martes, diciembre 28, 2010

Como pasos de baile - Fragmentos de varios autores

Su pie acarició imprevistamente, como nunca lo había hecho, el borde mismo de aquel escenario que hasta ayer había desgastado con sus zapatillas, y que hoy lo encontraba resbalando y estrellándose de bruces frente al público expectante  

Aldana

“Su pie blanco, cuidado y de uñas perfectas, acarició el borde de la banqueta tapizada en brocato color bordó que se encontraba al lado de la cama. El, lo tomó con delicadeza entre sus manos, lo retuvo largamente, lo besé y lo apoyó en el mismo lugar. “
 
Rosa

Su pie acarició, cayeron algunas piedras, el borde del desfiladero pero inmediata, instantáneamente se echó hacia atrás.
¿Valía la pena entrar en otro infierno peor que el que estaba viviendo?
Se alejó presuroso del bar, diciéndose: tengo que recomponer mi vida, empezar de cero”.

José

Su pie, largo, delgado, de delicada piel casi blanca, y con uñas rojas bien delineadas, acarició el borde de la cama como invitándolo, como diciéndole “acá se está mejor, vení a  buscarme”.

Carlos

Su pie de bailarín de salón con relucientes zapatas, asombraba por su desplazamiento con rítmicos pasos, acompañados con el movimiento de su cuerpo elegante y por su hermosa compañera de ropa bien ceñida al cuerpo a la que llevaba bien apretada, hasta que en un giro del baile, acarició el borde de su calzado charolado para hacerla entrar en un movimiento de cintura y de pies dignos de admiración, francamente, para el aplauso.

Rodolfo

“Encorvado, caminaba lentamente como en un movimiento de danza, cuando con un pie pateaba con fuerza, haciendo una mueca, sin avanzar gran cosa su pie acarició el borde del olvido pero sin las hogueras de la calentura en las tierras del estrépito…..”
Isabel

viernes, diciembre 17, 2010

.Lampadíaz, Fabiana Olea, Miércoles 17.30 a 19.30 hs

     La señora Díaz, siempre la primera en levantarse para preparar el desayuno familiar, cuando salió a buscar el diario encontró una nota pegada en la puerta de la casa, luego de leerla, asustada, se la mostró al marido, que atónito enseguida llamó a la policía, sin importar las consecuencias ante todo la seguridad de su familia. Se sorprendió por lo rápido que en la puerta de su casa llegaron tres patrulleros y dejaron dos oficiales de guardia en su propiedad, les prohibieron salir hasta que resolvieran el caso. El matrimonio Díaz y su hija de veinte años, eran prisioneros en su propia casa.

     A los tres días Jorge disfrutaba tranquilo de su delicioso desayuno mientras leía el diario, la nota de tapa lo llevo enseguida a la página diez…
Veinte familias de Mataderos aterrorizadas por una nota anónima:
“tus diaz están contados
bandoneón diaz, rufino diaz, y cucurucho diaz,
saldran de la carcel y serán tres”.
Los hermanos Díaz, condenados por el asalto millonario al Banco Provincia y homicidio culposo de ocho rehenes, luego de veinticinco años de condena ya no podrán salir por buena conducta. Aún no se comprende el motivo de los anónimos ya que el cuarto hermano, Jorge Díaz, alias Lamparita, fue hallado muerto dentro del auto que se incendió cuando trataba de escapar del asalto.
       Cerró el diario, fue hasta el balcón, encendió un cigarrillo y comenzó a reír a carcajadas, cómplice le habló al paisaje.
     -Esto confirma sus apodos, si no fuese por mi ni en la cárcel estarían, siempre tuvieron pocas luces, mandar anónimos a todos los Jorge Díaz que viven en Mataderos, sólo a ellos se les ocurre, se lo habrán pedido a algún delincuente que salió antes que ellos de la cárcel. No entiendo porque están tan furiosos, si todos los meses les hago llegar una mensualidad a sus familias. La voz de su mujer llamándolo lo distrajo…
     - Omar, apúrate que estamos listos y en dos horas tenemos que ir a la excursión de los siete lagos.
     - Ya estoy listo, princesa, solo estaba esperando que ustedes se levanten.
     - Es una lástima que nunca vayamos a pasar unos días a Buenos Aires, a los chicos y a mi  nos gustaría conocer tu ciudad natal.
     - Dentro de un tiempo tal vez, sabes que Buenos Aires no me trae buenos recuerdos.   
     - Eres tan lindo mi amor, una pena que mañana debamos regresar a Barcelona, San Martín de los Andes es precioso.
     - Cierto, pero el año que viene vamos a ir a la Polinesia, me toca elegir a mi y prefiero el calor y el mar.
     Salió orgulloso de la habitación del hotel abrazando a su bella mujer y a sus dos hijos, el conserje lo saludo amablemente.
     - Que pase un excelente día señor Lampadíaz – Jorge sonrío feliz.



