertas, un gran ventanal sin marcos ni vidrios, protegido por un pequeño alero. En su interior, una máquina lavadora industrial, que al término de su tarea, era limpiada y secada cuidadosamente, refulgiendo cual objeto de oro, las planchas perforadas de bronce del tambor horizontal. Una secadora centrífuga, una mesa de material en la que lavaba las prendas y algunos implementos más. Sobre la pared principal, escrita en tiza, una sentencia en el idioma vernáculo, seguramente por mamá, sacralizando el lugar.
Protegía su cuerpo del agua, con un delantal de goma negro y los pies con zuecos de madera, en lugar de botas, quizás rememorando las tradicionales sandalias de su país de origen. Desde la mesada, frente al ventanal , veía avanzar una planta de glicina blanca, que fue acomodando en su crecimiento con hilos, clavos y alambres, de tal manera  que las ramas se entremezclaran  y fueran formando una cortina que lo amparaba de la lluvia y del sol y asemejaba un telón natural, de una puesta en escena, propia de selvática comedia musical japonesa.
El origen de esta enredadera manejada por manos orientales, tenía la particularidad de provenir de la casa lindera, la gemela. El primitivo dueño decidió plantar en un pequeño cuadrado de tierra del angosto patio, esa hermosa planta, que al crecer, traspasó la pared divisoria y fue inclinándose hacia nuestra cas y papá la fue orientando y encaminando hasta convertirla en su paisaje.
En  septiembre, primero estallaban sus flores blancas, inundando el aire de olorosa sustancia y después surgían las delicadas hojas y la explosión  del verde follaje era total.  La arquitectura  vegetal devenía  en invernadero personal, de raíces lejanas y evocadas.
Nunca olvidaré los días de lluvia en esa casa. El sonido pequeño de las gotas pluviales chocando en el ramaje, se hacía cómplice de las canciones cantadas por papá, mientras trabajaba, o no, recordando en la lengua materna,   las letras infantiles y de su adolescencia, a veces con aires marciales, muy sentidas.
El cambio de dueño de la casa vecina trastocó su pequeño universo  vegetal.        Quiso sacar la enredadera porque sus hojas, sus flores, los pájaros e insectos, inseparables compañeros, ensuciaban la casa y no pretendía mantenerla.
No sabemos qué sentimientos provocaron en papá, pero no necesitó tiempo para decidir lo que debía hacer. La planta no era suya y a la mañana siguiente tomó sus tijeras de podar y poco a poco, fue cortando prolijamente toda la enredadera; en pequeñas ramas y trozos para poder embolsarla adecuadamente.
Nosotros no vimos cuando lo hacía. Despertábamos tarde; pero después del desayuno enfrentamos el nuevo panorama; parecía otra escalera, otra pared, otro ventanal. Otra casa.
Por la tarde, en lugar de dormir la siesta acostumbrada, salió a caminar por  el barrio y al volver, regresó con una jaula de madera y alambre, habitada por un primoroso canario amarillo que instaló en la pared, al costado del ventanal. Trabajando no lo vería, pero sí escucharía  su canto; sus trinos remplazarían, sin dudas, el sonido  que habían producido, hasta hace poco tiempo, las ramas de las glicinas blancas, movidas por el  viento, en su encantamiento estacional.
Nubes oscuras cubrían el cielo. Amenazaba una tormenta de verano. Se escuchaba el murmullo de pájaros nerviosos, acompañando el primer gorjeo armónico del canario en su nueva casa.
Sonó el timbre de calle, varias veces, en forma insistente. Era el empleado de la casa de artículos del hogar de la esquina. Traía nuestro primer televisor y el viejo gato gris, corrió a refugiarse en su lugar preferido.

2 comentarios:

Adriana Alba dijo...

Bellìsimo, realmente me ha emocionado.
Cariños.

Maria Angélica dijo...

Aceptar lo inevitable.Lección de vida.Gracias por compartir esos recuerdos.