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.Con la misma vara, Bárbara Benitez, miércoles de 17.30 a 19.30 hs.


Los ciento cuarenta kilos pesaban en el alma, por gordura y desprecio materno. Las palabras de mi madre me ignoraban y odié ese cuerpo culpable de tal  indiferencia .Su gesto cálido nunca llegaba; aunque una caricia de compromiso  hubiera bastado, la piel brotada por pliegues lastimados la separaba de mí. El resto también se apartaba.
Si subía a un colectivo y ocupaba un asiento para dos, el otro quedaba vacío en medio de una multitud que mataría por uno. Soporté burlas en  el colegio, las salidas; a cada instante, todos los días.
Sólo para que se fijara en mí accedí a las operaciones decididas por su voluntad: cinturón gástrico, liposucciones, senos, cola y -ya que estaban- nariz. Recién entonces el beso de mamá llegó.
 De a poco me fui convirtiendo en un mutante de cabello rojo y ojos falsos que me dejaron sin visiones pudorosas, sin color ni luz; mientras las cirugías quitaban el excedente de latidos que manifiestan al corazón.
Venía de consultar al cirujano cuando, por una huelga de taxistas, obligada tomé el subte. Si bien al principio molesta, en él logré  cerrar los ojos y complacida apoyé la cabeza contra la ventanilla para disfrutar ese ahora de hermosura comprada. Hasta que al abrirlos la obesa mujer sentada en frente reflejó mi imagen;  el estómago dio una vuelta. Lo notó porque desvió la mirada.
Bajé en la primera estación. Salí  al exterior; busqué un bar para ir al baño en el que me miré al espejo una y otra vez, por largo rato.
Más segura me senté en una mesa de afuera. El mozo trajo el café pedido. Lo revolví despacio y en una de las ondas que la cucharita hizo volví a ver en el cuerpo de la extraña el mío. Recordé las humillaciones, las burlas. Supe lo que le estaría pasando; sentí lástima por ella.
Decidí dejar de pensar en su elección. Pedí una porción de torta light,  encendí el cigarrillo e hice un crucigrama.

Devanagari, Fabiana Olea, Miércoles de 17.30 a 19.30

     Obsesionada con el texto de Borges, “Tlón, Uqbar, Orbis Tertuis”, decidí investigar si él realmente estaba describiendo un mundo ilusorio e idealista o había podido verificar su existencia y lo había escrito para que solo algunos pocos pudieran comprenderlo y esos algunos pocos fueran conocedores y lectores de la Anglo-American Cyclopaedia (New York, 1917).
     Investigué en todas las bibliotecas y librerías antiguas con volúmenes de enciclopedias fuera de edición. Luego de varios años cedí antes de enloquecer y opté por dejarlo en manos de la causalidad, si era posible develar la verdad oculta tras el cuento, algún día la respuesta vendría a mí, cuando estuviese preparada para comprenderla.
     Un día de mayo, caminando por la Avenida Corrientes a eso de las siete de la tarde, mis pasos apurados se detuvieron frente a un cartel de madera colgado sobre la puerta antigua de un negocio en un subsuelo, decía en letras de estilo gótico “Devanagari” y debajo en pequeñas letras “solo abierto para quienes quieran entrar”. Baje las escaleras y observé alrededor, a mis costados paredes grises y gastadas, frente a mí la incertidumbre, detrás los pies desconocidos y apurados de la avenida.
     Despacio baje el picaporte y empuje, cientos de años escaparon en un bostezo; mi corazón latía ansioso, asomé la cabeza por la apertura y miré dentro del lugar, estaba tranquilo, pequeños faroles antiguos iluminaban el recinto de manera agradable e íntima; en incontables estantes de madera rústica reposaban miles de libros teñidos por el tiempo. Dentro del lugar, todo mi cuerpo se volvió un observador atento; el recinto era angosto pero su largo no tenía fin visible. Me dirigí a un pequeño escritorio, bello y de estilo desconocido ubicado en un costado, allí había un hombrecito vestido con traje de pana verde y fumando lo que parecía ser una pipa, levantó sus ojos del libro que estaba leyendo, me miró y sonrío, sus ojos color turquesa eran enormes para el tamaño de su cara y se escondían tras unas gruesas lentes sin armazón sostenidas sobre su nariz, su pelo era amarillo y su piel de color azul, su aspecto era sorprendente pero para nada intimidante ni agresivo, cuando habló su voz no salía de su boca, simplemente flotaba en el aire como una melodía:
     -No tenemos ningún volumen de la Anglo-American Cyclopaedia y mucho menos el que usted busca – mis años de obsesión despertaron, agregó – aún no es un volumen olvidado. Tranquilo y pausado continúo, disculpe la grosería soy un fifiriche, embajador de Devanagari, sígame por favor que la acompaño a sentarse al quijongo – me guió hacia una mesa con sillas que parecían un gran hongo invertido – para que comprenda mejor este sitio le voy a entregar un pequeño libro que contiene la información que usted necesita.
     Mientras se alejaba me senté y la butaca se acomodó a las formas de mi cuerpo haciéndome sentir que estaba sentada en una nube (si es que hay descripción posible), el techo era como un cielo cambiando de colores todo el tiempo, de repente azul, de repente rosa, otras como la aurora boreal, otras toda la vía láctea. El lugar no dejaba de sorprenderme, me di un fuerte pellizco para comprobar que estaba despierta, y si lo estaba, el moretón en mi brazo daría luego pruebas de ello.
     El fifiriche regresó con un libro en una de sus manos y una taza en la otra.
     -Le dejo aquí el oolito – dijo entregándome el libro – y espero que disfrute de esta sabrosa minoca mientras lo lee, apoyó la taza plateada sobre el movedizo quijongo y antes de alejarse agregó – cualquier cosa que necesite solo tiene que pensarme.
     La minoca tenía un aroma delicioso, irresistible no probarla, su sabor era único e indescriptible, perfecto a mi paladar, cada parte de mi ser disfrutaba de aquella bebida transparente a la temperatura ideal, no podía compararla con nada que conociera. Luego de disfrutar ese nuevo y delicioso elixir, me detuve en el libro de tapas doradas, en color azul estaba escrito “Oolito” y debajo “en pequeñas palabras la sabiduría de Devanagari”.
     Abrí el libro en la primera hoja y allí estaba la palabra Devanagari y su definición, ciudad creada desde el principio de los tiempos por los habitantes de Devana, primeros estudiosos del lenguaje en el universo. La ciudad está ubicada en todos los sitios y al mismo tiempo en ninguno, abre sus puertas a quien quiera entrar. Solo conserva los libros olvidados.
     Cambié de página, estaba escrito Oolito, libro que contiene y explica las palabras incomprendidas por el lector y visitante de Devanagari; no podía con mi sorpresa, abrí el oolito por la mitad, fifiriche: ser milenario, conocedor de todos los secretos de la ciudad de Devanagari, hay solo diez y son descendientes de los reyes de Devana. Cerré el libro y lo abrí en otra página al azar, apareció la palabra minoca: infusión energética de letras, palabras y textos necesarios para el organismo que la bebe. Antes de que pudiera lamentarme por haberla consumido toda el fifiriche estaba a mi lado dejándome otra taza del sabroso néctar, le sonreí agradecida, volví a mirar la misma  página y allí estaba la palabra quijango: recinto de lectura creado por el lector acorde a sus necesidades tanto físicas como intelectuales.
     Cerré el oolito y me quede pensativa, comprendí que me sería imposible encontrar allí algún libro o enciclopedia que estuviese en mi mente, como narra Borges respecto a Tlón pero a la inversa, en Tlón cuando se olvida un objeto simplemente desaparece, pero aquí en Devanagari, la gran biblioteca de libros olvidados y desconocidos, basta que alguien lo piense para que no esté aquí. Apoyé el libro sobre el quijongo y cerré los ojos un instante, cuando los abrí estaba frente a la puerta clausurada del subsuelo, me senté en el primer escalón frente a ella y observé la entrada sin vida. La ciudad de Devanagari ya no era desconocida ni olvidada por mí, por lo tanto no estaba. Me sentí triste, me hubiese encantado leer algunos de esos libros antiguos, fuentes de sabiduría milenaria y olvidada, a pesar de saber que irían desapareciendo a medida que los leyese.
     Suspiré mirando el espejismo de la nada, sobre mi zapato encontré un pequeño trozo de una hoja de diario, en el decía “todo a su tiempo”, sonreí cómplice y lo guardé en mi agenda.
     Mis dudas comenzaron a disiparse, si la Anglo-American Cyclopaedia no estaba en Devanagari significaba que alguien poseía un ejemplar. Mi teoría era cierta, solo tenía que encontrar al poseedor o poseedora de ella y ese volumen en particular.
    Con respecto a Devanagari, tal vez alguien me crea si estuvo allí y tal vez si tengo suerte pueda volver a entrar. De su existencia, no tengo dudas.

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Las gárgolas, Norma Gini, Miércoles de 17.30 a 19.30 hs

El casco de la Estancia de los Sarmiento estaba abandonado hacía años. La maleza que había sido benévola, dejaba entrever un pasado de grandeza, las fuentes, las estatuas y dos gárgolas en la galería con forma de cancerberos, que aseguraban que los muertos no pudieran salir y que los vivos no pudieran entrar.
     Decían en el pueblo que los Sarmiento eran tíos abuelos segundos del gran maestro, tuvieron siete hijos, seis varones y una mujer: Sarah, con la que crecimos juntas. Los mil metros que separaban ambas casas, eran nuestro campo de juego junto a flores y animales silvestres que venían desde el monte cuando Sarah asomaba su sonrisa.
      Eramos inseparables, excepto esos días, que don Sarmiento la castigaba por sus travesuras, encerrándola en un cuarto en el fondo de la casona.
      Vi partir a cada uno de los hermanos hacia la Capital..pude disfrutar de los colores de los peces de las fuentes, el aroma delicioso de las flores en primavera, vi sufrir la muerte de la Sra Sarmiento, vi crecer a Sarah, me ví crecer.
      Ya no jugábamos como entonces, Sarah se ocupaba de los quehaceres de la casa y de la artrosis de su padre, yo me fui a estudiar a la ciudad y volvía en los veranos donde teníamos largas y jugosas charlas. Mis ojos eran la ventana por donde Sarah conocía el otro mundo, el que deseaba conquistar algún día.
      Ya adulta, mis visitas se espaciaron hasta no volver más. Por aquellas épocas me enteré de la muerte de don Sarmiento, quien había dejado como legado colocar esas dos gárgolas en los techos de la galería pero nunca más supe de mi amiga.
      Decidí volver a envejecer en paz entre recuerdos y aroma de flores. La casa de los Sarmiento está allí suspendida en el tiempo. Algo, que no sé que es, me impide acercarme. La observo desde lejos, lo que me permiten mis ojos ya cansados. A veces alucino y veo en las noches de luna llena, la imagen casi desnuda de una mujer que parece deambular  por la antigua galería.